Mario Kart Caracas

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La calima se acomoda sobre la carretera, entorpece la visión desde el volante y genera espectros de luz naranja que dan la impresión de ser fantasmas vigilando, recelosos, los bombillos de las farolas. Paradójicamente, no se divisa un alma en toda la Cota Mil. A mi costado izquierdo, el follaje reseco del Ávila recalentada desprende cenizas e implora, por lo menos, un trago de agua fresca; al otro, Caracas parece esconder los colmillos y practicar la posición de descanso. Desearía poner música que, con sus acordes y distorsiones, me distraiga de las imaginaciones rumiantes (nacidas de la paranoia) en las que soy asesinado, a disparos, por motorizados que me interceptan; pero mi equipo de sonido fue hurtado y, en su lugar, queda un par de cables desnudos. Veo el desvío anunciado por el cartel verde y desconchado que, al igual que el yo de mi pensamiento, tiene varias balas incrustadas: “El Marqués”. Tomo la salida.

El esperpéntico y esmirriado vigilante, ajustándose la camisa de charreteras tres tallas más grande que él, sale, parsimonioso, desde la caseta mal alumbrada; me da las buenas noches, pide mis datos, intenta transcribirlos en el libro de visitas, se molesta, sacude tres veces el lapicero para hacer fluir la tinta, anota, se despide con seriedad y abre la reja eléctrica que, a velocidad de tortuga tetrapléjica, me permite el paso. El camino es angosto y obscuro, hay que tomar las curvas con precaución para no hundirse en las paredes maquilladas con grafitis.

El silencio es casi absoluto y la atmósfera irrespirable por la toxicidad del aire cargado de partículas. Un señor, con leggins de relieves fosforescentes que combinan con su franela de poliéster, trota en sentido contrario al mío; transpira, gime, se seca el sudor, mira su reloj y vuelve al ejercicio. Los reflejos violetas y temblorosos de un televisor encendido se dejan ver desde una ventana. Un perro marrón de cara amistosa descansa en medio de la vía; luego de un par de cornetazos, se aparta. Me topo con una segunda garita, la rutina se repite, continúo.

Presiono el botón del timbre. Un concierto de aullidos, ladridos y maullidos prosiguen al arcaico sonido de “riiiiing”. Tu gata se asoma por un cristal, luego por otro, parece una centinela atenta y entrenada. Una anciana, taza en mano, observa desde su balcón, bebe un sorbo, da la espalda y desaparece. Se oyen pasos, veo tu silueta, te devuelvo el saludo, espero a que salgas (no tengo otra opción). Me recibes con un abrazo, con un beso y con un “¿qué tal, Tom Tom?, ¡te extrañé!”. Te enseño los cartuchos que, como acordamos, traje desde mi casa. Entramos.

Llega Juan Pablo, el contertulio que nos falta. Hablamos un rato los tres, bebemos, nos ponemos al día en lo respectivo a cuentos, anécdotas, lamentaciones políticas y opiniones diversas. Me divierte ver tus pecas, tus dientes, tu pelo, tus rasgos lindos y tus pechos diminutos. Con complicación, y moviendo muebles y enchufes, instalamos el sistema del glorioso Nintendo 64 que has desempolvado. Encendemos la consola, pantalla en negro. Soplamos, apostamos sobre quién será capaz de accionar, celebramos, con la sobriedad característica de los triunfos intrascendentales, ver el logo dorado dando giros progresivos, tomamos los controles, nos ponemos a jugar.

Vamos pista por pista, aunque sin sentido ordinal, pues nos aferramos a la vieja autocracia de “el ganador elige”. A veces, Juan Pablo llega de primero; en otras ocasiones, lo hago yo. Tú te quedas varada en el fondo, te estrellas contra pingüinos gigantes e inoportunos que se colocan como obstáculos, te caes a precipicios infinitos, te calcinas en lava, arrojas rayos, cual si fueses un Zeus enfurecido, contra tus contrincantes. Con respeto cariñoso, nos burlamos de tu falta de destreza; al fin y al cabo, estamos para divertirnos y para disfrutar, la competencia queda alejada, en segundo plano (al igual que tú en las carreras), eso es parte de madurar.

Limpiamos un poco, reorganizamos, nos despedimos. Juan Pablo y yo salimos con nuestros carros en caravana, como tratando de protegernos de los huecos del asfalto, de los enemigos, de las interferencias, de las desgracias, de Caracas. Si te pones a ver, manejar en esta ciudad es como vivir una partida de Mario Kart. Hay que ir rápido, pero con mucho cuidado; hay que saber esquivar, tomar atajos y contar con suerte para llegar a la meta, pues esta vida es sólo una y, lamentablemente, no tiene botón de reset.

 

T.M.

Fotografía: Carlos Hernández (@hernandezfoto)

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