Apología de Verónica Estevanot

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«Ésa es putísima. Háblale dos, o tres, huevonadas y te la llevas al carro». Así habló José Erechiarte, mojito en mano, cuando un amigo le preguntó acerca de la linda muchacha de lentes obscuros que, al ritmo monótono de la canción electrónica que brotaba desde las vibrantes bocinas, movía su esbelto torso y hacía ondular, uniformemente y con los ojos cerrados, su largo cabello castaño, como en un estado de danzarín desprendimiento, de meditación profunda.

Nadie preguntó a Verónica qué o cómo sentía, qué le dolía, qué la motivaba (si es que llegó a existir algo). Para ellos, y para tantos otros (reconociendo que siempre hay excepciones) que se reúnen los fines de semana a embriagarse y a hablar de los temas más superficiales y tontos en ese circuito de residencias ubicadas en puntos específicos como La Castellana o Prados del Este, bastaba saber, gracias a diálogos formales y rutinarios de presentación, que estudiaba octavo semestre de administración en el adusto mundo de la Universidad Metropolitana y que era pasante a medio tiempo en Diageo.

Verónica era vista como un servicio más en las repetitivas fiestas, como un bono fácil de seducir mediante el cual se podía descargar, a veces sin protección, (según algunos cuentos que se intercambiaban, orgullosos, algunos) la excitación acumulada de la semana. Fuera de los gemidos y del sudor, Verónica no importaba a nadie, era invisible e inoportuna. Más allá de las Merús que bajan hacia Playa Azul, ida por vuelta, durante las mañanas de los sábados, Verónica no era nada.

El llanto espontáneo de Verónica, durante la madrugada del 27 de agosto de 2016, en la reunión que se llevaba a cabo en el edificio «Las Liras», en la Trinidad, no alarmó a nadie. Los hombres que, como depredadores, se acercaron, no hallaron mejor consuelo que «eso es falta del alcohol». Verónica, como en busca de sedante, se unió al jaleo. La mezcla de licores que se eyectaba violentamente desde el embudo y chorreaba sobre sus fauces, hizo adormecer, por última vez, el problema.

Verónica Estevanot se infligió, tres días después, la muerte dulce, en ausencia de su familia, con la ayuda del gas del horno de la cocina de su casa. Su entierro estuvo carente de amigos, pero repleto de familiares incrédulos y penitentes. Sin yo conocerla, sin haberla visto, con sólo retazos aproximados de su vida obtenidos mediante testimonios; siento, en su particular historia, sólo uno de tantos casos que están latentes en una sociedad derruida y plástica que hace vida en nuestra burbuja del circuito bachiller y universitario. Este artículo, pobremente construido con la colaboración de personas que prefieren permanecer en el anonimato, está ilustrado con la última fotografía que Verónica publicó en vida; ocultando, con una sonrisa hermosa, las pisadas de un monstruo abrasivo que no se cansa de aparecer.

Tomás Marín

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