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La Ameba Nacional

La culpa no la tuvo la vanidad de querer dejar en el mundo una semilla que los inmortalizara, sino aquella tarde que trajo consigo la descomposición moral perfecta para que un protozoario quisiera nacer.  Ameba Nacional vino a este mundo el 2 de diciembre de 1953, en el minuto en que el General Marcos Pérez Jiménez demolía otra manzana del acervo histórico para construir las obras que le darían perpetuidad a él, al diminuto, al dictador.

Ameba nació con su núcleo, membrana, endoplasma, ectoplasma y vacuolas completitas, moviéndose con sus piececitos falsos por los brazos derretidos de amor de su madre, y por el suelo de una tierra temblorosa, cabalgada durante siglos por caudillos.
Un día, cuando tenía 4 añitos, vio como un montón de gente salió a la calle a apoyar a la Junta Militar que había derrocado al hombrecillo del uniforme oliva y lentes de pasta.  No sabía muy bien lo que pasaba, pero sus padres lo halaron por un brazo para celebrar con la multitud el fin de un régimen militar que había dejado un saldo de 822 venezolanos recluidos en los campos de concentración de Guasina, Sacupana, o enviados a El Dorado; otros miles de hombres encarcelados, decenas de estudiantes, intelectuales y opositores desaparecidos, además de los campesinos asesinados en la masacre de Turén.

 

Sostenido de la trabilla del pantalón de su madre, miraba hacia arriba, entre un río de gente, y observaba como eso que su padre llamaba «pueblo», lloraba de alegría porque había sobrevivido al tirano.
Comenzaba así, en 1958, la era de la Venezuela democrática, conocida en tiempos recientes como el «Puntofijismo retrógrado», el «neoliberalismo salvaje», el período en que Palomo desorientado galopó hacia «la derecha ricachona y traidora», en resumen, la IV República.

 

Con la llegada del nuevo régimen le fueron destinados más recursos al sistema educativo. Ante los ojos de todos la relación democracia-instrucción-obtención de buenos empleos estaban tomadas de la mano, y Ameba asistió por primera vez a un salón de clases donde enseñaban a venerar E=mc² y a la «izquierda redentora».
Durante la «pacificación» de Leoni, el protozoo fue de lo más contento al liceo.  En Castellano, Lengua y Literatura debía ir aprendiendo a cultivar el amor por el idioma; en Biología, Química, Física, Matemáticas, incentivar su razonamiento lógico-espacial, comprender la relación del hombre con su entorno; en Artística e Historia, sembrar las bases de su cultura general y ampliar su pensamiento abstracto; en Educación Física, ejercitar la relación mente y cuerpo.  Pero como ese conocimiento universal, libre de prejuicios y con ética no venía en los libros escolares publicados por el cliente de turno (algún sobrino del compadre de algún ministro), los primeros talentos que descubrió Ameba fueron, el arte de sacar un 10 a punta de chuleta y ser sedentario.  Crecía en el unicelular el apetito por la «sopa de pobre», que fue devorada con el nombre de «viveza criolla».

 

            Con el pasar del tiempo su madre se hizo copeyana y su padre adeco.  La casa C-212 entre la esquina de Cipreses y Santa Teresa desprendía un olor a «guanábana».  Entre semillas, concha y pulpa había gran expectación por las doctrinas que el unicelular asumiría como ciertas, por el partido por el cual votaría cuando alcanzara la mayoría de edad.
1969.  Giró la manilla de la puerta y regresó con el meñique teñido de morado.  Había elegido al «humanismo cristiano» de Rafael Caldera.  Su mamá no cabía en sí de tanta dicha.  De la nevera salieron hielos y botellas de Ponche Crema.  Su papá, furioso, no les habló todo lo que les duró la borrachera.  Desde entonces no deja de referirse a Eliodoro González, como «el símbolo de la tolda verde».

Aunado a los problemas cromáticos, la familia Nacional estaba repleta de decisiones personales llenas de orificios, tantos que parecían un colador patrio –Don Nacional, después de 15 años de trabajo, seguía en el mismo puesto, y Doña Nacional no hacía de su pasatiempos, la hechura de muñecos de cerámica, un negocio estable porque le huía a eso de la responsabilidad económica–, por eso, su mayor deseo era que su único hijo no agujereara su vida cometiendo los mismo errores que ellos.  Razón por la cual –bajo la amenaza de «en esta casa no se mantienen vagos»–, Ameba se vio obligado a tomar clases de Mecánica en el INCE.  Pues con esa comitiva de dieces, era impensable aspirar a ingresar a una universidad pública (gratuita), amén que su candidato había cerrado a la Universidad Central.

Llegó 1974 y con él, el singular almizcle de la Venezuela electoral.  Ameba volvió por segunda vez a su hogar con el dedo manchado. Había sellado el tarjetón en la guarida blanca con la antorcha.  Su padre saltaba de alegría, dándole espaldarazos a su protista mientras le hablaba de los múltiples beneficios que traería la «democracia con energía» de Carlos Andrés Pérez. Su mamá, en cambio, no entendía cuál era bochinche partidista de su primogénito.
Con Carlos Andrés Pérez emergió la Venezuela Saudita y bajo los turbantes de petróleo la ropa comprada en Miami, las polaroids con el castillo de La Cenicienta, los casinos en Aruba, Curazao, el «está barato, dame dos», «no me des, sólo ponme donde hay», la primera Wagoneer de agencia, el sabor del escocés dieciocho años maraqueado con el dedo; la fortuna hecha con yacimientos desfalcados por uno de los diez hombres más ricos de su tiempo.
«Con los adecos se vivía mejor», sólo que la banda presidencial se la puso Luis Herrera Campins.  Allí supo de la respuesta de un Viernes Negro, de un bolívar que se fue abajo y junto a él la obesa billetera italiana que se fue poniendo a dieta, hasta quedarse literalmente en cueros

Ameba tenía 30 años y todavía vivía con sus padres.  El gobierno estaba en el deber de ayudarlo.  Ladrones de cuellos con cloro que codiciaban para sí todo, sin siquiera dejar alguna migaja que ayudara a resolver el problema habitacional.  «¡No vale!  ¡Qué nos respondan a los pobres que votamo’ por ellos!  A los que nunca tuvimo’ la oportunidad de estabilizanos económicamente; a los que el Estado clasista nos negó la oportunidad de tené estudios superiores por no viví en el este», cavilaba la célula eucariota.
Lastimosamente en los planes de Ameba no estaba el «A mí no me jodes tú» de Lusinchi, los jeeps de Recadi, la era de las barraganas; Carlos Andrés, ahora con Caracazo, intentona golpista y renuncia; un «notable» con narcoindulto, otra vez Caldera, pero con las chiripas de su chiripero, y el armagedón que desencadenó el Banco Latino; la inestabilidad social.  La desmoralización era tan popular como los domingos en La Rinconada.

Fue entonces cuando el unicelular recordó al hombre del «por ahora», quien despuntaba en las encuestas junto a una exmiss Universo.  «¿El insurrecto resteao que se encorchó en el Museo Militar o la catira que fue imagen de la Barbie con liqui liqui?».  Decisión difícil, pero como decían el señor y la señora Nacional: «¡La gente si es exagerada!  No se acuerdan que con Pérez Jiménez uno dejaba la puerta de la casa abierta y nadie te robaba.  Las calles estaban limpiecitas y existía planificación urbanística.  Mira la UCV, los Bloques de El Silencio, los primeros trazos del Puente de Maracaibo, del Metro de Caracas.  En diez años de dictadura se hizo más que en este chorro de años de democracia.  Ése sí era un nacionalista».

Cuarenta años de corrupción desenfrenada por parte de los adecos y copeyanos.  «Una pelusa: ¡cuarenta años!».  Ya no consentía eso del «vota por mí y dejo que montes un rancho en la montaña».  La pobreza, ineficiencia del sistema judicial, la inseguridad que había acarreado, los hospitales sin insumos, la cedulación de la inmigración no calificada, los buhoneros con su destrucción urbana, las violaciones a la soberanía y la deuda pública eran inadmisibles.  Por ello, después de un gran esfuerzo por asociar ideas sin querer documentarse, concluyó que para acabar con la sociedad de clases, para poner orden y trabajar en la construcción de una nueva república, era indispensable entregarle la nación a un militar golpista que quería emplear un sistema político, social y cultural que llevaba dos siglos fracasando en todos los confines de la Tierra.  Lo decía así, empecinado, irresponsable y orgulloso de sí mismo, al tiempo que observaba en cadena nacional la asunción de Hugo Chávez al poder.

            Al protozoo le cumplieron las primeras promesas.  Obtuvo un microcrédito para montar su taller mecánico, de paso le pagaron 250 mil bolívares por inscribirse y participar en una misión.  Comía carne argentina (ninguna proteína que viniera de la latifundista Santa Bárbara del Zulia) y pollos brasileños que le parecían estar henchidos de hormonas, pero como esas eran las aves oficiales de Mercal, estaba en la obligación de llevárselas a la boca.  También, para preparar a las nuevas generaciones Nacional, incentivó a sus primos segundos a estudiar medicina en la inaugurada Universidad Bolivariana, porque las carreras eran cortas y regalaban computadoras portátiles. ¿Que el pensum de estudio fuera dudoso?  ¿Que muchos de los docentes, hombres y mujeres que prometieron hacer cumplir el Juramento Hipocrático, sacrificaran animales en su tiempo libre para cumplir los ritos de la santería?  Eso, la verdad, era irrelevante.  «Está enchufao con el gobierno es lo más importante».

El sueño revolucionario había llegado con el carisma del héroe bolivariano y la chequera de PDVSA.  Primer presidente que sabía que «los ricos son flojos, no trabajan porque viven en su riqueza, y todos los días andan bebiendo güisqui, y droga, cocaína (…)  porque andan el la high».  Al fin un compatriota se había propuesto castigar a los «escuálidos», «apátridas», «disociados manipulados por los medios», a la «oposición de mierda».  Primer mandatario venezolano que sentía su chaqueta militar estremecer de empatía con la frase: «Yo sí soy pobre.  Nací en el barrio y a mí nadie me va a sacar de mi barrio.  ¡Yo me muero en el barrio!».  Porque al fin y al cabo, «ser pobre es más importante que esa charla metafísica de que, y que hay que estudiá, trabajá duro, ser una persona motivada, ambiciosa e independiente para salir de esta.  ¡Psss!  Yo te aviso.  ¿En este país tan rico? Pura muela.  Eso que se lo calen los países pobres», aseguraba sin empacho Ameba.

Transcurrieron doce años, dos reelecciones, una Constituyente, un revocatorio, y era el imán de los delincuentes.  Si no le robaban el taller, lo chantajeaban quienes estaban en la obligación de protegerlo: la policía, por «supuesta» posesión de piezas de autos robados.  Caracas despuntaba como una de las ciudades con mayor número de muertes por armas de fuego en el mundo.  La escandalosa cifra de 22% de pobreza extrema de los años 80, ahora era de 52%.  El comercio informal y las expropiaciones se erigieron como respuesta ante la falta de empleos, y los transeúntes pagaron las consecuencias.  Comenzaron los malandros por su cuenta, la guerrilla y paramilitares colombianos desmovilizados por su lado, los malandros con la guerrilla, y los malandros con los paramilitares a planificar secuestros, y si no se inscribía en el Partido Socialista Único de Venezuela perdería los pocos beneficios que le habían quitado a otro para dárselos a él.  Lo único alentador de aquel panorama era que podía dar fe de que Venezuela ya no era una colonia del imperio, pese a que no dudaba en llenarle los tanques con gasolina a los mirages estadounidenses que, si querían, podían bombardearla.  Mucho menos importaba que Venezuela se haya convertido en la nueva dinastía china y en la próxima revolución cubana.

Quizás por ello, y pese al calor, a las diferencias gastronómicas, Coro pareció una buena opción.  Ameba se mudó y montó otro taller que en diciembre produjo más de lo esperado en una economía que quería ser socialista.  Emocionado no aguantó y se compró una moto que se llevó a Margarita y desde donde vio los fuegos artificiales del Año Nuevo.  De regreso se encontró con la pintura de la fachada de su casa cayéndose a pedazos, cediendo ante la negligencia de su nuevo propietario.  Indignado le exigió a la gobernación que reparase su morada, porque él no había pedido ser patrimonio de la humanidad, y ya que no lo dejaron montar una taquilla de vende y paga por hallarse en el casco histórico, que le pagaran el derecho de frente, porque sino iba y se quejaba ante la UNESCO.

En el año 2010 escuchó a Chávez, en uno de sus Aló Presidente, pedirle a la Asamblea la aprobación de la Ley Habilitante, desdeñando la voz del pueblo, que a través del sufragio se lo había prohibido.  El mandatario, con un congreso dominado por su partido, tenía la facultad de acabar con la propiedad privada, porque «en el socialismo del siglo XXI eso no debía existir», de anular alcaldías, gobernaciones que no se centralizaran, además de limitar la distribución de recursos a entes ya existentes; de tener el control absoluto del país.

«¿Y si el terrenito que tengo detrás de la casa deja de ser mío?  ¿Y si vienen los camaradas invasores y le prenden candela para ellos podé montá sus ranchos?  Pues será hora de irme pa’ una marcha a protestar…  No vale, ese tipo es un dictador.  Ese tipo me engañó», dedujo el protozoario.

Decidido a dar otro voto castigo, a sufragar por cualquiera que representara a la Mesa de la Unidad, Ameba supo a mediados de 2011 de un Presidente enfermo.  «Chávez tiene cáncer.  Da paja.  Pobrecito.  La CIA, con su tecnología, seguro le sembró la enfermedad en una arepa, en un cachito».

         Mientras toma su decisión, Ameba Nacional sigue sin aceptar que un extranjero o local hable mal del país: «¿Si es tan malo entonces por qué carrizo todo el mundo se viene a vivir pa’cá? ¡Malagradecidos!», sentencia mientras se bebe una cerveza y arroja la lata al pavimento.

 

Imágenes: Ameoba de Luke Jerram.  Caricatura de Pedro León Zapata.

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