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La indiferencia como forma de vida

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El SI 54,36 %, EL NO 45,63 %. ¿Cierto? Bueno, sí, pero no. Veamos los resultados y desglosémoslos usando como referente el 100% de los electores inscritos en el REP.

¿Notan la diferencia? El SI, ganó, eso hay que reconocerlo, sin ambages y sin darle rienda suelta a ridículas teorías conspirativas: la mayoría votó por el SI, punto. Admitámoslo y revisemos la segunda cifra. En segundo lugar, no llegó el NO, llegó la abstención, el NO de tercero y los votos nulos de cuarto.

Ahora les invito a recordar una escena de la película Hotel Rwanda: Es 1994, en Rwanda miles de personas están siendo asesinadas en las calles, un periodista (Joaquín Phoenix) está filmando las imágenes de la masacre… Una vez que las reproduce, un rwandés pregunta ingenuo:

— Supongo que ahora que esas imágenes están al aire la comunidad internacional vendrá a ayudarnos, ¿verdad?

— No –, le responde el periodista.

— ¿Y entonces que harán cuando vean esas horribles imágenes?

— Pues mirarán hacia el televisor y dirán “¡Oh Dios, que horrible!”. Y luego seguirán cenando.

En esa escena el director Terry George cuestionaba la indiferencia con la que nosotros vemos al mundo y juramos que tenemos conciencia social porque miramos al televisor y nos horrorizamos por las cosas feas que ocurren.

Anoche se me ocurrió esa escena aplicada a Venezuela. Uno de los “ninís”, uno de los neutrales, uno de los millones de venezolanos que no votan y a los que les sabe a mierda lo que pasa en el país, mira hacia el televisor y ve a los estudiantes ser golpeados por la Guardia Nacional, ve al Presidente regodearse en su soberbia y decir que gobernará hasta el 2049 si le da la gana de hacerlo, ve las imágenes de los ranchos de Caracas siendo arrasados por la lluvia, ve a los niños que piden plata en los semáforos, ve a las madres que cada fin de semana lloran la muerte de sus hijos en la morgue, ve la pobreza, la corrupción, la incompetencia, ve a las familias venezolanas partidas en dos y divididas por el odio, ve las agresiones, los irrespetos, el desprecio al que hemos sido sometidos quienes cometimos el “crimen” de oponernos al gobierno, ve el ventajismo, ve como se utilizaron los recursos públicos para hacer la campaña más desigual que hayamos visto en Venezuela, ve como se censuraron cuñas del NO, ve como se impidió el cierre de campaña del bloque del NO, ve como se impidió el derecho al voto de miles de nuevos votantes a los que se les bloqueo la inscripción en el Registro Electoral Permanente, ve a Tarek William Saab votar doble y romper su voto nulo, ve a Aristóbulo Istúriz hacer algo parecido, en fin, ve a su alrededor y dice: “¡Oh Dios, que horrible” y sigue haciéndose el pendejo y dejando que otros demos la cara por él.

Yo no tengo ningún reclamo que hacerle a las seis millones de personas que votaron por el SI, y mucho menos a los cinco millones que lo hicimos por el NO, venciendo toda clase de obstáculos y abusos, sin precedentes, estos, en la historia electoral venezolana, al menos en la democrática. A quienes votaron por el SI solo espero que la realidad termine de bañarlos, que terminen de abrir los ojos ante el entorno del país. A quienes votaron por el NO, pues solo puedo expresarles mi admiración y respeto, en particular a los funcionarios públicos y estudiantes de universidades del estado que se atrevieron a serle fieles a sus conciencias.
Mi reclamo va para tres de cada diez venezolanos que de manera sostenida se han hecho los locos ante lo que ocurre, a todos esos compatriotas que son maestros en el arte de decir “yo no me meto en ese peo”.

Seamos honestos, esa es una actitud constante en Venezuela. Ustedes lo saben: ese vecino que le pega a su esposa pero al que nadie denuncia porque entre marido y mujer nadie debe meterse. Ese funcionario matraquero al que nadie denuncia porque, después de todo, siempre te “agiliza” los trámites. Esa mirada hacia la izquierda cuando pasas al lado de un mendigo. Esa capacidad asombrosa que tienen algunos de ver la ranchería de caracas y decir que parece un nacimiento. Allí están los neutrales, cuando pasan al lado de un niño que está en un semáforo pidiendo dinero y suben el vidrio y golpetean con los dedos el volante, esperando que cambie la luz y les permita abstraerse de ese pedazo de realidad que les golpea la ventanilla recordándoles que Venezuela está jodida.

En realidad es un arte. Eso de ser indiferentes no es sencillo. Se trata de ejercitar la habilidad de hacerse el toche, de pasar desapercibido, de no tomar posición alguna ante nada, de ser un mediocre perfecto que nunca dice nada, o peor, que siempre dice lo correcto para que nadie se incomode. Ser un indiferente requiere de unas altas dosis de insensibilidad, de un enorme caudal de miropalotroladismo. Se trata de hacerse el cegatón, de hacerse el sordo y el mudo. Es como si las personas asumieran un autismo voluntario.

Así que, ¿qué decir? Si hay casi seis millones de venezolanos a los que ésto les sabe a mierda, pues entonces nos merecemos lo que nos pasa. Hugo Chávez ha construido un liderazgo basado en el miedo, eso es verdad. Pero lo que sustenta a Chávez en el poder es la indiferencia de millones de personas a las que les vale madre lo que pasa en el país.

Yo no me siento mal por ayer; es decir, obviamente me hubiese gustado que el resultado fuera otro, pero estoy con la conciencia tranquila de que hice lo que tenía que hacer; tanto al votar como al ser testigo de mesa. Me siento tranquilo con mi conciencia.

Sobre lo que pueda pasar de aquí en adelante, pues ya hablaremos en los próximos días. Yo creo, eso si lo digo hoy, que todavía hay mucho por delante y que no todo está perdido. Pero de lo que quiero hablar hoy no es de eso, porque no es eso lo que me ronda la cabeza desde ayer a las 9: 30 de la noche, cuando fueron anunciados los resultados. Lo que realmente me ronda la cabeza el día de hoy es: ¿Qué hubiese pasado si los cinco millones y medio de personas que no acudieron a votar lo hubieran hecho?

La respuesta no la tengo yo, pero lo friki es que tampoco la tienen ellos, los neutrales. Ya que como buenos neutrales seguro que no han pensado en eso.

Yo quisiera creer que como en “Corazón Delator”, el cuento de Edgar Allan Poe que narra la historia de un asesino que oculta el cadáver de su víctima en el sótano de su casa, el latido constante de la culpa acosara a quienes no cumplieron con su responsabilidad. Me gustaría creer que el cuervo de la conciencia (parafraseando otra vez a poe) se posará sobre el dintel de la puerta de los abstencionistas recordándoles que gracias a su indiferencia el día de ayer, se obtuvo este resultado. Pero si algo he aprendido en mi vida es que la conciencia no es algo que funcione de manera automática. Uno decide si tiene o no conciencia. Uno decide si ve o no lo que está mal. Es uno quien tiene el poder de decidir si se asume o no, el voluntario síndrome de autismo que caracteriza a quienes nunca se comprometen con nada. Uno decide si ve o si mira para otro lado. Si uno lo desea puede hacer como en 100 años de soledad y pasar al lado de los cadáveres y fingir que nunca ocurrió una matanza.Así que, saludos amigos neutrales. Gracias por todo y cuando salgan de su indiferencia, bueno, si es que salen, esperamos que no sea demasiado tarde.

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Fé de Ratas: Cuando escribí esto estaba buscando una cita de Cien Años de Soledad, pero no la encontraba. Así que hice el artículo en un archivo Word esperando encontrar la cita en Internet. Pero cuando coloqué el post se me olvidó buscar la fucking cita. Así que el post salió así. Lo arrecho es que ninguno se dio cuenta, lo que demuestra que aquello que decía Laureano Márquez en “El Código Bochinche”, es verdad: “Chamo, te leí… Bueno, un extracto, tú sabes que aquí no necesitamos leer completo para emprenderla contra alguien. Buscamos lo que no nos gusta y de ahí nos agarramos.” [Ja, Ja, Ja, :)]

Así que supongo que ya no tiene mucho sentido. Aún así, la cita esquiva era la siguiente:

“Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y solo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quinies los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con l hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el mas largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.
– Buenos – dijo exhausto -. Soy José Arcadio Segundo Buendía.
Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calentó agua para que se lavara la herida que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañ limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.
– Debían ser como tres mil – murmuró.
– Que?
– Los muertos – aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos – dijo -. Desde los tiempos de tu tío, el coronel no ha pasado nada en Macondo.» En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos.» Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontanadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer toque para misa.

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