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La conmovedora lealtad de «Du»

“Du” llegó a nuestras vidas un viernes en la madrugada.

Cuando nos levantamos a desayunar, mi papá nos mostró el cachorro que él mismo recogió la noche anterior. Mientras manejaba de regreso después del par de cervezas de rigor, que acompañaban sus viernes de softball. Sin querer, se llevó por delante “un bulto” en medio de la carretera. Afortunadamente, el golpe fue leve y al darse cuenta de que era un perro sin dueño y preocupado porque se fuera a morir en medio de la calle, prefirió montarlo en el carro y traerlo a casa.

El perrito sobrevivió la noche y el maltrato. Allí estaba, echadito sobre un montón de periódicos al lado de la lavadora. Al mirar las caras que lo observaban con curiosidad, se acurrucó sobre sí mismo. Había rastros de sangre seca en el costado izquierdo y en las patas. La herida no parecía profunda.

La misión de Héctor, no parece ser otra cosa que la de cultivar y hacer crecer. Si desarmaba algo era sólo para entender el mecanismo y luego construir. Héctor era generoso con su tiempo y todavía conserva ese rasgo. Fue Héctor quien cuidó de peces, un par de hamsters, fue él quien ayudó a nacer una camada de conejos y se encargó de dos morrocoyes. Fue por supuesto Héctor quien le lavó las heridas al recién llegado y al parecer, más no fue necesario.

“Du” sanó en manos Héctor y se quedó. Así fue como ese perrito se convirtió en el lazarillo de mi hermano, quizá para agradecerle el acto de bondad.

Cuando creció lo suficiente, “Du” seguía a Héctor cuando salía con la patineta a darse un par de colitas en la calle de la urbanización que nosotros llamábamos “Las Quintas”, pero luego empezó a seguirnos hasta el colegio. En la Venezuela del setenta y cinco, era considerado un ultraje que un perro se montara en el colectivo. Para ese entonces ya “Du” cubría tanto espacio como una maleta de sesenta kilos.

La determinación de “Du” ganó la partida: o él se montaba en el autobús con nosotros o nos bajábamos todos. Terminamos haciendo el tramo de casi dos kilómetros desde la casa hasta la calle que desemboca con la Avenida Bicentenaria, como quien va hacia El Paso. Seguíamos la procesión hasta tomar la bifurcación que conduce a la calle Ricaurte porque era la vía más corta que conducía directo a la calle Sucre, donde quedaba la escuela del mismo nombre. Nuestra escuela.

 

“Du” nunca hizo amagos de entrar con nosotros. Avanzaba hasta la entrada y se echaba a un lado de la puerta principal. Nosotros apurábamos el paso, cuando el timbre de entrada a clases repicaba y hasta nuestros compañeros de clases se familiarizaron con “Du”. Sospecho que se quedaba merodeando por el vecindario hasta que su reloj interno daba las doce en punto. Hora de escoltarnos de vuelta a casa después de clases. Sin faltar jamás.

“Du” era feo, punto. Las orejas parecían un par de mocasines viejos, arqueados por la humedad. La pelambre mate, de un color indefinido entre negro y gris. Para remate tenía una mancha color de alfajor en el lomo y a juzgar por la línea del hocico y el tamañote, no me extrañaría que entre otras cosas, había sangre de pastor alemán en su dudoso linaje.

Si Héctor se escabullía, “Du” hacía de guardaespaldas al próximo que abriera la puerta. Y si no estábamos en casa, apenas llegábamos nos recibía con el hocico medio abierto, jadeando y meneando el rabo. Se nos metía entre las piernas, daba saltitos de venado, correteaba se alejaba y volvía de inmediato alentándonos al juego. Si alguien preguntara cuál fue el perro más fiel de todos los que tuvimos? Responderíamos al unísono “Du”.

 

Nos quedó “Du” cuando empezamos a perder en grande.

Al terminarse el tiempo de papá, fue “Du” quien asumió el rol de guardián y en servicio lo perdimos a él también. “Du” llegó un viernes en la noche y cayó un domingo con el sol de las seis, en manos de rateros.

 

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