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El andén

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Andar andando
¿Que imaginario silencio nos invade en el momento de bañarnos? Girar la estrella plateada de la grifería y sentir el golpe sutil, ligero de cada gota convertida en lluvia. La cabeza bendecida por el rocío tibio., y luego, todo el cuerpo que calma su sed en el estrecho espacio que se forma, matemático, en el cerámico. Un circular charco transparente donde la espuma simula oleajes salados. Espejos caprichosos que no devuelven la imagen reconocida. Nuestras manos creando rutinas innecesarias para expulsar la niebla instalada en el cristal.
A veces jugamos un poco a vernos de pedacitos. Primero, desplazar la bruma, sólo para observar los ojos. Esferas líquidas que devuelven la pesada carga de la rutina para luego retomar la elipsis sagrada y observar la nariz que inhala el vaho aromático de ese jabón de lavanda que adquirimos en el supermercado, sólo porque la propaganda televisiva, nos incitó a la compra desde una mujer esbelta y jabonosa. Nuevos círculos, que deshacen el velo opaco hasta vernos de frente desnudos de cuerpo y alma. ¿Cinco minutos? ¿Media o una hora? Todo se programa según el apuro por llegar a ninguna parte, porque el tren partió hace años y decidimos quedarnos en el andén., estoicamente sufriendo cada despedida.
Escribir esto sin saber si llegaré a alguna parte, porque también estoy en ese andén y formo parte de una multitud que espera, sin saber que espera. En esa estación estamos todos configurados en un tiempo mecanizado y pequeño, que cabe en una esfera chata, que se luce en la muñeca. La aguja secundaria, marcando rigurosa, la hora de levantarnos y la pregunta retórica ¿Para qué? Porque hacemos la vista gorda y nos incrustamos en una realidad aparente, mimética. Nos desplazamos autómatas con una mueca que se dibuja mientras el oxido que tenemos dentro, se desborda en cada estertor para continuar vivos.
Escribir, tratando de que el cuento sea un cuento, aunque sepamos que es la rotunda realidad de la espera. Contar que el personaje de la ficción toma el peine y lo parte en dos pedazos. Con el más pequeño de los trozos intenta peinarse pensando:: Demasiados dientes para el poco pelo que me queda. Sostiene su paciencia al comienzo del día y realiza, con movimientos mínimos, el ritual que lleva haciendo millones de días. Jabón, pasta dental, la toallita de la cara. Diez minutos para secarse, ocho para ponerse la ropa interior, diez para colocarse el pantalón y dieciséis para calzar sus zapatos, tardando más de lo habitual, porque es verano y tiene los pies hinchados
Tomar el café parado, a grandes sorbos, porque se ha hecho demasiado tarde y el colectivo de las seis y treinta ya pasó de seguro y él como siempre quedándose en el andén mirando el tren que no espera.Llamar por teléfono al remis. Equivocado. Se da cuenta que puso el pulgar en el dígito tres, número impar, y el anular en el ocho, par. Comienza de nuevo prestando atención a ese alfabeto alfanumérico que lo conectará con el afuera.
Llego tarde. No pude ponerme los zapatos en los cinco minutos estipulados para ello. Y la voz del otro lado del cable, reconocida y seca. No te preocupés. Pero sí se preocupa porque seguro perderá el presentismo porque tardó dieciséis minutos en ponerse los zapatos. Y ahora le duelen los pies. Sin embargo anestesia esas sensaciones y corre casi como una liebre para alcanzar el colectivo de la seis y cuarenta y cinco que ya pasó y él no estaba, porque tardó dieciséis minutos y no cinco, en ponerse el único par de zapatos que pudo comprarse hace ya cuatro años. Y corre. Corre con la angustia de saber que cobrará este mes un diez por ciento menos de su sueldo por los once minutos demás que tardó en ponerse esas fundas de cuero que en definitiva, con el calor y los pies abultados, le hacen doler los pues y la cabeza.

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