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HARLEM SHAKE O LA POLÍTICA EN VENEZUELA

estudiantes

Si algo podemos decir con seguridad es que la cultura en Venezuela ha devenido en barbarie. Quince años de desmantelamiento del entramado simbólico – las instituciones, si nos ubicamos en la dimensión social – no pasan en vano. Cambiar de nombre (al país, a cuanto organismo se nos atravesó por delante), implementar misiones, usar el flujo de petrodólares con la lógica de una finca o un abasto representa la buhonerización en escala masiva. Y estos cambios, estemos conscientes o no, nos afectan directamente en lo subjetivo, porque nos quitan la seguridad de sabernos contenidos por algo abstracto y de mayor alcance que nosotros mismos. De manera que el proceso, de haberlo, es uno en el que, cada vez más, los individuos se encuentran desprotegidos frente a la pulsión, a eso que bulle en el cuerpo.

El tema es complejo, y para abordarlo desde la perspectiva en la cual me ubico, lo mejor es referirse a El Malestar en la Cultura, de Freud, tal y cómo se lee desde el psicoanálisis lacaniano. Para efectos de este post, bordeemos estas honduras usando experiencias cotidianas para ilustrar el punto.

En condiciones civilizadas, si uno es agredido, por ejemplo, lo primero que se impone es el diálogo entre las partes; contenemos la agresión y la canalizamos a través de argumentos y, cuando esto falla, aparece un tercero como mediador. En lo inmediato, este mediador es alguien perteneciente al clan, pero en lo abstracto, ese tercero viene representado por el Estado. En última instancia el Estado está presente cuando se firma un contrato, cuando interviene la policía o un juez, por nombrar algunas de las instancias posibles.

Pero en Venezuela, eso que comenzó como una actitud de calle, el “como vaya viniendo vamos viendo”, ha llegado al nivel más macro gracias al socialismo del siglo XXI. Lo peor de todo es que esta “política de Estado” (implícita) se resume en el siguiente significante: “plomo”. Es esto lo que podemos leer en todos los niveles del acontecer nacional; el sistema de salud no funciona. ¡Plomo! Misión Barrio Adentro. Que no tengo dónde vivir. ¡Plomo! Invadamos una propiedad que esté “pagando”. Que no tengo trabajo o fuente de ingreso. ¡Plomo! Consigamos una yerro y a robar se ha dicho. Pero la cosa pica y se extiende. Me chocaron el carro. ¡Plomo! Bájate con un arma contundente para amedrentar al que te chocó (o más comúnmente al que chocaste) y sácale todo el dinero que puedas. No hay tercero mediador, no se puede confiar en las leyes o en quienes se supone las encarnan (especialmente si se modifican de acuerdo a los designios del amo); no hay palabras, sólo actuación de lo que sentimos. Bienvenidos al desierto de lo real, a la cultura del acting out. (Quizás ahora entiendas por qué esto se ha vuelto cotidiano, por qué somos una distopía a lo Mad Max).

Así las cosas, y en paralelo a este desmantelamiento de lo simbólico, nos encontramos con el otro componente, a saber, el predominio de la fantasía. Dice Slavok Zizek, en El Acoso de las Fantasías, que no es posible vivir libres de lo imaginario, de la fantasía que sirve de aglutinante a nuestra experiencia, experiencia que de otro modo sería fragmentaria y sin sentido. Dicho en corto, sin una imagen de nosotros mismos no tendríamos coherencia. Tenemos que “engañarnos” pensando que somos parte de un grupo, so pena de perder nuestra pertenencia al género humano (a fin de cuentas, somos venezolanos porque creemos en eso que nos hace venezolanos; somos cristianos porque creemos en eso que nos hace cristianos; suponemos la existencia de una Cosa que todos compartimos). La pertenencia es, en última instancia un acto de fe, un acto de fe que deriva estrictamente de nuestra posibilidad como seres hablantes. Sólo fijémonos en los animales; les tiene al fresco la especie a la que pertenecen, y se rigen estrictamente por el repertorio instintivo con el que vinieron al mundo.

Los humanos hablamos, y como hablamos definimos nuestra experiencia, y como resultado, se genera un resto no verbal al cual nos aproximamos mediante la fantasía. De nuevo, el tema es complejo, pero se hace más claro cuando reflexionamos sobre ese cuadro famoso de Magritte, “esto no es una pipa”.

El asunto es que parece haber un nivel óptimo de fantasía; no muy poca, que entonces seremos como niños ferales, pero no mucha, porque nos volvemos paranoicos. Y ese es precisamente el punto: esta fantasía entre “ellos” y “nosotros”, la “derecha” y la “izquierda” (¡que simplificación más balurda!), la creencia en que hay un bando bueno y uno malo, es tan rígida que se ha trastocado toda posibilidad de convivencia en Venezuela. Sólo así se explica que sigamos pensando en cambiar el mundo –los pajaritos preñados de los chavistas– cuando no hay azucar, aceite, harina pan… ni siquiera servicio continuo de electricidad.

Lo cierto es que la ineficiencia marca de cabo a rabo el funcionamiento del país, pero nadie se preocupa por cómo resolverlo, sino por cómo derrotar al enemigo («¡Hay que expulsar a los cubanos!» ¿les suena?). En resumen, no se lidia con la realidad; sólo se vive de la fantasía.

Pero atención, no creas que por ser opositor(a) estás ayudando a resolver el problema de fondo. De hecho, el mero acto de llamarte opositor(a), de autodenominarte “defensor(a) de los derechos humanos” sostiene esta sobresaturación de la fantasía. Sólo fíjate en esto: estamos en una cultura que bien puede caracterizarse como perversa, en tanto promueve la angustia del otro. Por un lado, el SENIAT te va a cerrar el negocio, las hordas o los inquilinos que ya tienes van a invadir tu propiedad, un motorizado o cualquiera en la calle te puede robar o matar. ¿Pero qué pasaría por el otro lado? Cuando dices que a los malandros hay que matarlos, que los pobres son esto o aquello, que la solución es tal o pascual… ¿no estás ocupando la misma posición de esa entidad Kafkiana que sientes que te persigue?

Estamos frente a una estructura donde los roles, el que abusa y el que es abusado, son reversibles. Tus “soluciones”, si te fijas bien, tenderán a ser del tipo “acá lo que hay que hacer es” y con eso, lamento informarte, no te diferencias de nada de Chávez (dale señor el descanso eterno) o de los chavistas en el poder.

Quiero poner como ejemplo específico las reflexiones de Axel Capriles quien, como buen junguiano, capta de manera aguda ese componente imaginario que nos tiene en la miseria.

Cuando el 10 de enero las multitudes se movilizaban gritando «yo soy Chávez» o «Chávez no está en Cuba, está aquí en Venezuela, está en todo el mundo, porque todos somos Chávez», había algo más que un simple eslogan o lema publicitario, se estaba dando un verdadero proceso de transubstanciación de identidad. Ocurría un síntoma típico de las psicosis y de los fenómenos de masa: la despersonalización, la pérdida de los límites de la personalidad individual y la adopción de una personalidad arquetípica. Los signos de locura han estado presentes desde el comienzo de la revolución bolivariana.

Pero también, y precisamente por ser junguiano, termina reificando eso imaginario, proponiendo una solución tanto o más psicótica que la locura que denuncia. Pretende contenerla, pero sus recomendaciones nos disparan de lleno en una novela de ciencia ficción donde se proyecta en el plano político la fantasía persecutoria de la que vengo hablando. No se que tan abierto esté este colega a revisar su posición subjetiva, pero se que su recomendación es nefasta:

En esta línea de Psy-War está la batalla estratégica de los civiles, cuyo escenario es:
LA CALLE.

En Venezuela, todos estamos irritados. No hay contenedor a las pulsiones que, desatadas, bullen en nuestro interior. Salir a la calle no pasa de ser un acto catártico para bajar esa presión interna, una presión que empezará a subir en cuanto nos repongamos de la gritadera o la quemadera de cauchos. Y todo seguirá igual.

Así que, estimado(a) opositor(a), si de verdad quieres hacer patria, empieza por reflexionar cómo caímos tan bajo, pon en palabras eso que bulle en tu interior, deja testimonio de nuestra historia y, a partir de allí, empieza a conectarte para que comencemos a articular el entramado simbólico – participación política orientada a implementar instituciones – , lo único que puede salvarnos de esta barbarie. Obvio, no es una solución inmediata, porque no hay solución inmediata. Tenemos al menos 15 años destruyendo a martillazos lo simbólico, y no se va a restituir por sacar cubanos o por saber si Chávez está vivo o no. Venezuela no es un país, no en el sentido formal del término; es un espacio delimitado geográficamente, donde reina la tiranía de nuestras más bajas pasiones.

Termino este post poniéndote un espejo delante. Si sigues con la necedad de “salir a la calle”, de “activar el 350”, de hacer guarimbas o armar escándalos, de tuitear y tuitear tus frustaciones o tus opiniones carentes de fundamento, tu acción política no se diferencia, para nada, de esto:

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