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Entre dádivas y limosneos, ¡En Venezuela somos egipcios!

Estoy caminando por las calles de una ciudad paupérrima llamada Luxor, en Egipto. He ahorrado como un desgraciado durante casi un año para pagar mi viaje y entre sacrificios y decisiones económicas cuestionables a los ojos de los demás, finalmente logré redondear la suma necesaria para visitar una de las culturas más antiguas del mundo.

Pero esto poco importa a los habitantes de Egipto, sobre todo a aquellos asentados en las zonas marginales de Luxor, donde se encuentra el Valle de los Faraones y varios templos que son visita obligada para extranjeros. Los egipcios se nos acercan como abejas a la miel. Es un concurso de miseria generalizada: Un pedigueño frunce el ceño y pone ojitos llorosos mientras extiende la mano, pero se ve superado por una niña de cerca de siete años quien tuvo la audacia de cargar a su hermanita entre los brazos para trabajar su imagen lumpen. Lo más ridículo es que acabo de ver, al dar la vuelta a la esquina, a la madre de la criatura dándole el bebé a la niña y alentándola a que la sacudiese frente a nosotros como si fuera una bandera que automáticamente le da derecho a acceder a nuestro dinero.

Al principio explico amablemente que no tengo dinero, que soy estudiante, que sudé como un burro dos años para ahorrar el pasaje y que traje lo justo. Es como si le hablara a un muro. El principio es que si viniste acá, estás forrado como Donald Trump. Tienes que dar. No entiendo bien por qué, ni cuál es el juego, luego de que le doy una botella de agua a un niño y este la mira con desprecio antes de tirarla al suelo.

El grupo de limosneros nos deja desahuciados, sin lápices ni bolígrafos, sin agua y habiendo logrado vendernos unos marca libros de papiro de dudosa procedencia. No dicen “gracias”, es más, no se ven agradecidos; como si fuera nuestro deber darles algo. Porque somos turistas. Luego me doy cuenta de que detrás de nosotros aparece un grupo fresco de idiotas occidentales y que es por eso que se han ido corriendo, porque ha aparecido una nueva oportunidad de obtener algo a cambio de nada.

Ahora bien, que alguien me explique, por favor, cómo o por qué el hecho de ser o de tener algo le da una preeminencia moral a alguien sobre mi existencia. Es decir, porque tengo o soy de clase media, estoy en la obligación moral de darle a alguien, cuyo único atributo es ser más miserable que yo. Nótese bien que digo obligación para subrayar el hecho de que no es que ayudo a alguien porque escojo hacerlo ni porque quiera, no; debo ayudarlo porque tengo más.

Para el que no se haya dado cuenta todavía, esto es simplemente una filosofía inversa que empareja todo por abajo, es decir, ¿quién rayos se va a mover y se va a dedicar a tener algo si el otro sólo tiene que abogar por “ser miserable” para poder reclamar posesión sobre lo que esa persona obtuvo? Igualmente, el argumento nos lleva a una miserabilización generalizada; se supone que yo tengo derecho sobre la riqueza o las posesiones de quien está por encima mío, éste del que está más arriba y así sucesivamente hasta que caemos en un concurso de pobreza donde la niña que ondea al bebé le gana al niño de los ojos llorosos.

¿Es esto lo que queremos para nuestra sociedad? ¿Son estos los valores que queremos inculcar? Y si de valores se trata, ¿Por qué es inmoral para alguien poseer algo a través de su trabajo y su esfuerzo y no es inmoral que alguien se aparezca de la nada y se lo pida? ¿No debería ser al revés? El mundo está patas arriba.

Para los que no se hayan dado cuenta todavía, estas preguntas me surgen a partir de la noticia publicada en los periódicos de Venezuela según la cual el gobierno pretende expropiar edificios («compra forzada» se le llama, bah) y entregarlos (porque sí), a sus inquilinos.

Ahora bien, dejemos un par de cosas en claro: Estoy totalmente de acuerdo con ayudar a la gente y darle las herramientas para conducir su vida con dignidad. Y por otro lado, estoy de acuerdo en que una persona que se haya apoderado de la mitad de un Estado al trabajar como esbirro de la dictadura, debe pagar por haber tomado lo que no es suyo (¿No es lo mismo?). En primer lugar, los que nunca se tocan son los esbirros, los corruptos y los dictadores. Los que pagan el pato en todo esto son los pobres idiotas que se quedaron en Venezuela, confiaron en el futuro e invirtieron en la inmobiliaria. Que yo sepa, los edificios que se van a expropiar (perdón, “comprar forzosamente”) no pertenecen exactamente a Carlos Andrés Pérez, Orlando Castro, Lusinchi o demás ladrones a pata suelta que se pasean imperturbables por Caracas o demás capitales donde se encuentran. Pero vuelvo, porque soy terco y la lógica no me cuadra: ¿Con qué cara le voy a decir a un esbirro o a un ladrón (si de ellos se tratara) que es inmoral que se haya robado esos terrenos si yo simplemente se los voy a regalar a alguien más? Idem, ¿No es lo mismo?

¿En qué creo? Creo en un sistema en el cual no se nos trate como egipcios. Creo en un país donde cada quien explote su talento, su preparación y su esfuerzo sin pedirle limosnas a nadie, sin envidiar el esfuerzo ajeno o echarle la culpa de sus fracasos a los demás. Finalmente, creo en un sistema donde el gobierno ayude a la gente a salir de abajo, a construir su vida y hacerse responsable de sus acciones; no en un sistema de regalos y dádivas donde se debe estar eternamente agradecido al gobierno todopoderoso por su misericordia y donde se estimula la inacción: No vale la pena hacer nada, es más productivo hundirnos en nuestra mierda y luego ir a jalar y prostituirnos ante el sistema, como si fuéramos unos putos drogadictos que ni Réquiem for a Dream.

En fin, ando algo testarudo hoy. Si alguien entiende algo de todo esto, si alguien le ve un sentido que yo no hallo, pues que tenga la bondad de escribirme al menos una esquela en los comentarios y me explique. Porque como sigamos así, voy a terminar ermitaño viviendo en un playón de Cubagua, desencantado del mundo y sobre todo, de los venezolanos.

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