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¿Podemos escoger nuestro orden social?

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En 2005 un grupo de prestigiosos científicos dirigió un ambicioso proyecto en el lago Giunla situado en el valle de Gum-nih-fe en el sureste asiático. El objetivo era la introducción de una especie foránea de pez en el cuerpo de agua dulce. Este inaccesible valle en el que se enclava el lago forma un ecosistema prácticamente autónomo, el cual poseía especies únicas, algunas de ellas recién descubiertas, dado el desarrollo evolutivo independiente favorecido por el accidente geográfico. El objetivo era demostrar la capacidad de control humano sobre las variables ambientales para el diseño de ecosistemas. Para ello utilizaron gigantescas maquinarias para elevar la temperatura promedio del lago en 1,5° y aumentaron ligeramente la salinidad del agua para que varias especies, también importadas, de algas y hongos pudiesen terminar de acondicionar el lago para la recepción del pez. De forma similar introdujeron a un depredador natural del nuevo huésped para mantener controlada su población, así como también una especie de sapo cuyas larvas son su principal alimento. La selección de estos nuevos huéspedes fue hecha en base a procurar la sostenibilidad de la nueva especie mientras se adaptaba finalmente el micro ecosistema entero.

     Cinco años después fue cancelado el proyecto. Para entonces el lago se había convertido en un triste pantano atestado de unos roedores locales bastante parecidos a las ratas cuya población había aumentado unas mil veces. Los científicos no habían tomado en consideración algunas variables cuyo impacto creían despreciable y al final la serie de consecuencias aumentó geométricamente trastocando enormemente y para siempre el micro clima del valle dando al traste con todo el experimento y con la biodiversidad local.

     Por supuesto la anterior historia es pura ficción. A ningún científico serio se le habría pasado por la cabeza el alterar deliberadamente la vasta complejidad de un ecosistema para obtener un resultado arbitrario. Mucho menos a riesgo de sacrificar una rica biodiversidad cuyo frágil equilibrio tomó millones de años conseguir a la naturaleza. Por mucho que conociéramos a la perfección todo lo que habría que saber desde la bacteria más insignificante al más grande mamífero, ningún científico natural tendría la arrogancia de pretender alterar a propósito un complejo ecosistema de miles de especies altamente interconectadas entre sí y con el resto del entorno inorgánico. Esta idea, que es bastante sensata y fácil de digerir, nos lleva al fondo de la cuestión sobre la que versa este artículo.

     Las bacterias no razonan, los protozoos no son conscientes de sí mismos, las algas no desarrollan un lenguaje, los insectos no generan cultura, los peces no fabrican herramientas, las ranas no escriben historia ni la enseñan a sus hijos, los pájaros no desarrollan pensamiento científico, los reptiles no escriben poesías ni sinfonías, los roedores no tienen nociones de moral, ética o justicia, los pequeños mamíferos no son capaces de entender el concepto del valor ni de intercambiar entre ellos cosas y conocimientos. A pesar del inmenso salto en complejidad que separa la civilización humana de aquél ficticio y relativamente simple ecosistema tropical asiático, sobre el que jamás consentiríamos introducir tales perturbaciones a su equilibrio natural, sin embargo soñamos, demandamos o exigimos a nuestros sabios, a cada momento, a cada pequeño anhelo o problema que se nos presente, que alteren a voluntad, a gran escala y de forma sistemática, el delicado orden en el que interactuamos de maneras insospechadas 7 mil millones de seres humanos y que como especie diferenciada llevamos unos 30 mil años desarrollando ¿Por qué ocurre semejante contradicción?

     Socialismo, marxismo, progresismo, socialdemocracia, fascismo, nacionalismo, dirigismo, teocracia, sembrar el petróleo, conservadurismo, feminismo, ecologismo, animalismo, son sólo algunas de las corrientes que bajo el paraguas del derecho positivo se basan en el uso de la fuerza para la construcción de un ideal social particular definido según la preferencia de sus demandantes.

     El problema es que la cotidianidad moderna en cierto sentido nos tiene mal acostumbrados. No me malinterpreten. No es este un llamado romántico a un idílico pasado bucólico ni una reiteración más de aquella tontería de que todo tiempo pasado fue mejor. Nada más alejado de eso. A lo que me refiero con que estamos mal acostumbrados, es que cada época trae consigo sus paradigmas. Un conjunto de ideas, creencias e intuiciones que como una especie de filtro determina buena parte de la forma en que todos nosotros observamos, interpretamos, racionalizamos e interactuamos con todo aquello que nos rodea. Estas ideas más o menos explícitas, más o menos racionalizadas, elaboradas desde lo más ingenuo hasta la más alta filosofía, forman parte de nuestro arsenal psíquico al que tenemos necesariamente que echar mano para interpretar y modelar la realidad que nos rodea. Pues además de nuestra propia creatividad, bastante influenciada ya por estas ideas, no tenemos mucho más.

     No se trata de un lavado de cerebro, de una conspiración o una mala copia de The Matrix. Es simplemente la forma en que funcionamos. Tampoco es algo exclusivo de nuestro tiempo, siempre hemos funcionado así. Somos seres sociales cuya experiencia se va formando a partir de la experiencia común del pasado. Por lo que buena parte de esta inercia nos acompañará a lo largo de toda nuestra historia individual y determinará en gran medida los signos y mensajes con los que educamos a la siguiente generación. Por eso la historia de la humanidad es un largo continuo. Y lo que llamamos revoluciones muchas veces no es otra cosa que la popularización paulatina de un cambio radical de alguna de esas ideas, que sin saberlo llevamos a cuestas y que poco a poco van drenando todas las capas de la cultura. Sólo para ir desde la gran idea de ruptura hasta su más ingenua y masiva expresión en la cultura popular algunas generaciones más tarde. Siempre poco a poco, porque no se pude de otra forma debido a la inercia con que individuo y sociedad integramos los nuevos conocimientos a los viejos.

     Con esto no quiero decir ni que todo conocimiento nuevo sea más correcto, ni más científico ni que en el panorama más amplio no represente una involución del conocimiento ya adquirido. Sólo intento concluir que, si es muy difícil para un individuo romper instantáneamente con el paradigma de su época, es imposible que la sociedad lo haga. Porque estos paradigmas influencian no sólo el tipo de respuestas a las preguntas que nos hacemos, sino principalmente cuáles son esas preguntas que nos hacemos. El cambio de mentalidad es un proceso largo, muy gradual y que se lleva unas cuantas generaciones, tantas más cuanto más rompedora sea la innovación.

     En nuestro tiempo hay en particular una idea que es una colosal columna. Y que se manifiesta en todos los niveles culturales: desde cómo reaccionaría un niño de 4 años, lo que escribiría un poeta, hasta lo que diría un estudiado intelectual. Esta idea nuclear de nuestro paradigma actual tiene sus raíces hace un par de siglos y no ha hecho sino consolidarse a nivel popular gracias a los avances tecnológicos, que de un tiempo a acá aparecen a un ritmo vertiginoso, casi imposibles de ser seguidos a tiempo real. Esta idea no es otra que la fe absoluta en la capacidad sin límites de la razón humana.

     Hoy día prácticamente nadie se atreve a asegurar que algo no esté inventado o que no sea conocido. Poco importa. Sino lo está hoy lo estará el mes que viene, o en un par de años. O hace rato que ya existe o que ya se sabe, pero falta un poco por desarrollar, por hacer viable, por abaratar o para que llegue al mercado de consumo masivo. Dentro de este paradigma no existe problema alguno que esté más lejos que un montón de dinero, algunos grupos de investigación, otras tantas supercomputadoras y un poco de tiempo.

     Intuitivamente y siendo hijos de esta época, lo anterior, aunque reduccionista, nos parecerá que tiene bastante sentido. Es lo suficientemente sensato para quienes hemos nacido en los últimos 50 años, pero posiblemente lo será aún más para quienes nazcan en los próximos 50. Para los más escépticos o conservadores incluso habría poco riesgo en pensar así. De no poderse lograr algún resultado final, dirían, algo habríamos logrado al intentarlo.

     El problema con esto es lo siguiente: ¿Qué sucedería si hubiese algo que escapase al poder de la razón humana? Y no me refiero a algo paranormal o divino. Me refiero a algo más cercano, más cotidiano. A algo que nos envuelve y de lo que somos parte. Me refiero por supuesto al orden social.

     Por razones filosóficas, epistemológicas y metodológicas que conciernen a la naturaleza más íntima del objeto de estudio de las ciencias sociales (nosotros mismos), se puede llegar a la conclusión de que el orden social, esto es el estado de cosas como resultado no intencionado de la acción humana de multitud de individuos, no es susceptible de diseño, de predicción o de control por inteligencia humana alguna. Esta idea no sólo choca de frente con el paradigma dominante, sino que también lo hace con muchas de las pretensiones alrededor del método democrático. Y es que es una notable paradoja el hecho de que a pesar de experimentar a diario la existencia humana y la inmersión en el orden social, los comprendemos infinitesimalmente.

     No pretendo profundizar aquí a este respecto, porque comenzar a esbozar los argumentos daría para un artículo completamente distinto que no es este. De momento sólo puedo pedir el acto de fe de asumir esto como cierto para poder analizar algunas de sus implicaciones. Solamente como inspiración para el ejercicio de renuncia a la incredulidad y especialmente para quienes se han formado en las ciencias duras, valga el relato ficticio de nuestro ecosistema asiático. O si sirve, reflexionar acerca del estado actual de las capacidades de las ciencias meteorológicas en cuanto a predecir el estado futuro de un sistema relativamente complejo como es la atmósfera, no ya de diseñarlo o controlarlo. Hacerlo, como es lógico, asumiendo que las nubes no piensan ni que las gotas de lluvia tienen voluntad. O mejor aún, atender a lo que un físico cuántico podría decirnos acerca del determinismo en la mecánica del universo, que hoy por hoy sabemos que no es tal. Estos ejemplos pueden ser útiles para ayudarnos a sacar la cabeza por encima del paradigma actual y poder dar por supuesto, para luego comenzar a entender, la afirmación sobre la imposibilidad de diseño, predicción o control del orden social.

     Aceptando esto, caeríamos en graves errores al intentar extrapolar a las ciencias sociales las expectativas que los hijos de esta época tenemos para con las llamadas ciencias duras y sus parientes aplicadas, las distintas tecnologías, cuyos resultados nos ofrecen a un ritmo frenético infinidad de avances para el bienestar humano. El primer error se deriva directamente del supuesto que pedí que se aceptara como cierto. Pues sería una consecuencia lógica inmediata el que no se le pueda pedir tanto a las ciencias sociales sobre algo que es imposible de diseñar, predecir o controlar. Evidentemente moldear a voluntad una sociedad con objetivos arbitrarios, estaría muchos órdenes de magnitud por encima del nivel de complejidad que tendría hacer lo mismo sobre un ecosistema biológico (primer salto). Y esto a su vez estaría  muchos órdenes de magnitud sobre el nivel de complejidad de un sistema meteorológico (segundo salto). Pero es que a su vez esto estaría muchos órdenes de magnitud por encima del nivel de complejidad de la más intrincada máquina diseñada por el hombre (tercer salto). En cuanto al segundo y tercer salto se puede hablar tan solo (que ya es bastante) de un drástico incremento de grados de complejidad, de multiplicación de variables y procesos, de no-linealidades, de matemática del caos, de probabilidades y de estadística. Por ejemplo las matemáticas involucradas en el análisis dinámico del lanzamiento al aire de una moneda son tan prohibitivas (incluso con supercomputadoras), que optamos por un análisis estadístico gracias a que a pesar de la complejidad, el fenómeno presenta algún tipo de regularidad. Pero por las razones que ya advertí que no se expondrán acá, cuando hablamos del primer salto, no se trata únicamente de un gran aumento del grado de complejidad en términos cuantitativos, sino especialmente de un salto cualitativo infranqueable. No tratamos ya con relativamente simples sistemas de átomos, engranajes, transistores, microchips, plantas o animales, de los que podemos observar ciertas regularidades. Sino que trataríamos con seres dotados de raciocinio y voluntad que interactuarán entre sí y con los anteriores sistemas a través de procesos que aún no existen y en base a información que aún no se genera. Y es que lo característico de estos actores es que crean información y formas de interacción en cada momento, por lo que, para decirlo en términos simples y en el insuficiente lenguaje matemático, no están dados, ni podrían conocerse en tiempo real, el conjunto de ecuaciones ni tampoco el conjunto de datos. Y además estos serían siempre cambiantes y expansivos.

     Si el primer error se deduce de forma lógica a partir de la premisa. El segundo en cambio requiere un mayor análisis y tiene implicaciones mucho más  trascendentales, que desbordan el ámbito de la filosofía de la ciencia y que llegan hasta nuestra realidad más directa y cotidiana. Y es que obviar el supuesto de la imposibilidad de diseñar, predecir o controlar el orden social, tiene usualmente como consecuencia el grave error de tratar de hacerlo. Todos queremos un mundo mejor, sea lo que sea que esto signifique. Cada uno de nosotros tiene la capacidad de imaginar un tipo de sociedad en particular que satisfaga nuestras preferencias y ambiciones. Desde las más loables hasta las más pueriles. Da exactamente lo mismo, pues el análisis que planteo acá está totalmente exento de juicios de valor.

     Cuando me refiero a la imposibilidad de diseñar, predecir y controlar el orden social, no quiero decir que un campo de fuerza invisible evitará cualquier intento de hacerlo. Sino que, como en el caso de nuestro ficticio ecosistema asiático, cualquier intento de conseguir un resultado particular del complejo orden social, tendría grandes consecuencias imposibles de prever para el que lo intente. Y estas consecuencias con mucha probabilidad no serán del agrado de quien tomó la iniciativa, a la larga serán incompatibles con los objetivos buscados y, de haberse conseguido parcial y temporalmente un resultado aproximado, poderosas fuerzas, que naturalmente operan en sentido contrario, harán que este resultado sea insostenible.

     Paradójicamente estas consecuencias imprevistas pueden llegar a alterar de tal manera y en tal magnitud al orden social, que este sea incapaz ahora de sostener el ritmo de avances científicos y tecnológicos productores de bienestar que nos hicieron pensar en un primer momento que cabía exigir similar desempeño a las ciencias sociales. Por esto es que quienes pretenden construir nuevos mundos, podrían llegar a ser en todo caso destructores de mundos.

     Hablando metafóricamente, si un rasgo característico de nuestra época es el endiosamiento de la razón humana, su representante en la tierra para lo que concierne al orden social ha sido el Estado. Tradicionalmente durante el último par de siglos en este hemos puesto toda esperanza de emular en la esfera social los grandes avances que la razón ha parido en otros campos. Tratar a la sociedad como una máquina que requiere una re-ingeniería, ha sido la motivación para grandes proyectos autoritarios que han producido gravísimas pérdidas materiales y humanas en las sociedades víctimas de esta ambición. Grandes hambrunas, retrocesos, guerras y genocidios han acompañado cada uno de estos experimentos de ingeniería social. Aún hoy son muchas las sociedades sumergidas en los infiernos producidos por intentar hacer el cielo en la tierra. Y la causa de estos costosísimos fracasos en términos materiales y humanos, no se debe a la elección de los fines de la ingeniería social, ni se da por la incompetencia de sus gerentes, ni por el nivel cultural de sus sociedades, ni por el mayor o menor grado de acuerdo social o democrático acerca de los cambios. El fracaso se debe a la imposibilidad de diseñar, predecir y controlar el orden social. El fracaso es la reacción natural de un sistema enormemente complejo que escapa a nuestra plena comprensión y que tiene sus propios procesos de cambio y regulación, pero que aun así insistimos en perturbar sistemáticamente y por medio de la violencia con la necia idea de que se obtengan los resultados esperados.

     El orden social es el resultado de infinidad de acciones humanas a lo largo de toda nuestra historia. Es un orden cambiante y que no fue el producto del diseño intencionado de nadie, aunque sí de la acción intencionada de billones de seres humanos. Es un orden que estaría a medio camino entre lo artificial y lo natural. En el primer caso porque es producto sin ninguna duda de la acción de los hombres. En el segundo porque es el resultado orgánico, no planificado, de la interacción de infinidad de hombres a través de muchos y muy complejos procesos dinámicos, que ninguna mente humana, con ninguna herramienta será capaz jamás de abarcar. Porque es el producto de un conocimiento social disperso en las mentes de todos los que componemos este orden. Del que cada individuo tiene una versión limitada, única, privativa, inobservable, inarticulable y cambiante, y que motivan sus acciones que luego repercuten de forma muy compleja en el resto de mentes y acciones.

     Si a lo que creemos que es el orden social, le pudiésemos sustraer, como quien remueve un cuerpo extraño de un organismo, desde el más pequeño al más grande intento sistemático de ingeniería social, lo que obtendríamos eventualmente sería el genuino orden social que con arrogancia y necedad nos hemos empeñado en desconocer mientras jugábamos a ser dioses con nuestros pares.

     Cabe esperar que si puede hablarse de una naturaleza humana, esta termine expresándose, decantándose o convergiendo en rasgos más o menos identificables o destilables del  orden social. Entendiendo que este es el resultante de los procesos sociales espontáneos que dan un sentido a la infinita casuística de la experiencia humana acumulada y transmitida de generación en generación. De estos procesos emergen instituciones que poco tienen que ver y que muchas veces se confunden con aquellas que son diseñadas e impuestas por la fuerza de la mano del hombre. Casi siempre a través del Estado al que ungimos con imprudencia como gran rector del orden social. Aquellas verdaderas instituciones sociales son simultáneamente producto espontáneo y garantes del orden social. Son las que permiten que aquello que de otra forma sería un caos inimaginable, sea en cambio un delicado orden sin plan alguno, sin diseño preconcebido. El desconocer, atacar o reemplazar estas instituciones con otras de diseño humano, tendría consecuencias imprevistas que alterarían el orden natural y que se propagarían a lo largo y ancho del complejo entramado social.

     Es por esto que se puede concluir que no nos toca, por imposible, escoger un orden social particular que cumpla con nuestros específicos y arbitrarios criterios. La labor en todo caso sería la de constantemente intentar identificar y preservar aquellas instituciones que han emergido de forma espontánea y evolutiva y que son a la vez el producto y el sostén del único orden social posible para nuestra civilización en cada momento. Proceder así con cautela, reconociendo los límites de la razón humana y entendiendo la gran posibilidad de error y su todavía mayores consecuencias posibles, es lo único  sensato. Esto, si tiene que ser alguno, debería ser el único objeto del poder político. Estos deberían ser sus límites y esta debería ser su actitud, no cabría otra cosa.

     Cualquier ideología constructivista que promueva la reconstrucción de un orden  social alternativo adolece de un grave error intelectual. Si además se propone explícitamente acabar con las instituciones genuinas que sostienen al orden social, es una ideología con un inmenso potencial criminal. En cualquier caso el resultado será simplemente caos, nunca el ideal anhelado. Estas ideologías son genuinamente antisociales, por mucho que, como es costumbre, su denominación suela venir acompañada del calificativo de “social”.

     Nada nos hace pensar que el orden social alcanzaría alguna vez un estado acabado. Ni mucho menos que hoy la humanidad se encuentre en ese punto. Pero con la larga historia humana que llevamos a cuestas, aún sin estar conscientes de ello, sí que podemos reconocer ya, con buena probabilidad de éxito, algunos de sus principios rectores, de las verdaderas instituciones sociales. Podemos entender además que al quedarnos todavía mucha historia por delante, con la solidez de las instituciones sociales ya reconocidas y asentadas y con la experimentación social continua en aquellos ámbitos en los que, sin atentar contra las primeras, aún no parece que tengamos una claridad evidente, el proceso evolutivo continuará su camino. Y lo hará revelando a la humanidad el conocimiento social acumulado en la forma de nuevas instituciones o de enriquecimiento o más clara definición de las antiguas, y que sirvan en cada momento al único orden social que es posible tener.

     Por las razones expuestas aquí nadie podría saber a dónde nos llevaría este desarrollo evolutivo. El resultado del orden social podría gustarme o no. Podría imaginarme una alternativa con la que me sintiera más a gusto. Podría incluso dedicar mi vida a convencer a los demás de lograr algún ideal colectivo, es parte esencial de la experiencia humana, y tal vez pasaría a la prueba de los tiempos y eventualmente se convertiría en la práctica habitual. Pero no le toca a nadie escoger el orden social. Sería en extremo arrogante, criminal y genuinamente antisocial intentar imponerlo por la fuerza o pedirle al Estado que lo haga por mí, lo cual por desgracia es la norma en nuestros tiempos. Es por esto que ningún totalitarismo podrá imponer jamás un orden sostenible y es por esto mismo que sólo una sociedad abierta y libre tendrá la mayor oportunidad de sobrevivir y prosperar. La primera es la muestra más destructiva de la arrogancia humana, mientras que la segunda es la más auténtica expresión de la naturaleza y el potencial de la humanidad.

Luis Luque

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