panfletonegro

Desaparecido…

Ya el desayuno estaba servido en la misma baldosa de todos los días. Su madre se encontraba de buen humor, así que lo levantó echándole agua fría, mientras le regalaba dos patadas en la cara con la suela de sus sandalias. Él despertó gritando y lanzando manotazos torpes al aire, como ya era costumbre. Ella dio un paso atrás, miró la comida de su hijo y la pisó.

Esto no siempre fue así, hubo una época en la que comió sentado en la mesa. Pero era muy niño en aquel tiempo, y todavía nadie en la casa había notado algo raro. A los cinco años fue el primer incidente: Ramiro comía una arepa frita con mantequilla; de repente, su mirada se perdió en un pequeño brillo escoltado por el blanco manchado de la pared, se babeó y sin motivo alguno agarró un salero de cristal y se lo lanzó a su mamá en la cabeza. Nueve puntos le agarraron a la señora.

Ningún miembro de la familia se opuso en lo decidido por el padre: el niño debía ser amarrado con un mecate a la pata de una cama sin colchón. Bañarlo y alimentarlo sería una obligación que todos se turnarían.

Ramiro fue creciendo y convirtiéndose en una persona más agresiva; ni la ropa se dejaba cambiar ya. A su tía Ángela en una oportunidad le enterró las uñas en el ojo derecho, logrando vaciarlo. El humor vítreo que sacó se lo tragó. A raíz de esto todos acordaron únicamente alimentarlo una vez al día, y que él se las arreglara para vivir entre su excremento y orine.

Pasaron dos horas y Ramiro se tranquilizó. Extendió su escuálido brazo y tomó su comida del día, la de siempre: dos rebanadas de pan Bimbo mojadas en salsa de tomate. Con esta dieta ya se mantenía en 46 kilos; lo mínimo necesario para mantener a alguien con vida si vive arrastrado en un piso lleno de mierda. Reposando la comida, jugando en un mundo ajeno a la realidad, Ramiro logró luego de varias décadas de manoteos zafarse de la vieja cuerda que le compró su madre. En cuanto se percató de su libertad, intentó despegarse del piso, pero sus piernas estaban un poco atrofiadas por la inactividad a las que fueron sometidas. Gateando llegó a la sala de la casa, siendo cautivado de inmediato por los nuevos adornos de cristal adquiridos durante su largo cautiverio. Tomó una escoba recostada del sofá, se apoyó en ella y logró ponerse de pie, mientras un hilo de baba de salsa de tomate se columpiaba de lado a lado en su labio.

Ramiro agarró con tonta felicidad el florero más grande del comedor y lentamente se dirigió al cuarto de su madre, la cual dormía su siesta de costumbre. Soltó la escoba, tomó con las dos manos el florero, lo alzó lo más alto que pudo y se dejó caer en dirección a su madre, estrellando el inútil adorno en el cráneo de su progenitora. De inmediato fue seducido por el color rojo de la sangre que brotaba, así que buscó restos de pan que quedaron en su habitación para mojarlos e intensificar el sabor de la salsa de tomate. Pudo terminarse su desayuno.

La familia decidió no poner denuncia alguna, ya que podía quedar al descubierto el trato inhumano que se le daba a “el loquito”, como le decían por cariño. Regaron docenas de avisos en algunos puntos de la ciudad; si tenían algo de suerte, pues hallarían a Ramiro y procederían a desaparecerlo de por vida. El patio era pequeño, pero el cuerpo de él entraría bajo tierra sin dificultad.

Al día de hoy, Ramiro ha fortalecido bastante sus piernas, las caminatas en la capital le han ayudado mucho ─aunque todavía no abandona su fiel escoba-bastón─. Tiene como rutina diaria pedir dinero en Chacaito y Sabana Grande. Luego, cuando ya reúne suficiente, se va caminando al Centro Comercial Sambil. Le encanta almorzar en la feria de comida, sentarse con su escoba en las piernas y admirar el caos, el desorden, la inmundicia reinante del recinto. Por lo general compra unas cinco hamburguesas de McDonald’s, pero sin carne ni relleno alguno; únicamente exige mucha salsa de tomate.

Ramiro termina cada visita al Sambil parándose al frente de la tienda Swarovski. Extiende su mano y la coloca sobre la vidriera, intentando alcanzar esa luz que rebota en tantos puntos del interior del local. Sus ojos reflejan el brillo del cristal de los accesorios en exhibición; y una inmensa ternura e inocencia se dibuja en su rostro, haciendo compañía a las lágrimas de emoción que deslizan suavemente hasta morir en su poblado bigote. En ese momento es cuando recuerda con profunda nostalgia a su madre; desearía tenerla con vida junto a él, muy cerca, y así poder partirle en la cabeza ese gran candelabro de cristal que posa elegantemente en todo el centro de la tienda.

Gabriel Núñez

Salir de la versión móvil