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Dimensiones del Análisis Social (1 de 3)

DiscusiónPN

Gustos, Moral, Ley, Política, Economía e Ideología

(y una introducción al liberalismo clásico)

     Este ensayo de tres partes trata fundamentalmente de resaltar la importancia de separar claramente las diferentes aproximaciones que, en un análisis o debate de cualquier cuestión social, cabe hacer desde muy distintas perspectivas. Es decir, la diferencia entre enjuiciar una realidad social de acuerdo a: 1) nuestros propios gustos, preferencias, sentimientos e intereses particulares; 2) en función a los prejuicios morales con los que definimos para nosotros mismos lo bueno y lo malo; 3) según lo que suponemos debería ser la ley de obligatorio cumplimiento para todos; 4) de acuerdo a las distintas consideraciones políticas que vengan al caso en una determinada coyuntura; 5) lo que al respecto del caso discutido puedan decirnos con fría objetividad las ciencias sociales; 6) por último, lo que un sistema ideológico pudiera aportar al debate.

     La motivación de mantener una clara separación entre estas seis dimensiones es evitar un frecuente resultado muy típico de nuestros tiempos: que toda inquietud social se traduzca casi inevitablemente en un llamado al poder político a que utilice la fuerza para hacer “mejor” a la sociedad. Y que, en este sentido, se descarte, por ejemplo, cualquier activismo social enfocado a cambiar la mentalidad de las personas, sus gustos y sus valores o a emprender profundos debates éticos; así como también que se tienda a despreciar cualquier autónoma iniciativa social para resolver los problemas sin acudir de una u otra forma a la coacción del poder público. Esta demarcación es especialmente relevante porque el voluntarismo típico del ser humano, la ilusión que tenemos de omnipotencia frente a nuestro entorno inducida por los vertiginosos avances de la ciencia y la tecnología y el empoderamiento que la democracia hace hasta del más ingenuo e irresponsable ciudadano, suele hacernos olvidar una sabia advertencia de las ciencias sociales. Esta es que, por un lado, es imposible diseñar la sociedad que “queremos” por medio de la acción gubernamental –sino que esta buena intención se transforma inevitablemente en más problemas que los que intenta sin éxito resolver- y, por el otro, que incluso si lo anterior no fuese cierto, de todas maneras la ciencia social también nos ilustra acerca de que no existe un único estándar universal para concluir que algo es “bueno” para todos y que, por tanto, la “mejor sociedad que queremos” –incluso si parece incuestionablemente obvia y goza de un aplastante consenso social (ambas cosas harto difíciles de por sí)- no dejaría de ser necesariamente una visión arbitraria.

     Tal vez lo que mejor explique la particularidad y dificultad de tratar racionalmente los problemas sociales tiene que ver con un hecho que, por una parte, nos pone a todos en una posición privilegiada para comprender la base de estos fenómenos pero que, por la otra, conlleva a la vez una importante complicación inherente. Este hecho es, naturalmente, que todos compartimos la experiencia humana: el elemento atómico de todo fenómeno social. Esto que por una parte nos permite conocer de la manera más íntima los elementos constitutivos de todo fenómeno social –de una forma en la que no conoceremos jamás los elementos de cualquier otro fenómeno del universo- también hace que se nos haga muy difícil reconocer nuestra propia ignorancia, abstraernos y compartimentalizar, por decirlo de alguna manera, los distintos análisis que desde cada una de estas distintas dimensiones se nos presentan como interesantes para aportar algo a la identificación de un problema social, a su estudio y solución. Como ilustración de este punto es lógico reconocer que ningún lego en su sano juicio se pondría jamás a debatir acaloradamente sobre mecánica cuántica. Nunca se permitiría confundir en voz alta lo que la evidencia científica arroja sin lugar a dudas, con aquella forma en la que le gustaría que se comportara la materia a nivel atómico. Tampoco se permitiría introducir en el análisis sus posibles prejuicios religiosos, estéticos, políticos, ideológicos o metafísicos al respecto, ni tampoco justificar una afirmación en esta materia simplemente porque goce del mayor “consenso social”. Pero cuando se trata de fenómenos sociales (mucho más complejos por cierto que la mecánica cuántica) ahí sí que solemos perder todo pudor, toda conciencia sobre nuestra propia ignorancia y damos rienda suelta a la imaginación y a nuestros propios deseos en contra, por ejemplo, de lo que la ciencia social nos permitiría afirmar como posible, la moral como bueno o la verdadera Ley como legítimo. Como seres humanos experimentamos cotidianamente la realidad social en todas sus ricas dimensiones, pero esto por sí solo no es garantía para que logremos comprender la vasta diversidad y complejidad característica de los fenómenos sociales. Por otro lado, la intuición nos suele engañar sugiriendo que si la razón y la voluntad humana nos ha llevado a conquistar el átomo, la genética o el espacio, entonces debería poder hacer otro tanto construyendo un paraíso social en la tierra. Este es el razonamiento clásico que se encuentra detrás de toda utopía social en el último par de siglos. Pero la confianza en la razón humana, el hermoso romanticismo de estos ideales, las siempre buenas intenciones y la admirable voluntad de sus promotores, no han sido suficientes para evitar las millones de muertes por inanición, los otros tantos asesinatos por una buena causa y el desmoronamiento de las instituciones sociales que han sufrido las sociedades víctimas de estos experimentos.

     Una aproximación ingenua a un complejo tema social tiene principalmente el riesgo de que quien la realice no sea capaz de separar apropiadamente las distintas perspectivas según las cuales pudiera tratarse y que las propuestas que de este análisis resulten tampoco lo hagan. Es decir, comúnmente tenemos el vicio de entremezclar: nuestros propios gustos y preferencias; nuestras consideraciones personales de carácter moral, ético o religioso; lo que creemos que sería conveniente o legítimo que el poder político impusiera a todos mediante la violencia como un cuerpo de normas jurídicas obligatorias; lo que políticamente en una determinada coyuntura podría ser posible o viable, conveniente o inconveniente; el conocimiento formal que creemos tener sobre temas propios del ámbito de estudio de la ciencia económica o de las ciencias sociales en general; y, por otra parte, las consideraciones estrictamente ideológicas que pudieran influenciar nuestra opinión. Y la democracia moderna no ha hecho otra cosa que contribuir a esta confusión, al inducir a muchos a pensar que lo único que separa una buena idea de su implementación práctica desde la política es nuestra mera voluntad, el consenso social que goce o la efectividad del lobby de algún grupo de presión.

     Cada uno de estos distintos enfoques tiene particularidades especiales, que van desde lo más arbitrario hasta lo más objetivamente científico, desde lo más accidental hasta lo más necesario, desde lo más individual hasta lo más colectivo, desde lo objetivo a lo subjetivo, desde lo voluntario hasta lo obligatorio, desde lo más propio del caprichoso deseo personal hasta la más cruda e inevitable realidad sobre la cual sólo puede ilustrarnos la fría ciencia. El intentar analizar problemas u ofrecer soluciones desde la perspectiva particular de alguna de estas dimensiones con los razonamientos que usamos para otra, está por lo general condenado a un estrepitoso fracaso y en muchos casos puede acarrear terribles consecuencias para el orden social. Quien intente hacer economía partiendo de sus gustos individuales, patrones morales o prejuicios ideológicos o políticos, será un terrible investigador y a sus conclusiones podríamos etiquetarlas de cualquier cosa menos de científicas. Quien desee determinar sus gustos o sus valores partiendo de las conclusiones de la ciencia, sencillamente no podría lograrlo y en el camino perdería su humanidad, sería como aquella caricatura del científico loco que es incapaz de sentir o de guiar su vida con base en algo más que sus fórmulas científicas. Quien pretenda construir una ética social universal fundamentada en el conocimiento científico puede fácilmente convertirse en el tirano de una sociedad totalitaria. Poco menos ocurre si la fundamentara en cambio en sus gustos propios o en las circunstancias políticas de una momentánea coyuntura. Aquél que pretenda hacer política desconociendo las regularidades de los fenómenos sociales y atendiendo estrictamente a los gustos y preferencias de sus votantes será un irresponsable demagogo. De manera similar sería un pésimo político aquél cuya ideología se derive sólo de lo que sea políticamente viable y que sólo atienda a aquella cambiante opinión de la mayoría o al estado de las relaciones de poder para determinar los fines que persigue y los medios políticos que crea legítimos utilizar.

     Sin embargo nada de esto que resulta tan obvio luego de un breve examen, nos alecciona al discutir sobre cualquier tema social en el que tendemos a entremezclar viciosamente argumentos de tan distinta índole, a veces sin querer pero otras veces con deliberada intención sofista, especialmente por parte de políticos profesionales que apelan mucho más por la emoción de su electorado que por su ya bastante desinformado y limitado raciocinio. Muchas veces, frente a temas que podrían aguantar un análisis racional todavía más detallado para agotar con éxito un debate, se opta por dar argumentos inapropiados con el propósito de interrumpirlo. Solemos hacer esto bien sea calificando con algún juicio valorativo al interlocutor (cuestionar su moralidad, su cordura, su sentido de la responsabilidad o de la oportunidad política o incluso sencillamente insultarlo) o para escudarnos en una supuesta imposibilidad de acuerdo al habernos supuestamente topado con algún tema irreducible para la razón –como si se estuviera debatiendo acerca de si el creador del universo fue el Dios de los cristianos o alguna deidad azteca y no de temas que en buena parte pertenecen al ámbito de alguna ciencia social y que por tanto podrían ser tratados extensamente de manera objetiva.

     Así por ejemplo, cuando un economista o un liberal hace una afirmación de carácter científico, como que una legislación que establezca un salario mínimo no beneficia a los más pobres sino que los lanza al desempleo, el primer instinto antes de pedirle un poco más a nuestras neuronas para intentar entender la lógica detrás de esta afirmación desde una perspectiva científica, es más bien cuestionar la moralidad de la intención del economista o sino como mínimo su pobre sentido de estrategia política. Algo parecido a cuando un astrónomo medieval osaba afirmar que era la tierra la que se movía alrededor del sol. En primer lugar debía ser condenado como hereje para sólo después discutir el tema si es que no se habían quemado ya todos sus escritos junto al apóstata. La moderna inquisición contra los verdaderos economistas y los defensores de la libertad es un poco más sutil… pero sólo un poco.

     Otro extremo ocurre si se logra continuar el debate de manera más elegante y llegando a niveles de profundidad más enriquecedores. Ahí es frecuente escaparse del mismo con la fórmula “we agree to disagree” desconociendo que aún se podría seguir desmenuzando más el tema en cuestión de manera racional antes de toparnos con algún irreducible dato último sujeto a consideraciones que escapan a la lógica. En este punto se suele apelar por la propia ideología o por la del contrario como para justificar esta situación supuestamente infranqueable. Esta estrategia se alimenta de la falaz idea de que las ideologías (o incluso la economía o el resto de las ciencias sociales) son como modernas religiones políticas, que se soportan en dogmas místicos ajenos a la razón y que, por tanto, son tan caprichosas como irreconciliables, que sólo deben tolerarse y no discutirse sus fundamentos a profundidad. Muchas veces esto sirve para intentar negar una gran verdad que cuesta reconocer, por ejemplo que un análisis estrictamente económico es un juicio científico que nada tiene que ver con ideologías, ni con juicios de valor exclusivamente personales y subjetivos, ni tampoco con el pragmatismo propio de la política. Es tan sólo una observación objetiva acerca de la realidad social en el ámbito propio de su estudio, nada más y nada menos.

     Es así, pues, cómo resulta conveniente desde un primer momento poder identificar y separar los muy diferentes seis enfoques en cuestión que pueden formar parte de una discusión sobre cualquier tópico social, así como también estar plenamente conscientes de las particularidades y de los límites de cada una de estas perspectivas. A reiterar: 1) los propios gustos, prejuicios y preferencias, personales, subjetivas y arbitrarias; 2) las propias normas de moral personal y los códigos éticos que nos sirven para orientar nuestras actuaciones individuales y que son de voluntaria adhesión; 3) aquellas normas jurídicas –la verdadera Ley que interpreta el Derecho, no la legislación del derecho positivo- que sostenemos deberían ser impuestas de forma legítima a todos a través de la fuerza; 4) lo que en un momento dado la realidad política pueda permitir o no implementar, o si proponerlo nos beneficiaría o perjudicaría; 5) aquél conocimiento que ofrecen las ciencias sociales, en particular la economía, sobre las consecuencias no intencionadas que emergen de las acciones individuales de un grupo de personas y los efectos que la intervención institucional coactiva tiene sobre ellos; y, finalmente, 6) lo que una particular ideología pueda influenciar en nuestra opinión sobre el tema en cuestión.

     De esta manera se podrá comprender y comenzar a gestionar algo que, luego de explicitarlo como intentamos hacer acá, debería resultar demoledoramente obvio. Y es que además debería parecernos sorprendente no ya que no esté centralmente presente en todos y cada uno de los debates sobre estos temas, sino que más bien se encuentra completamente ausente en la mayoría de ellos. Esta obviedad no es otra que: lo que me gusta o disgusta (1), no necesariamente tiene que ser considerado como “bueno” o “malo” de forma generalizada (2), ni sería necesariamente legítimo que se impusiera o prohibiera a otros violentamente (3), ni tiene por qué depender estos hechos de si la coyuntura política favorece o no el intentar implementarlo o si proponerlo nos arrojaría grandes beneficios o pérdidas políticas (4), ni tampoco implicaría que su imposición o prohibición pueda ser sostenible a la larga, favorezca o entorpezca la cooperación social o produzca muy costosos y extensos efectos indeseables en buena parte impredecibles (5), ni que pueda ser justificado u obviado todo lo anterior tan sólo porque ideológicamente nos parezca más o menos consistente o inconsistente con nuestra forma de pensar en estos asuntos (6).

     Ejemplos de esto pueden hacerse en infinidad de casos. Desde el tema muy de moda de la desigualdad, que no sobrevive al primer análisis económico que descarta que la desigualdad genere pobreza, hasta el tema de la contradictoria solidaridad obligada. Por ejemplo, personalmente me gusta, es decir, encuentro placer en ayudar a los demás, incluso hasta el punto de privarme de un buen rango de otras satisfacciones personales a cambio de hacerlo. De hecho, considero que la solidaridad y el altruismo son moralmente buenos y que, por tanto, creo que la sociedad sería mejor si todos fuéramos en alguna medida solidarios. Ahora bien, estoy claro de que no puede obligarse a los demás por medio de la legislación a ser solidarios o altruistas, en primer lugar porque se perdería la esencia de estas prácticas (obligar por medio de la fuerza a estos comportamientos de hecho lo considero inmoral), en segundo lugar porque sólo cada persona puede saber en qué momento le sobra algo como para dar a los demás y, tercero, porque creo que la caridad más eficiente y efectiva es la que se realiza directamente a alguien cercano de quien se conozcan mejor todas sus circunstancias. Por otro lado sé que políticamente hablando es un discurso muy favorable el de la (supuesta y contradictoria) solidaridad y altruismo de Estado, ya que es muy conveniente tanto para los políticos como para sus electores. Para los primeros, porque a pesar de no aportar mucho o nada de su propio patrimonio, quedan como los más bondadosos. Pueden controlar más recursos y aparecer como los benefactores directos de estas políticas teniendo así doble ganancia política. Los electores también, por un lado, se descargan de algo de culpa por no hacer ellos lo que creerían que es bueno hacer y, por otro lado, porque además de no percibir clara y directamente el coste que asumen personalmente de estas políticas, creen que les conviene su existencia porque tienen la esperanza de poder ser algún día beneficiarios ellos mismos de ayudas similares.

     Ahora bien, en términos de un análisis estrictamente económico, la mejor forma de ayudar a quienes no conocemos es participando en el proceso competitivo del mercado. Esto es, buscando el mayor beneficio al menor coste, porque esto implica que con mi acción estoy dando el mejor uso posible a los escasos recursos sociales que yo controlo, para dar satisfacción a lo que más altamente la sociedad aprecia. Por otra parte, adicional a lo anterior, la caridad es un bien de consumo, busca satisfacer la propia necesidad de ayudar a los demás a quien lo valore. Este es el beneficio, evidentemente no material, que se obtiene a nivel individual al dedicarse a acciones altruistas. Pero para que la caridad sea eficiente y efectiva, debe ser descentralizada. Ya que para garantizar que la mayor cantidad de recursos llegue a la gente que más lo necesita, son necesarios muchos mecanismos de control y el mejor conocimiento posible acerca de las circunstancias concretas de cada caso particular. Esto difícilmente se logra a bajo costo de forma centralizada, es decir, sin una inmensa burocracia, sin corrupción, ni clientelismo ni despilfarro. Por esto, la mejor caridad siempre será la que se hace directamente en el entorno más inmediato o la que hacen aquellos muchos intermediarios privados (e.g. iglesias, fundaciones sin fines de lucro, etc.) que se especializan en esta labor y que compiten por estos recursos intentando demostrar que hacen el mejor de los trabajos. La ciega, generalizada e impersonal caridad obligada a manos de un gobierno, genera infinidad de normas, regulaciones y burocracia para intentar sin mucho éxito impedir su abuso. Esto suele ocasionar, sin quererlo, que lleguen menos recursos a quienes lo necesitan –por los costes y la corrupción asociada a toda burocracia- y que además se pongan barreras de entrada a veces insalvables para quienes más necesitan la ayuda. Por otro lado estas políticas pueden generar antipatías en muchos, ya que quien no recibe la ayuda tal vez se sienta estafado por estar a la vez financiando este sistema de alguna manera. En este sentido es llamativo que este sea uno de los más usados argumentos de quienes se oponen a la inmigración, el hecho de que vengan grandes masas a aprovecharse de los sistemas de bienestar social que supuestamente sólo financian los locales.

     Por otro lado la economía también nos ilustra que un sistema de caridad de Estado también genera incentivos sociales que empeoran el problema. Porque quienes producen y se ven obligados a aportar, recibiendo menos de lo merecido por su trabajo y talento, se desmotivan a esforzarse, es decir, a servir a los demás con sus habilidades de la mejor forma que saben. Por otro lado, también quienes reciben las ayudas tienen un menor incentivo de ayudarse a sí mismos con su propio esfuerzo, es decir, beneficiándose directamente de servir lo mejor posible a los demás. Otra importante conclusión podría obtenerse desde un punto de vista económico acerca de la arbitraria asignación de recursos que se detrae de la sociedad para este fin político. Por ejemplo, al expoliar a quien más gana, para dedicarlo a un ineficiente e ineficaz sistema de reparto con un alto potencial para la corrupción, el clientelismo y el populismo. Aquella persona que más dinero gana es generalmente  quien más capacidad tiene para invertir capital en los procesos productivos, en cambio, quien menos gana tiende a usar su dinero mayoritariamente a adquirir bienes de consumo. Un exitoso empresario podría dedicar los recursos que le son expoliados para ser administrados por los políticos con estos fines, por ejemplo, a ampliar su exitosa empresa productiva que ha sido premiada por los consumidores (de ahí sus altos beneficios), consiguiendo, entre otras cosas, abaratar los productos (al invertir en mejorar la productividad para seguir siendo competitivo e induciendo a los demás a hacer lo mismo y a bajar sus precios). Con este capital que hubiera estado disponible de no haber ido a parar a financiar estas políticas, también podría haber empleado a más gente o hacer más productivos y, por tanto, mejor remunerados a sus empleados (un trabajador que dispone de herramientas de alta tecnología financiada por la inversión de capital es mucho más productivo que si no las tuviera a disposición y, por tanto, recibiría una mayor proporción del beneficio de la venta del producto final). Por último, ideológicamente hablando, puedo comprender que la supuesta caridad que realiza un político con dinero ajeno conlleva, además de una gran carga de inmoralidad e hipocresía, la distinción política entre los distintos ciudadanos frente al poder, es decir, desigualdad ante la ley. Y que todas estas cosas implican un importante riesgo para la independencia de la sociedad respecto de su gobierno y, por tanto, una clara amenaza a las libertades además de sabotear los procesos espontáneos de la voluntaria cooperación social que ocurren en el libre mercado y que tienden a alcanzar más eficientemente los fines que se propone aquella política.

     Si, como acabamos de hacer, para cada tema social en la palestra pública nos empeñáramos en diseccionarlos en al menos estas seis claras y distintas dimensiones, la identificación de los problemas, los análisis y las soluciones que de estos se deriven, podrían ser más honestos y sobre todo más útiles. Pero aún no sería suficiente si no se reconoce además que toda posibilidad de acción en la esfera social tiene que efectuarse dentro de lo que el Derecho admita como legítimo y la economía como realizable.

     En la segunda parte de este artículo se analizarán un poco más en detalle las particularidades de cada una de las perspectivas aquí identificadas que suelen acompañar a cualquier análisis de temas sociales. En la tercera parte propondré una introducción a la ideología liberal clásica desde mi perspectiva personal y en el contexto de estas dimensiones de análisis.

 

Luis Luque

 

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