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Crepúsculo: la Love Story del siglo XXI

Ayer fui a ver Crepúsculo y tengo una sola palabra: INCREÍBLE. Por supuesto, ni la crítica ortodoxa, ni los periodistas convencionales tendrán la habilidad y mucho menos la paciencia para entenderla.

Si acaso la verán con desgano y desdén, acusándola de aclichetada, oportunista y demás lugares comunes, por tratarse de un producto de mercado basado en un best seller. Algo cercano a un delito para cierto pensamiento rococó mal formado en nuestras academias de comunicación social.

Los típicos y tópicos prejuicios de la intelectualidad maniquea venezolana, mal formada en la relectura postmarxista de la escuela de Frankfurt, según la cual, la cultura de masas es el sinónimo de la alienación apocalíptica de la sociedad occidental.

Como diría Baricco, la clásica metaqueja de los garantes de las bellas artes, de los civilizados refinados en contra de quienes reivindican a los géneros menores. Es decir, los supuestos bárbaros de la decadencia estética, made in Hollywood.

Pues bien, más allá de las evidentes pretensiones mercadotécnicas del largometraje, “Twillight”  merece destacarse por encima del montón y analizarse con detenimiento.

En principio, es una película brillante dentro de su modesto ejercicio de revisionismo gótico, a camino entre la cinta de vampiros, el melodrama shakesperiano a lo Romeo y Julieta, y la teen movie posmoderna. Todo muy bien deconstruido y procesado para esta generación, pero desde un curioso distanciamiento irónico, dotado de un acertadísimo humor negro.Cine licuadora que llaman, al estilo oriental de Takeshi Miike, por poner un ejemplo. 

Ojo porque la película se las trae y contiene tres secuencias para la historia: un almuerzo familiar de presentación de la novia, tipo Burton, una parodia de un juego de béisbol de superhombres a lo Harry Potter y la secuencia final en la Prom Night, donde los protagonistas terminan por revelar su completo alejamiento del mundo y de la realidad, gracias a una generosa sobredosis de amor loco, medio buñuluesco,medio viscontiniano.

Incluso, el carácter festivo y semiderruido del desenlace me recordó la melancolía de Antonioni en “La Noche”, aparte de evocarme el sentimiento crepuscular de Fellini en “La Dolce Vitta”, cuando la pareja central hace obvia su mirada cínica sobre el contexto de una frívola celebración estudiantil.

Las referencias también incluyen homenajes trasgresores al western al dente de Sergio Leone y al filón expresionista inaugurado por Nosferatu, aunque filtrado por el prisma de una sensibilidad concientemente kistch, cuya cursilería funciona en dos niveles, para amantes convencidos de la tragedia romántica y para incrédulos de cualquier especie. Lo importante es saber diferenciar una cosa de la otra o el grano de la paja.

Por último, el subtexto abriga no pocas interpretaciones sociológicas y antropológicas con respecto a la generación de relevo. A veces, la pieza adquiere, por vía ralenti, el toque metafísico de un estudio adolescente de Gus Van Sant. Por ratos, la banda sonora y el montaje asumen el ritmo del terror juvenil empaquetado de los ochenta, siempre en la tradición de “The Lost Boys”. Luego, el mensaje de fondo insinúa una  sugerente tensión racial y étnica, como correlato de la historia original.

En tal sentido, el argumento explora las relaciones interclasistas pero propone una solución políticamente correcta a ellas, próxima al acercamiento de ricos y pobres en «Titanic». Sin embargo, el epílogo logra deslastrarse de la promesa demagógica y populista de reconciliación, al introducir a la figura de un secundario amerindio, dispuesto a no caer rendido ante el glamour del chupasangre seductor. De igual modo, por aquí parecen abrirse las puertas para la segunda parte. En último caso, el film se atreve a proponer un comentario ácido de la relación de la élite blanca con la minoría arrasada de Estados Unidos, en el interior de un blockbuster sin complejos.

Por eso, la adaptación reclama ser percibida  como un caballo de Troya, cargado de innumerables contrabandos ideológicos. De todos ellos, cabe rescatar el medular y el vertebral: la intención de la película consiste en proyectar el forzoso cambio de identidad del discreto encanto de la burguesía acomodada, obligada por las circunstancias a renunciar a sus tradicionales ritos vampíricos, heredados del pasado.

En efecto, el Drácula de la partida proviene de un linaje antiguo, de sangre azul, y su lucha radica en pretender bajar de su torre de marfil, para convivir con los ciudadanos de a pie, de a tú a tú. Por encima, su condición aristocrática lo convierte en un perfecto arquetipo de los príncipes neonazis de la casa Windsor. Por algo, sus rasgos arios son reforzados por la puesta en escena.

Pero al mismo tiempo, vive su conflicto de intereses al imponerse una dieta vegetariana, para evitar comer carne humana, de gente humilde por cierto, como sí lo hacen sus congéneres. En ello, podemos atisbar el mismo complejo y el mismo rollo sufrido por los jóvenes protagonistas de “Teen Wolf” y “Vampiros en la Habana”, debatidos entre el dilema de aceptar su naturaleza animal depredadora o domesticarla a punta de golpes de pecho.

Por desgracia, el agridulce happy ending de “Crepúsculo” busca la conclusión menos traumática para el público.Esto es, la redención absoluta de la pasión del monstruo y la domesticación de su instinto carnal. Por cierto, a diferencia del clásico de Bram Stoker, el Drácula de «Crepúsculo» se abstiene de chupar la sangre, de poseer sublimadamente, al oscuro objeto de su deseo, en un giro de tuerca tan conservador como propio de la reprimida época actual, condicionada por los hilos de la gestión republicana.

Sin duda, “Twillight” sería mejor si no contuviera sus energías sexuales; si se inclinará por el desenfreno erótico de un Coppola o de un Neil Jordan. Ni hablar de un Warhol.

Sea como sea, se trata de un encargo fuera de lo común.       

Posiblemente, para nosotros, la primera sorpresa del año 2009. Un tesoro oculto a la espera de gente que lo quiera descubrir y valorar en su justa dimensión.

Nuevo regreso del relato canónico, de las sagradas escrituras de la meca, pragmáticamente remozadas y refrescadas para continuar sacándole provecho en el tercer milenio, de cara una audiencia con ojos relativamente diferentes a los de ayer.    

 

 

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