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En el Ateneo

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La primera vez que fui tenía como 14 años, me llevó mi prima al sitio que me pareció el más sifrino de los que había visto jamás, demasiado fashion la librería. Cuando empecé a hacer teatro en Parque Central como me quedaba tan cerca, me la pasaba ahí metida, sobretodo en la librería que seguía siendo tan cool.  Recuerdo haberme quedado hasta tarde con mi grupo del taller del Ga-80 y fuimos a ver la premiere de Pulp Fiction, y a mi me tocó sentarme al lado de Albi de Abreu, fue lo máximo! Fui como tres veces a pedir trabajo como guía pero nunca me aceptaron y nunca me dijeron por qué, siempre sospeché un dejo de racismo, todos mis amigos guías eran lindos, blancos y flacos, de hecho todos los guías eran así, el único guía negro que vi en todos estos años estaba en uno de los últimos pisos, sentado aburrido en un escritorio recibiendo a la gente que iba a las oficinas. No lo intenté más, pero me hice Amiga del Ateneo y pagué mi cuota durante un año y tampoco recibí ningún beneficio que recuerde valiera la pena. Iba a la feria casi todos los años con mi mamá y ella siempre compraba la consabida de vela de mandarina que parece una mandarina y huele a mandarina, mientras yo sólo podía comprarme a lo sumo unos zarcillitos. Una vez se me perdió mi monedero en una de las oficinas, lloré y tuve una crisis de nervios creyendo que me habían robado sin darme cuenta; lo busqué hasta en el Teresa Carreño; a las tres horas me llamaron para decirme que lo buscara al día siguiente; dos días después uno de mis amigos guías me contaba la anecdota que todos conmentaban en el Ateneo: la de la caraja a la que se le había perdido el monedero. Otro día, comiéndome un pastelito en el tarantín que estaba debajo de la escalera de salida de la sala de cine, me encontré una chiripa aplastada en la milhoja; afortunadamente solo le había dado un mordisco. En otra ocasión, entraba a sala Horacio Peterson a no sé cual espectáculo, y en la absoluta oscuridad me dieron un emboltorio de plástico, que supuse era un chocolate pero que resultó ser un condón. Cuando trabajé en el Festival Internacional de Teatro del año 2000, la primera tarea que me dieron fue sacarle punta a todos los lápices de la oficina de Orlando Arocha, después me pidieron que pasara todos los teléfonos de una libreta a otra, para encontrar al día siguiente que los habían borrado todos; luego me pidieron que llevara a Guillermo Heras a un inexistente piso de comunicaciones, con computadoras invisibles y finalmente no me pagaron nada. Otro día iba a un taller de cine en medio de un festival de cortometrajes y como estaba perdida buscando el salón, toqué la puerta en uno y me salió Guillermo Arriaga y muy amablemente me dijo que era en otro piso. Una vez, el que yo creía el hombre de mi vida, me dejó embarcada en el café. Siempre iba al videoclub de la librería y alquilaba cada semana un capítulo de Los Expedientes X, de los que no había visto porque tenía una fiebre absoluta con la serie y una obsesión enfermiza con David Duchovny. En una ocasión, sentadas en los escalones de Los Espacios Cálidos, una de mis amigas me confesó que era lesbiana. La única vez que fui a La Barra bailé toda la noche con un amigo gay que intentaba distraerme de un despecho infame. Vi La Naranja Mecánica por primera vez en mi vida en la Sala Margot Benacerraf, y me pareció muy sonsa comparada con Pulp Fiction. Si, extrañaré ese condenado Ateneo.

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