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De vampiros y tumbas. Reflexión sobre la intrascendencia

¡Mi venganza acaba de comenzar!
La ejerzo durante siglos; el tiempo está de mi lado
Bram Stoker. Drácula

Muchos dirán que los alrededores de la muerte siempre son sombríos, macabros, tristes, silenciosos y pavosos. Que quien habla de la muerte o se dedica a escribir sobre ella o al menos se pasa algún tiempo pensándola, es alguien perturbado, deprimido, triste, al menos es alguien profundamente angustiado por el fin de su existencia; o alguien aterrado que, como a quien le dicen que no mire para abajo, no puede dejar de mirar el vacío. El deseo de trascendencia e inmortalidad de todos los humanos no es más que el escape o el aplazamiento, necesariamente frustrado, del incontestable hecho de la muerte ¿pero qué debería ser inmortal? ¿el alma o el cuerpo?

Nuestra cultura occidental y de tradición cristiana nos ha mostrado una muerte domesticada con la que hacemos un pacto tranquilizador para darle el sentido, paradójico, de una vida más allá de la vida. Esto tiene que ver con la idea de que la muerte “es”, existe, y está en algún lado después de la vida y, por si fuera poco, es una especie de transposición de ella. Así, la muerte puede ser la recompensa por una vida buena o el castigo eterno por una vida perversa. Puede ser la transición hacia una especie de conocimiento universal o puede ser el paso entre un escalón y otro en un camino evolutivo que nos conducirá al despertar definitivo. En todos estos casos, la noción que permite pensar que hay algo más allá es una y la misma cosa: el alma. Bien sea por la religión cristiana o, si queremos ir más atrás, por la idea platónica de la indestructibilidad del Ser (la esencia, el alma); o bien por la noción de karma del hinduismo o por la idea new age de la reencarnación y el paso del alma por diferentes cuerpos y épocas (que permite a la gente fantasear con que ha sido alguna vez alguien importante o famoso), toda idea de muerte como paso o transición (y no como desaparición) necesita la creencia de que tenemos algo metido en el cuerpo que sobrevive a su muerte, que tiene que haber algo más que sólo carne y huesos.

La carne, lo corporal, los huesos, la sangre, aquello que es de esta Tierra y este mundo y que está condenado a la descomposición, no puede ser lo único que nos soporte como seres humanos, hijos de los dioses. Ni mucho menos si nos percibimos como sujetos espirituales. La carne es un vehículo, es algo pasajero. Lo que realmente somos, nuestro ser, lo que se identifica con la construcción que hacemos de nosotros mismos, nuestra identidad, nuestra historia, debe tener otro recipiente más elevado. Y la muerte, el fin del cuerpo, es sólo el momento de la liberación de lo eterno. Básicamente, lo que el hombre desea es seguir existiendo tal y como se percibe a sí mismo. No puedo negar que esto es absolutamente tranquilizador, no hay mejor manera de lidiar con la muerte que ponerle un nombre y construirle un lugar. Sin embargo, creo que es un asunto de responsabilidad existencial al menos una vez en la vida hacerse la pregunta: ¿y si no?

¿Y si lo único que tenemos es este soporte corporal al que de manera arbitraria se le da un nombre? Veamos el asunto de esta manera. Esa llamada “identidad”, lo que somos, nuestro nombre y nuestra historia, llega a nosotros de manera totalmente caprichosa y se impone y asume como propia con el peso del fatalismo. El rito del bautizo, la colocación del nombre, la familia (que pudo ser ésta como cualquier otra, así como pudimos haber sido adoptados o cambiados en la clínica), la nacionalidad y la historia (que no es más que el esfuerzo por poner en orden razonable una serie de acontecimientos y contingencias) son situaciones externas que ligamos indisolublemente a nuestro cuerpo hasta que logramos construir esa cosa abstracta y complicada que se autonombra como Yo. Así que, llegados a este punto, nos obsesionamos con la trascendencia de este constructo teórico que soy yo y mi historia y mis decisiones y lo demás “del polvo viene y en polvo se convertirá”. Es decir, la muerte es inevitable así que sólo nos queda el camino de postergarla a través de la inmortalidad y la trascendencia. Me refiero a la inmortalidad del alma, para el que cree en el más allá, y la trascendencia de la identidad del Yo, para el que sólo cree en el más acá. El hombre nace con la muerte a su lado, así que el verdadero miedo no es a la muerte, es a la desaparición, a la nada. Quien crea en el reino de los cielos vivirá en función de cumplir con los mandatos necesarios para que no le cierren la entrada al paraíso. Y quien no crea en el reino de los cielos (ni en el karma, el nirvana o la reencarnación) tendrá la obsesión de dejar una marca en esta tierra (megalomanías presidenciales incluidas).

Veamos ahora el negativo de la noción de inmortalidad del alma como si cruzáramos un espejo. En el imaginario cultural de los últimos cien años se ha diversificado una figura que viene a reivindicar la literalidad de la inmortalidad en el único lugar posible: el cuerpo. Esa figura es la del vampiro. Por supuesto, el vampiro es producto, en principio, del folklore de diferentes culturas europeas, pero luego, y más importante aún para nosotros simples mortales, es producto de la literatura gótica del siglo XIX y de la posterior recreación del siglo XX en el cine y el reciclaje de la televisión, la literatura pop y de vuelta al cine, TV, etc. Sabemos que el vampiro es parte de un imaginario cultural, pero lo importante es lo que nos dice ese imaginario. Es la respuesta del hombre que no ve otra posibilidad de verdadera existencia plena más que en la única existencia posible: la de nuestro cuerpo en su tiempo de vida en este único lugar que podemos habitar; sin más allá, sin promesas de volver a la vida en otro plano astral, sin despertar cósmico en una inteligencia absoluta. No por nada el vampiro en la literatura nace en el siglo XIX, al borde de la corriente racionalista de pensamiento, por un lado, y la sospecha, por otro lado, de que toda entidad trascendente podría ser producto de la elaboración muy terrenal del propio hombre, es decir, que aquello que se colocaba en terrenos metafísicos pudo haber surgido dentro de nuestra propia cultura. Bram Stoker publica su Drácula en 1897, tres años antes de la muerte de un tipo que ya por esos años le había declarado una guerra a martillazos a la metafísica y a la moral derivada de la religión: Friedrich Nietzsche.

Nace así un ser que, de una vez, ya está muerto. Su cuerpo no tiene, estrictamente hablando, alma. Sin embargo, puede mantenerse vivo a través de la sangre (de nuevo otra simbología de un elemento corporal que se asocia a lo vital) de otras personas que sí están vivas. Interesante que Stoker, para caracterizar a su Drácula, lo nombra como Un-dead, esta negación como prefijo (Un) no me gusta traducirla como “no muerto” porque se entendería de una vez como alguien “vivo” por el sólo hecho de ser su negación. Todos nosotros somos “no muertos”. La traducción con mayor riqueza semántica sería “des-muerto”, pero esta palabra compuesta no suena muy bien así que convengamos en que el sentido que quiero darle a Undead es el de un muerto que ha “desandado” su muerte, por lo que la condición de muerto se mantiene, así que si nosotros somos seres vivos que expulsamos la muerte a través del alma, el vampiro es un muerto que absorbe la vida a través del cuerpo. Es, pues, nuestro negativo.

El vampiro es una apología al cuerpo. Su inmortalidad no es divina, es más bien una existencia, con todo su pathos, que simplemente continúa viviendo. El vampiro es sensual y sensorial, es llevado por el deseo de poseer otros cuerpos, de sentirlos cerca, de chuparles su sangre. Es sexuado, excita y se excita. No desea la trascendencia más allá de sí mismo, por eso vive en la oscuridad, en el silencio, en lo nocturno. El vampiro puede tener cientos de años y atravesar la historia en absoluto secreto, cambiando de identidad o actualizando cada cierto tiempo su nombre y sus referencias de identidad. El vampiro es cínico, supongo que vivir eternamente te debe volver un poco cínico ante la vida. El vampiro no está atado a un nombre, una familia, una nacionalidad, es un ser que va atravesando la historia, usando y desechando identidades. Aquello que para nosotros representa nuestro verdadero ser para ellos es sólo una externalidad. Nosotros negamos el cuerpo y vivimos para el alma, ellos no tienen alma y viven para el cuerpo.

El vampiro, se me ocurre, puede leerse como una metáfora muy bizarra del ser humano (en sentido negativo, como el Superman bizarro que se enfrentaba a la Liga de la Justicia). La conciencia de la muerte nos coloca en el punto de saber que ya, de plano, estamos muertos. Entonces, ¿por qué no desandamos esa muerte para vivir aquí y ahora en la satisfacción de nuestros verdaderos deseos? El siglo XX ha reformulado la idea de ser humano, lo ha colocado en una perspectiva mucho más terrenal y en control de sí mismo (o al menos en conciencia de aquello que lo determina). Ser conscientes de nuestra intrascendencia podría darnos un poco de libertad para vivir más en sintonía con nosotros mismos y con el otro, sin fantasías mentales que hagan creer que lo que somos es una especie de destino ya escrito, que hay una raza superior a otra, que la verdad emana de una determinada cultura o religión, que fuimos tocados por los dioses porque tenemos determinadas características físicas, de género, políticas, etc., que el destino de un país depende de un líder arrogante que se cree ungido por la historia y el deseo de inmortalidad. Quizás Woody Allen haya dado hasta ahora la respuesta más certera con relación a la inmortalidad: “yo deseo la inmortalidad no muriendo”. Nosferatu, salva nuestras almas perdidas.

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