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Mi vida, a través de los perros (LI)

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Por desventura ese parto imprevisto, carente de las condiciones de asepsia indispensables, trajo sus consecuencias: no pasó nada con la niña, que nació sana y con buen peso y talla, pero sí con Helga. A las pocas horas de haber dado a luz le comenzó una fiebre que no tardó en volverse alta. Tuvimos que ir de urgencia a la clínica, y allí le diagnosticaron una infección; alguna bacteria había entrado en su organismo durante el alumbramiento, y se había reproducido por millones. Fue algo muy serio: en un momento llegué a pensar que se me iba, y por la cara de preocupación del médico supongo que a él también le pasó ese pensamiento por la mente. Fueron tres días muy angustiosos, que han debido ser de dicha por la llegada de nuestra hija, pero terminaron siendo todo lo contrario. La pobre niña no podía alimentarse del pecho de su madre, ni estar en contacto físico con ella, y yo me angustiaba por partida doble: saber que ese pequeño ser estaba en el retén de la clínica, sin el cuidado de sus padres, me estaba llevando a la desesperación, que se acrecentaba por la salud de Helga. Sin embargo, por fortuna al tercer día la fiebre comenzó a ceder, y con ella la infección. Pronto pudo la bebé estar en nuestros brazos, pero a su madre le fue imposible amamantarla por las grandes dosis de antibióticos que le habían administrado. Ese vínculo íntimo y atávico les fue vedado, y hoy día pienso que tal situación tuvo sus consecuencias.

No habíamos decidido el nombre de nuestra hija; el asunto lo habíamos ido postergando, ya que nos había sido imposible llegar a un consenso, y acordamos dejarlo para el momento en que ya hubiera nacido. Con todo el tráfago que trajo consigo el nacimiento de la niña no pudimos nombrarla, y por el momento era conocida como «la bebé del 4-C», que era la habitación en donde estaba internada Helga. Cuando las cosas empezaron a tomar un mejor aspecto, y ella estuvo más serena, con la niña en brazos dijo:

– A esta niña le falta algo muy importante. A ver, ¿A qué nombre te pareces? No eres una Julia, ni una Johana. Por la J no es la cosa. Ni por la M, nada que tenga que ver con María, Mariana o cualquiera de sus derivados.

Yo intervine:

-¿Y que tal si hacemos comos los indios? Ella nació de madrugada, cuando comenzaba a despuntar el sol. ¿Qué te parece Alba?

-Horrible, Tomás. Pero me gusta la idea. Sinónimos de Alba…. ¡Aurora!

-Aurora… me gusta, ¿Nos transamos?

-¿Tú que dices? – Le preguntó a la pequeña, quien al escuchar la voz de su madre emitió un pequeño quejido. – Parece que no le disgusta, es Aurora.

Y así, de esa manera tan práctica, escogimos el nombre que iba a llevar de por vida nuestra hija.

La pequeña Aurora pronto demostró su carácter. Y el poderío de sus pulmones: cuando solicitaba atención era imposible no percatarse, pues sus chillidos podían ser escuchados a centenares de metros. O por lo menos eso parecía, en el silencio de la noche, cuando emergían poderosos de su garganta. Entonces yo me paraba de la cama, la iba a buscar a la cuna y se la llevaba a Helga, quien le daba el tetero. Aunque ya le habían dado permiso para amamantar a la bebé, ella dejó de lactar. Su seno se había secado, y tuvo que conformarse con darle el biberón que yo preparaba siguiendo las normas que nos había indicado el pediatra. Cuando pienso en ese período lo recuerdo como si hubiera sido un sueño largo e inconexo: algunas cosas no sé si pasaron en realidad o fueron ensoñaciones. La falta prolongada de sueño puede dar lugar a esos episodios de confusión. Pero como todo, ese período también quedó atrás. Aurora comenzó a dormir cada vez más en las noches y pronto logró hacerlo por ocho horas ininterrumpidas.

Poco a poco pudimos retomar un estilo de vida más normal, y volver a nuestras actividades, claro, con Aurora siempre a cuestas. Cuando Helga me acompañaba a la tienda todos tenían que ver con la niña: había heredado el color de ojos de su madre, de un marrón oscuro casi llegando al negro, y tenía el pelo claro, sumamente escaso y fino, cortesía de la rama paterna. Era una bebé hermosa, y lo digo no por mero orgullo paterno, sino juzgando por las expresiones de genuino asombro de las personas, cuando la veían por primera vez. Yo, que nunca había sido aficionado a la fotografía, me compré una cámara Canon con un par de lentes y le tomé todos los retratos que pude. Tengo decenas de álbumes con esas fotografías, algunas en blanco y negro cuando comencé a experimentar con esa técnica, la mayoría a color que con el paso del tiempo se han ido destiñendo.

Quien padeció más ese período fue el bueno de Byron, por lo menos al principio. Tal vez se sintió desplazado por la llegada de la niña, y vio como el cariño que antes le correspondía a él por entero se direccionaba hacia aquella pequeña intrusa que había irrumpido con estridencia en su vida. Pero todo cambió cuando la niña tocó suelo: se volvieron una pareja inseparable. Me habían dicho que los bulldogs tenían sangre para los niños pequeños, y lo pude constatar. Byron se comportaba como una niñera con Aurora, con una delicadeza asombrosa. Retozaban juntos, y permitía que le agarrara las orejas, se le montara encima y le hiciera todo tipo de torpes cariños, sin jamás quejarse ni reaccionar de manera brusca. Lograron una gran camaradería que perduró en tiempo.

Cuando Aurora llegó a los siete u ocho meses comenzaron a manifestársele episodios de gripe, que se volvieron recurrentes. El pediatra nos recomendó que la lleváramos a la playa, y que la bañáramos en el mar. Yo todavía conservaba la acción del club del litoral, y comenzamos a bajar casi todos los fines de semana. La niña al principio demostró aversión por la arena, parecía que le daba asco. Pero poco a poco se le fue quitando, y comenzó a disfrutar esos paseos playeros. Emitía grititos de alegría al ver el mar, y había que sujetarla para que no gateara hacia él. Gozaba cuando la sumergíamos en el agua, sin importarle mucho su temperatura.

Así fue transcurriendo nuestra vida, durante los primeros años de Aurora. Eramos un hogar pequeño burgués, como nos hubiera podido definir algún sociólogo de café. De lunes a sábado en la tienda, y el domingo consagrado al paseo marítimo. La rutina nos había atrapado en sus invisibles pero fuertes redes, y la estábamos disfrutando. Fue un período plácido y ligeramente aburrido, pero en apariencia seguro. Tal vez esa actitud no nos permitió darnos cuenta de los pequeños eventos que poco a poco iban a desembocar en una de las situaciones más difíciles que nos tocaría vivir.

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