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El milagro de la abuela

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El milagro de la abuela

El Señor esté… con ustedes… “Y-con-tu-espíritu”. Levantemos… el… corazón… “Lo-tenemos-levantado-hacia-el-Señor”. Los fieles parecían responder impacientes ante la lentitud del anciano sacerdote. Sentado a un lado del altar, vestido de sotana blanca y cinto amarillo, Pablito estaba a punto de sacarse sangre comiéndose las uñas. Demos gracias… al Señor… nuestro Dios… “Es-justo-y-necesario”. El estado de la señora Fátima se había agravado aquella tarde, y la abuela quería hacerle compañía. El padre Alarcón está muy viejito, Pablito. Ya casi no ve, necesita ayuda, y la pobre doña Fátima se nos está muriendo, entonces no podré ir hoy a la misa de las seis, tienes que ir tú y ayudar al padre. En verdad… es justo… y necesario…  Pero hoy tengo juego abuelita, y no es cualquier juego, ¡es la semifinal, no puedo faltar! Pablito era delantero en el equipo del séptimo grado de su colegio. Ya sé, ya sé, Pablito, pero ya verás que si haces este pequeño sacrificio, seguro que se te concederá un milagro. ¡Pero además yo nunca he sido monaguillo, abuelita, no sé cómo ayudar allí! Todo es muy  fácil, el padre te explicará lo que necesite, no te preocupes. Es nuestro deber… y salvación… Darte gracias siempre… y en todo lugar…

Del otro lado del altar, el péndulo del reloj de la iglesia oscilaba detrás de su cristal rajado. Se podía escuchar el débil tic toc en el silencio de las numerosas pausas. Ya eran las seis y cuarenta, a punto de terminarse el primer tiempo. ¿Cómo iría el partido? ¡Qué misa tan lenta! Pablito se imaginó corriendo hacia el vidrio del péndulo para romperlo de una patada. Volteó a ver la cruz como para confesar sus malos pensamientos. Ya sabes que es de puro jugando y sin mala intención. Seguía mordiéndose las uñas. Aparte del reloj escuchaba también el ocasional carraspeo y tos de algunos de los feligreses aquí y allá. Eeeerrrrrr ejem… Uhum ujum…  Las luces colgantes a veces parpadeaban un poco. Pablito vio la barandilla de pequeñas columnas donde la gente se arrodillaba para recibir la comunión. Detrás de la barandilla el descanso, los escalones, y más allá los incontables bancos llenos de gente. La iglesia estaba repleta. Era sábado y ya de noche, no domingo al mediodía. Hasta eso… ¡Mierda! Volvió a mirar hacia la cruz para disculparse.

No es que Pablito detestara tener que ir a misa; iba todos los domingos con la abuela, y con mucho gusto, porque sólo allí podría ver otra vez a Mercedes tan de cerca como aquella vez. Mercedes estudiaba el último año del bachillerato, así que le llevaba varios años a Pablito, pero eso no impedía que fuese su amor platónico. Mercedes era una de las muchachas más hermosas del colegio, de toda la parroquia, de toda Caracas, de varias ciudades vecinas, y quizá de varios países y de varios mundos. Era pues el amor platónico de cientos o quizá miles de muchachos y hombres. Carlos, primo-hermano mayor de Pablito, venía a Caracas al menos una vez al mes a visitar a la abuela. Vio a Mercedes por primera vez también en aquella capilla, y aquel día no pudo dejar de hablar de ella, de preguntar quién era aquel portento de mujer, que qué hacía, dónde vivía, dónde podría volver a verla, que de dónde había salido algo así, que era lo más hermoso que había visto en su miserable vida, ¿pero tú no viste, Pablito?, y le hablaba en voz baja para preguntarle: ¿no le viste las tetas? ¡Dios, qué tetas tan bellas! Carlos trataba entonces de abarcar con sus manos abiertas unos grandes volúmenes invisibles en su pecho, y luego se llevaba las manos a la cabeza cerrando los ojos con desesperación. ¡Eran como una cabeza cada una! Ambos se reían. ¡Y aquellos ojos, aquella boca, aquel cu… ¡Shhh! ¡Habla más bajito, Carlos! Le decía Pablito entre las risas, aunque también excitado de hablar de Mercedes, ¡Mira que la abuela está allí mismo en la cocina!

Pablito sí que había ya notado a Mercedes desde hacía tiempo, no necesitaba de un primo-hermano mayor para fijarse en ella. La imagen más preciada en la memoria de Pablito no era ninguno de sus goles en los torneos del colegio; era precisamente la bellísima Mercedes dándole a él una hostia de la comunión. Había tenido aquella experiencia religiosa hacía ya más de un año y en aquella misma iglesia.

Mercedes era de una familia muy devota, y al igual que la abuela de Pablito, a veces colaboraba en la misa de los domingos como ministro laico. Mercedes y sus ojazos azules, sus labios carnosos, sin pintura alguna, su boca frágil y entreabierta, su piel diáfana, sin maquillaje, su cabello castaño rojizo oscuro, muy largo y ondulado, sus hombros al aire, sus brazos torneados, vestido largo y blanco, como un líquido de seda estampado de pequeñas flores naranjas y de oro, resguardando su busto imponente, su ajustada cintura, las amplias caderas. Pablito se arrodilló ante a aquella sacerdotisa, ella movió toda su anatomía, todas aquellas curvas se inclinaron hacia él con suavidad diciéndole El cuerpo de Cristo, y Pablito respondió atontado su amén. Con la mayor delicadeza, la mano de Mercedes depositó entonces una hostia en su pequeña lengua. Nunca antes había escuchado tan de cerca la voz de Mercedes. Nunca antes había inhalado su fragancia. Algún día lejano llegaría a descubrir que las gardenias mezcladas con mirra recordaban ese aroma. Aquella hostia tuvo también un sabor sin precedentes. Absolutamente todo en Mercedes había dejado una marca indeleble en la memoria de Pablito.

La Paz del señor… esté siempre… con ustedes… “Y-con-tu-espíritu”. Pablito tragó saliva volviendo en sí de su recuerdo, ahora incómodo y avergonzado. Volvió a mirar hacia la cruz como para disculparse: es por Mercedes, ya tú sabes cómo es, ¿no? Yo no tengo la culpa de que la hayas hecho tan bonita. Trató de recordar por qué se sentía contrariado. ¡Ah, el partido! ¡Mierda! ¡Perdón otra vez! Pero algo adicional le molestaba ahora, y volvió a caer en cuenta de que estaba allí un sábado por la noche y no un domingo al mediodía. Aquella no era misa donde ver a Mercedes. ¡Maldición! Justo hoy, perderme el partido por esta misa. ¡Qué milagro ni que nada, abuela! ¡Maldición! ¡Maldición! Pablito retomó el asalto a sus uñas, y ahora sí sintió sabor a sangre en sus dedos. Volteó al crucifijo con frustración y furia en sus ojos. Daos fraternalmente… la paz… Las personas se abrazaban y se daban la paz mientras unas lágrimas de rabia contenida descendían por las mejillas de Pablito. Comenzó otro parpadeo de luz en las lámparas que colgaban del techo. Algunos feligreses miraron hacía arriba por un momento. La iluminación pareció estabilizarse; continuaron dándose las paces como si nada, y unos segundos después la luz ya se había ido por completo del recinto.

Apagón. Varias zonas de Caracas, así como varios estados del país, se habían quedado sin electricidad en aquel instante. La feligresía murmuraba, pero se mantenía en calma. Quizá la luz regresaría al poco rato. Sí que se habrá jodido el partido si también se fue la luz en el campo de fútbol, pensaba Pablito en la penumbra, todavía con algo de resoplo furioso en su mocosa respiración. Por lo menos seguro ya me podré ir. Los ojos de Pablito se fueron acostumbrando, y comprobó desilusionado que la oscuridad no era absoluta. Los alrededores del altar seguían un poco iluminados por los dos gruesos cirios que él mismo había tenido que encender antes de la misa bajo instrucciones del Padre Alarcón. ¡Mierda! ¡Perdón! Pablito volvió a mirar de reojo hacia la cruz, pero ya no se lograba distinguir en aquella negrura que llenaba todo el presbiterio.

El sacerdote lo llamó susurrando desde el altar: ¡Pablito! ¡Pablito!… Caminó hacia el padre. Para su sorpresa, el viejo podía hablar a velocidad bastante normal cuando hablaba en voz baja. Muchos fieles han venido hoy a misa, Pablito, tendrás que ayudarme a distribuir la sagrada comunión, así podremos terminar más pronto la ceremonia en estas sombras. Hoy serás un ministro extraordinario. ¿Qué te parece, eh?

El padre hizo los lentos preparativos en el altar, a la débil luz de las dos únicas candelas. Incluso lavó las manos de Pablito con un paño mojado. Los murmullos habían cesado, las personas esperaban en silencio, o quizá algunos se habrían ido. El padre le entregó una patena con hostias y le volvió a hablar en su voz baja. Una cosa es importante, Pablito: cuida que no se te caiga el pan consagrado. Si se te cae una hostia, no te asustes, no es nada malo, pero deberás recogerla con tus propias manos, y deberás comerla tú mismo. Los fieles no deben tocar ni comer una hostia que se te haya caído, sólo tú, ¿entiendes? Esto es muy importante. De resto, le dices a cada persona El cuerpo de Cristo, ellos responden amén, y entonces colocas la sagrada hostia en su lengua. Vaya, eso es todo Pablito. Si quieres adelanta el cirio a la barandilla para que puedas ver mejor. Yo daré la comunión de este lado y tú de aquél. Ahora vamos, suerte y que Dios te acompañe.

Pablito hizo tal como se le había dicho. Adelantó un poco el cirio, luego se quedó allí, patena en mano, tras la baranda y a la luz de una sola vela, en medio de lo que parecía un gran vacío negro, a la espera de los comulgantes. Se escuchó movimiento de personas. Al rato se oyó de nuevo la voz en modalidad lenta y lejana del Padre Alarcón desde el otro punto de luz: El cuerpo de Cristo… Amén. El cuerpo de Cristo… Amén. Las personas habían ya comenzado a comulgar con el cura, pero nadie se acercaba a la débil esfera de luz del cirio de Pablito. El cuerpo de Cristo… Amén, continuaba la letanía. En cierto modo era un alivio no tener que dar comuniones, pero aquello significaba que tardarían más en irse de allí. ¡Ah no! ¿No va a venir nadie conmigo? Pablito levantó un poco la patena acercándola a la llama, como mostrándola para que las personas vieran que allí también podían venir a tomar su comunión. Sonaron entonces unos pasos aproximándose, un cruce de sombras subía por fin los escalones hacia Pablito, cabello frondoso, algo que se movía con singular suavidad… Mercedes ya se había arrodillado ante él cuando por fin, pasmado y sin respiración, la reconoció. Sus ojos habían quedado a la misma altura. El rostro de Mercedes adoptó de inmediato una expresión de dolor dulcísima, extendió sus manos hacia la cara de Pablito y con la mayor ternura limpió los rastros de lágrimas que brillaban en sus mejillas. Pablito miró cautivado aquel rostro que llenaba el universo, y captó entonces, por segunda vez en su vida, aquel perfume inconfundible en las muñecas de Mercedes: el aroma de la belleza absoluta. Luego ella cerró sus ojos y allí se quedó, serena, manos unidas en la baranda, escondidas a la sombra que proyectaban sus senos prominentes bajo la débil iluminación. Llevaba un vestido azul claro con escote en V. Pablito contemplaba aquel rostro tan cercano y tan vasto, infinito, bajo la luz de aquella sola llama. Su corazón galopaba furiosamente. Pasó tanto tiempo que Mercedes volvió a abrir los hermosos ojos azules. Pablito se sacudió y fingió estar buscando con dificultad una hostia. Tenía que conseguir la mejor de todas en aquella patena. ¡Ah, ésta! Se la mostró. Mercedes sonrió y volvió a cerrar sus ojos. Pablito entonces se perdió de nuevo en cada detalle de las cejas, los pómulos, los labios, los párpados, la nariz, su cabello, sus grandes senos…

El cuerpo de Cristo… Amén, seguía sonando el padre Alarcón. Pablito reaccionó. Con mano temblorosa acercó la hostia al rostro de Mercedes. El cuerpo de Cristo, dijo por primera vez en su vida, y los labios de Mercedes murmuraron su amén. Debajo de la copiosa cabellera se contrajo entonces levemente la nuca de Mercedes, quedó su mentón inmóvil, su cabeza se inclinó un poco hacia arriba y hacia atrás, comenzó a abrirse su boca, y comenzó a salir de entre sus labios carnosos una brillante lengua que se estremecía con millones de minúsculas pulsaciones, carne viva y húmeda, algo que parecía tener vida propia. Pablito se quedó paralizado ante aquella maravilla. Mercedes dejó pasar unos instantes; no recibía la hostia, comenzó entonces a sacar aún más su lengua, como para facilitar la tarea. Pablito vio entonces como más de aquel músculo que se agitaba seguía saliendo y saliendo de la hermosa boca abierta y relajada de Mercedes, una lengua impresionante y casi increíble, como todo en Mercedes. Su rostro diáfano e inclinado seguía sin embargo allí, a párpados cerrados, relajado, envuelto en su glorioso cabello, expectante tras aquella masa enorme, inquieta y ansiosa.

Ahora no eran lágrimas sino gotas de sudor lo que rodaba por la frente y mejillas de Pablito. Aquel aroma exquisito, aquellas manos tan suaves en sus mejillas, aquella visión de labios y lengua, todo era tan insistente. Quiso voltear hacia la cruz, pero sabía que no lograría distinguirla en las sombras. Además, no podía despegar sus ojos de Mercedes, ¡no quería! Acercó más su mano inestable a aquella lengua inmensa, apenas a un centímetro, recibiendo el calor de su aliento. Posó un segundo allí el borde de la hostia, la lengua respondió al encuentro, y Pablito pudo sentir en sus dedos, en su brazo, en todas las fibras de su cuerpo, cómo con movimientos tan minúsculos podía estremecerse aquella carne movediza de Mercedes de manera tan poderosa. Soltó luego la hostia justo sobre la mitad de la lengua, pero dio una vuelta rápida; por un instante se mantuvo adosada en un costado, luego resbaló y siguió cayendo, adentrándose en la abertura del escote.

Ambos se sobresaltaron. Mercedes hizo un gesto veloz instintivo como para seguir la hostia con sus manos, pero ella misma se detuvo. Ya había retraído su lengua y miraba ahora su propio busto con las manos abiertas en el aire y a punto de asir sus senos, un gesto parecido al que hacía Carlos, sólo que ahora con manos esculturales y sedosas. Pablito estaba paralizado, no había movido un dedo; su mano seguía extendida justo donde había soltado el pan. Pero sus ojos habían cambiado: ahora estaban llenos de espanto, clavados entre las tetas de Mercedes por donde se había metido la oblea. Sus labios temblaban. Mercedes comenzó a moverse de nuevo con su suavidad excelsa. Bajó los brazos con toda calma a cada lado de su cuerpo, levantó el rostro para mirar con cariño a Pablito, y le explicó en susurros: Yo no debo tocar la sagrada hostia. Se te cayó a ti, debes recogerla tú mismo y comértela. Cuida que no se te rompa. Después me das otra a mí. Pablito balbuceó entonces: Ah… sí… Eso me dijo el padre, sí… Que no se me cayera… Que si se caía… que entonces yo debía… Mercedes asintió, cerró sus ojos, levantó el mentón e hinchó un poco el pecho, como para facilitar la exploración, dejando allí su busto esperando. Pablito ahora sí volteó y trató de ver la cruz, que seguía sumergida en negrura absoluta. Miró hacia el punto de luz del padre que seguía en lo suyo y tan lejos. El cuerpo de Cristo… Amén. El resto de la iglesia seguía sumergido en tinieblas. El cuerpo de Cristo… Amén. El cuerpo de Cristo…

Mercedes era religiosa como la abuela, incluso había dado la comunión. Tenía que saberse las reglas muy bien, además lo dijo el mismo padre. Bueno, que conste que yo no la lancé ni nada… Pablito iba a hacer otra disculpa mental hacia la cruz pero sólo se persignó, respiró hondo, alejó la patena, llevó su mano libre hacia el escote de la bellísima Mercedes, y tiritando comenzó a palpar allí con la mayor escrupulosidad, apartando la tela del vestido y buscando con sus dedos entre aquellas protuberancias tibias. Mercedes entonces le susurró de nuevo otra cosa: Tienes que llegar mucho más abajo, está casi en mi ombligo. Pablito se apartó y respiró hondo. Vio que el vestido no tenía botones, pero tenía un cinturón. Comprendió entonces lo que tendría que hacer para llegar hasta allí. Dio inicio a la maniobra metiendo su brazo con el codo casi pegado al cuello de Mercedes. Sus dedos escalaban piel abajo mientras su brazo empujaba las tetas contra la tela de los costados del vestido. Los pechos cedían cálidos y tranquilos, respiraban pausadamente. Pablito escuchaba el movimiento de aquella respiración, incluso los latidos, mientras trataba de mantener su cadera apartada del contacto con Mercedes. Hizo llegar su mano hasta donde la pretina cerraba el paso hacia más abajo del vientre. Comenzó a palpar de nuevo toda aquella superficie. El abdomen de Mercedes se estremecía un poco, quizá de cosquillas, y estaba caliente, más bien se sentía casi ardiente al tacto. Pablito reconoció el ombligo con su dedo índice, registró para siempre su tamaño y profundidad. Recorrió de lado a lado aquella piel suave, podía sentir el diminuto vello rozando la yema de sus dedos. Encontró por fin la hostia reposando horizontal justo arriba del cinto entre el vestido y la piel, un poco hacia el lado derecho, bajo la teta izquierda, cuya masa amortiguaba blandamente la cabalidad del costado de Pablito. Tomó la oblea con cuidado entre la punta de sus dedos, y la cubrió cerrando a medias el puño. Del otro lado frente al altar seguían llegando los mismos sonidos: El cuerpo de cristo… Amén. El cuerpo de cristo… Amén.

Comenzó la retirada, muy lento, como si se tratara de la cosa más delicada, como si aquella caricia prolongada pudiera acaso llegar a lastimar. La mano alcanzó instantes después la altura intermedia entre las voluminosas mamas. Toda aquella piel antes tersa estaba ahora bellamente erizada. La mano saliente mantenía la forma de puño para proteger la hostia, y exigía entonces un poco más de espacio que antes. Los senos parecían ahora apretar más, y parecían más tibios. Los latidos se sentían a centímetros piel adentro, claros y contundentes, sincronizados con las pulsaciones de una vena que ahora veía Pablito latiendo en el cuello esbelto y tenso de Mercedes, cuyo rostro parecía suplicar algo hacia el techo inescrutable del templo. Pablito extrajo por fin el puño, y el busto entero de Mercedes recobró su talle perfecto como por arte de magia. ¡Ya! Susurró Pablito sin aire y llevando la oblea a su propia boca, y allí la dejó sobre su lengua, degustándola y grabando su sabor hasta que desapareciera por sí sola. Mercedes se enderezó, volvió a estrechar sus manos sobre la barandilla como al comienzo, ojos cerrados, con calma, pero respirando con intensidad. Pablito se limpió el sudor de la frente con su antebrazo, que ahora también olía como Mercedes. Casi le fallaron las piernas. Sacó otra oblea de la patena y balbuceó, porque la hostia recuperada, todavía deshaciéndose en su boca, no le permitía hablar con claridad: Em cuempo de Kishto. Mercedes intentó susurrar pero jadeó un amén, levantó su mentón y liberó de nuevo el fenómeno, su brillante y asombrosa lengua, que se sacudía otra vez con miles de pequeños temblores, como tanteando el aire. Esta vez Pablito quiso depositar la hostia más adentro, por si acaso. Con suavidad posó entonces sus dedos sobre la perfilada nariz, y también sobre el labio superior; sólo así se atrevió a soltar la hostia. Mercedes retrajo entonces su lengua lentamente, rozando a su paso los pequeños dedos que seguían allí. Luego unió los labios carnosos sellando la hostia dentro de su boca, y todavía en contacto con los dedos de Pablito estampó en ellos un tierno beso.

En ese preciso instante regresó la luz. Todos achicaron sus ojos deslumbrados. Pablito vio a Mercedes retraer su cuello lentamente, abrir sus ojos azulísimos, su mentón y rostro se enderezaron, se fue poniendo de pie con su suavidad característica, adoptó su postura de diosa, alzó el glorioso pecho, cuyos pezones se erguían ahora firmes contra la tela celeste y hacia el altar, por encima del cirio y de la altura de Pablito; giró primero su cabeza y cabellera, después su cuerpo, comenzó a descender los escalones en su andar sereno y a la vez fastuoso, y se llevó luego todo su esplendor hacia algún lugar en el fondo de la nave lateral.

No había nadie más en fila ante Pablito, y lo más sorprendente es que ya estaba terminándose la fila frente al padre Alarcón. Por suerte, Pablito no tuvo que dar ninguna otra comunión aquel día. La hostia en su boca ya se había disuelto, pero él seguía por completo conmocionado. Tragó hondo y comenzó a morderse de nuevo las uñas antes de girar con lentitud y enfrentarse otra vez al crucifijo.

En unos minutos concluyó la ceremonia. Buscó tanto como pudo, pero no logró ver a Mercedes entre la gente saliendo de la basílica. Ayudó a llevar algunas cosas del altar a la sacristía, devolvió con torpeza el cinto amarillo y la pequeña sotana blanca, y el cura otra vez le habló a velocidad normal: Pablito, oye, mil gracias, ha sido muy generoso de tu parte venir a ayudar a este viejo en una misa como la de hoy. ¿Y cómo te pareció todo, eh?… Pablito  seguía en éxtasis, todos sus sentidos estaban en otro lugar, no entendía lo que le decía el cura; sólo pronunció unas palabras que él nunca hubiera pensado saldrían de su propia boca: Padre, quiero ser monaguillo. El padre Alarcón lo miró con asombro: ¿Cómo dices? ¡Vaya vaya, Pablito, pues mira qué sorpresa tan grande! Por lo que siempre me ha contado tu abuela, ¡esto es todo un milagro!

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