Town

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Hola, mi nombre es… y soy el personaje de un cuento. Bueno, solía serlo: hace ya años que me fugué de aquella cárcel y no he regresado (ni siquiera he pensado en volver), ni he tenido noticias de lo que ocurrió allí después de que escapé. Tomo todas esas torturas que me estorban la memoria y las desahogo en esta historia con la esperanza de que desaparezcan, temiendo haberle creado iguales tragedias y tormentos a seres familiares a mi propia sustancia.
Encuentro ahora mi egoísmo despreciable, y me disculpo por las abominaciones por las que haré pasar a mis personajes, pero no encuentro ninguna manera distinta para purgar mis penas. [ADENDA: No obstante, debo admitir que, ya habiendo terminado de escribir, justifico plenamente los males que he causado: ya nada me atormenta]
El nombre con el que me hacía llamar jamás me perteneció, sino que fue el apelativo que me dieron desde que tengo memoria. Claro que desde que tengo memoria he tenido barba (malformada, mal cuidada y mal cortada), he tenido la edad que tengo (que no la conozco, sólo sé que no he envejecido), y he vivido en el mismo sitio –hasta mi fuga, por supuesto–: en el Hogar.
Al Hogar se le llegaba atravesando una densa jungla habitada únicamente por palmeras, que también crecían alrededor de la casa de forma ornamental. Una piscina, que fungía de oasis en aquella selva, había sido construida en el jardín posterior del Hogar, donde crecía (y era cuidado celosamente) el único árbol que no apadrinaba cocos en el mundo. O así era comúnmente aceptado. La entrada del Hogar era una puerta de madera (ya casi olvidada del todo porque solía permanecer cerrada la mayor parte del tiempo) que estaba antecedida por una breve escalinata de piedra (también bastante descuidada). A través de un agujerito en la puerta podía verse hacia adentro, mas no hacia afuera; otra característica peculiar del Hogar: hasta las mirillas estaban opuestas.
Como en todo lugar que sea digno de llevar la vida, había un risco justo al borde del Hogar que cortaba a la Jungla en dos partes a través de un alto pero estrecho abismo. Cariñosamente llamábamos a aquel barranco «Finisterre» –a pesar de que la tierra no acababa allí sino que desaparecía bajo un océano de verdes palmas– y él nos respondía siempre con un afectuoso «Alicia», «Dragón», «Jacobo», u otros, según fuera el caso, tal y como hacía la Jungla.
Era generalmente aceptado entre los que morábamos en el Hogar que era insano salir de allí y quedarse afuera por demasiado tiempo. Principalmente a razón del intenso color rojo del cielo, que es universalmente admitido como una evidente señal literaria de peligro (claro, para ese momento yo no sabía que era un personaje, eso sólo lo aprendí poco antes de que me fugara).
Normalmente encontraba relaciones increíbles entre aquel entorno y una película que ya había visto proyectada en una nube que yo observaba a través de las pocas ventanas de la casucha, contrastando su imagen amarillenta –casi sepia– con el cosmos enrojecido. Veía las imágenes ir de izquierda a derecha, como el viento, y se me antojaban relaciones de mi propia existencia llevadas al cine. Vivíamos –todos nosotros– situaciones tan inverosímiles que serían demasiado fáciles de llevarse a una cinta… o que, por el contrario, fueron sacadas de una película y colocadas en el relativo hilo de nuestras sobreactuadas existencias, únicas en sí mismas.

Poco a poco yo fui descubriendo en qué consistía mi verdadera esencia, ya que yo era capaz de entender que realmente estaba allí, pero no comprendía para nada cómo fue que terminé a parar allí, ni por qué ni para qué estaba allí. Sí tenía nociones y sensaciones generales: sentía profundamente la influencia del Destino en toda mi situación, y no me costaba asimilar mi innegable presencia en el Hogar.
Allí existía una muy sencilla jerarquía: todos los que éramos simples moradores, y la Propietaria. Sin embargo, era tal esta diferencia que, en comparación, nuestras pieles eran más claras –casi transparentes–, mientras que la de Ella era compacta: indudablemente humana. Mientras nosotros éramos etéreos, Ella era sublime. La Propietaria era la única que siempre había estado allí (eso me habían dicho) y también era la única que tenía una habitación reservada exclusivamente para Ella (a la que nadie entraba por voluntad propia), mientras que todos nosotros dormíamos en el suelo de lo que sería el salón. Su imponente presencia era la fuente de Su poder sobre nosotros –o eso creíamos–, a pesar de que fueran pocos los momentos en que en verdad La veíamos. Usualmente sólo salía de Su cuarto para tomar a alguno y llevárselo dentro; una vez que salía –cuando salía– tendía a permanecer callado, hablando sólo cuando la situación lo exigía. Estos «secuestros» eran una verdadera lotería porque nadie nunca sabía cuándo iba a ser llevado por la Propietaria ni por qué; sólo dábamos por hecho que esas cosas sucedían y que debían suceder.
De vez en cuando (sobre todo cuando el Hogar comenzaba a vaciarse por los «secuestros») llegaban nuevos habitantes de la noche a la mañana; yo sólo llegué a presenciar dos de estas apariciones.
Durante mi estadía sólo conocí a dos personas que nunca hubieron desparecido y que ya estaban allí antes de mí. Ellos me hablaban de cómo funcionaba ese lugar, de la misma forma en que yo les explicaba a los nuevos su nueva circunstancia. Al principio –como yo– pensaban que estaban en alguna clase de fiesta, pero se daban cuenta al poco tiempo de que aquello no era de ningún modo una celebración. Esa casa parecía ser más un refugio para los desafortunados sobrevivientes de una horrible calamidad y que la única forma de permanecer con vida era quedándose dentro; que si un holocausto nuclear había derretido a la humanidad, que si una inundación bíblica la había ahogado, que si el Sol había crecido y se había comido la mitad de la Tierra: todas las teorías eran válidas porque no sabíamos qué fuerza nos mantenía encerrados.
Entre los nuevos aparecidos destacaban dos sobre todos los demás. Al primero de ellos lo descubrí asomado al «balcón» (como llamábamos a la ventana más grande del Hogar), se trataba de un perro que no había visto antes, que no hablaba y que no parecía entender lo que le preguntábamos; terminamos llamándolo simplemente Perro después de todos nuestros intentos de sacarle su nombre. Su actuación en el Hogar fue escasa, pero lo coloco por encima del resto de los nuevos aparecidos porque siempre se mantuvo a mi lado y junto a Alicia y Jacobo –que eran los moradores a los que me referí antes–; aun hoy no me ha abandonado y sigue aquí junto mientras escribo, sin comprender la gravedad de los hechos por los que ha pasado.
El otro fue más que un simple morador: el Dragón Encorvado. Así se hizo llamar por nosotros. Se trataba de una criatura esquelética cuya piel, dura y fría al contacto, refulgía del negro más opaco que jamás haya visto. Las facciones de su cara –si es que la tenía– estaban escondidas en su oscuridad. Tan sólo suponíamos que tenía boca porque hablaba, y que tenía ojos porque hablaba sobre lo que veía. Su espalda formaba una curva perfecta (de allí el nombre) de donde surgían brazos y otras extremidades de igual delgadez. Realmente parecía más un gusano que un dragón.
Los demás son inconsecuentes para esta historia y no merecen estas penas. Nosotros estuvimos ahí cuando descubrieron que en esa casa nadie soñaba (porque los personajes no sueñan) y los ayudamos a adaptarse a esa vida que parecía no tener fin. Los acompañamos en las noches cuando los grillos se dignaban a sonar, y les mostramos la paloma que volaba siempre a la misma hora de la noche alrededor de las palmeras y que se perdía en el oscuro abismo al borde del cual vivíamos, pero el cuento de la paloma es otro que no tiene que ver con éste.
Muchos sentíamos la necesidad de fumar por alguna razón, y encontrábamos cigarros cuando más los necesitábamos en algunas mesas del Hogar. La pregunta era cómo los encendíamos. Jacobo dio con la solución abriendo la puerta una mañana y saliendo del Hogar: el calor de la selva era tan poderoso y la intensidad del Sol tal que, apenas al andar unos pasos afuera, la punta del cigarrillo estallaba en llamas. Lo curioso era que ese fuego abrasador no nos hacía daño, más bien parecía atravesarnos como si fuéramos espectros… efigies reflejadas en una pantalla de cine. En fin, luego de encender nuestros cigarros nos metíamos de vuelta en el Hogar a fumar el suspiro blanco que se respiraba por doquier.

Todos eran coloridos. Sus maneras eran diferentes en cada sujeto, al igual que sus voces y, seguramente, sus formas de ver cada una de sus vidas. Yo parecía ser uno de los únicos que no sobreactuaba (el Dragón tampoco) y, de hecho, era el que más se parecía a la Propietaria. Sus peculiares y pintorescas maneras de andar, de expresarse y de llevarse, en general, daban risa más que otra cosa por su exageración. Ni siquiera Alicia y Jacobo se salvaban de esta característica que todos parecían compartir, salvo yo. Y, bueno, el Dragón; aparte de su absurdo interés por las conversaciones que trataban sobre anclas navales (que eran abundantes, por alguna razón), no tenía ningún otro rasgo digno de describir.
Por cierto que el Dragón fue «secuestrado» mientras hablábamos sobre anclas. Vino la Propietaria y le pidió que entrase a Su habitación; el silencio repentino y nuestras miradas lo obligaron a obedecer. Estuvo allí dentro varios días y cuando salió –porque él sí salió– no volvió a hablar más de anclas. De hecho se mantuvo absolutamente callado por más de dos semanas, lo cual no era demasiado raro en estos casos, y por eso es que nunca sabíamos lo que ocurría en ese cuarto.
Al término de ese período de silencio ascético, el Dragón se levantó una noche mientras dormíamos y salió del Hogar. Nos despertamos por el escándalo que estaba haciendo en el techo. Salimos de inmediato y lo vimos allá arriba, encorvado en el tejado de la casa repitiendo a gritos una y otra vez «¡tortura!, ¡tortura!». Incluso la Propietaria salió del Hogar y nos forzó a todos a volver a entrar, pero Ella se quedó afuera hablando con el Dragón. No podíamos escucharla porque él seguía repitiendo su desesperado gemido: «¡tortura!, ¡tortura!». Eventualmente volvimos a salir, desobedeciendo a la Propietaria, sólo para presenciar la mítica caída del negro Dragón Encorvado: con un frenético sonido metálico –como el de un ancla sobre un mar vacío–, el Dragón se había lanzado del techo en Su presencia.
Esa noche dormimos inquietos. Ni siquiera Alicia y Jacobo habían visto algo así suceder en el pasado, una rebelión tan drástica. Para mí, la muerte del Dragón Encorvado y él en sí mismo fueron pioneros de mi pronta fuga.
Mientras tanto, sin embargo, comenzamos a hablar seriamente sobre nosotros y la Propietaria, y fui yo quien inició esas cuestiones. Nunca pudimos descubrir razonando lo que había pasado ni las respuestas que me preocupaban al principio porque una segunda aparición ocurrió poco después. Amanecimos con diez o más nuevos moradores, pero estos eran muy especiales: eran todos versiones, variaciones del Dragón Encorvado. De diferentes tamaños, colores, voces, peculiaridades, pero idénticos en esencia. Esto tampoco había pasado jamás y nos quedamos demasiado extrañados. Estos dragones hablaban muy poco y no supimos mucho de ellos, y, de hecho, los evitábamos por el dolor que nos producía ver al original Dragón Encorvado resucitado, repetido y repartido en una docena de clones.
Las conversaciones, entonces, se tornaron más serias y profundas, y más clandestinas para evitar las sospechas de la Propietaria, que ahora andaba mucho más tiempo con nosotros… vigilándonos. En una de estas tertulias, cuando ya no sabíamos qué pensar, Alicia arrojó una idea descabellada:
—Somos todos parte de Su imaginación.
Desechamos de inmediato tal proposición porque nos pareció demasiado absurda, aunque realmente fuera la única que podía responder a nuestro problema, la única que se adecuaba a nuestras circunstancias. Por esta razón, todos nosotros nos quedamos con esa duda durante los siguientes días a pesar de sus vacíos argumentos, su inverosimilitud, y de que no la volvimos a discutir después, tratando de encontrarle alternativas.
Así llegó un día en que estuve seguro de que la Propietaria nos había escuchado hablar de nuestras dudas existenciales, y más certeza tuve cuando, horas más tarde, estaba siendo arrastrado violentamente hacia Su habitación. Una vez cerrada la puerta me perdí dentro de la más negra oscuridad; me sentía como si estuviera dentro de la piel del Dragón Encorvado original, pero no más allá de la piel.
Estuve así, solo, por varias horas, sin saber quién me había traído ni por qué estaba allí (aunque mis sospechas iniciales resultaran ser las correctas: fue Ella y fue por mis conversaciones subversivas). Ocasionalmente aparecían luces que iluminaban parcialmente el cuarto y que, curiosamente, parecían trasladarme en su interior: una luz me hacía ver la puerta a mi lado… otra luz la alejaba hasta que estuviera a varios pasos de mí. Y yo no me movía por el miedo y la incertidumbre. En una de esas breves y limitadas iluminaciones pude ver de lejos una silla negra de lo que parecía ser madera, pero perdí esa visión muy rápidamente. No obstante, poco a poco las luces me fueron acercando a ella y fui detallándola cada vez más: detrás de la silla había una pantalla de vidrio –¿una ventana?, ¿una puerta corrediza?– que era mitad blanca, mitad marrón (pero, en esencia, ambas mitades eran lo mismo); y cuando ya el asiento estaba frente a mí pude comprobar que no era madera el material, sino metal… hierro frío y duro como el que se sentía al tocar al Dragón Encorvado, o un ancla.
La luz que siguió a esa cercanía me hizo aparecer sentado en aquella silla, y luego atado a ella. Tras varias horas amarrado fue que la Propietaria se dignó a aparecer (igualmente: poco a poco y con las luces). Se puso detrás de mí y me apretó con fuerza los hombros, tanta que me dolían… Me hizo preguntas… Me hizo daño tras escuchar las respuestas… Me hizo callar cuando no estaba hablando y me castigó cuando no Le dirigía la palabra.
Me quedé dormido varias veces, y cada vez que despertaba me encontraba soportando una nueva tortura. No detallaré aquí sino la más cruel de ellas (que, afortunadamente, fue la última).
Me encontré igualmente atado a la silla metálica con todos mis sentidos sordos de dolor, incluso la sangre, que escapaba de los agujeros que la Propietaria me había abierto en la cara y en el cuerpo, dolía mientras se escurría por mi piel y por mi ropa. No sentía, entre todas las torturas que había sufrido, los dos puñales que estaban clavados y que atravesaban cada uno de mis muslos respectivamente. Los vi y me sorprendí de que no fueran ellos las causas de mis dolores, siendo potenciales heridas de muerte. Fue sólo pocos minutos después de verlos fijamente que me di cuenta de que ese no-dolor más bien había intensificado todos los demás y era el que me mantenía sentado, ya que las amarras habían sido aflojadas levemente. Al no poderme levantar por el no-dolor de los cuchillos, utilicé los espacios entre los esporádicos brotes de sangre para pensar, y me encontré de pronto con una idea que se repetía una y otra vez en mi cabeza:
«Soy parte de Su imaginación»
«Soy parte de Su imaginación»
«Soy parte de Su imaginación»
Se trataba de un pensamiento artificial que había sido colocado allí, en mi mente, por la ahora ausente Propietaria, y el solo hecho de saber eso me reveló el secreto que sólo Alicia había sido capaz de deducir: «yo era parte de Su imaginación». Lo que significaba que yo no estaba en control de mi existencia y que mi vida dependía de los caprichos de mi autora; aquella tortura era el castigo por haberme salido de sus deseos –que nunca conocí– y, si lograba salir, tendría que comportarme tal y como Ella quisiera que se comportase Su personaje. Mi cuasi humanidad no me permitía seguir viviendo atado de esa manera, así que me vi en la disyuntiva de dejarme morir o escapar del Hogar. Como estoy escribiendo esto (y, además, ya lo he dicho antes), evidentemente elegí la última opción.
Levanté un poco ambas dagas (sólo hasta separarlas de la silla), me levanté, abrí la puerta y salí al salón sin demasiada dificultad porque las luces ahora estaban perpetuamente encendidas. Allí desperté al Perro y juntos caminamos hacia afuera del Hogar. Contrariamente a todos los mitos que se tenían como verdades en aquella casa, no morimos de inmediato, sino que aún hoy (años después) seguimos vivos… en la misma selva, pero vivos.
El no-dolor nunca se me ha pasado, y todavía llevo enraizados en mis muslos los dos cuchillos. Las heridas de mi cara y del resto de mi cuerpo no se han cerrado y pareciera que jamás lo harán. La sangre sigue derramándose de vez en cuando y pareciera una sustancia infinita. Ahora vivo de mis propios cuentos, creándome mi propio universo y siendo dueño de mi propio destino, pero no puedo escribir de nada más que de lo que he conocido… y así me encierro yo mismo en la propia historia de mi fuga.

Animus a Nemo,
Noviembre de 2009

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