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DEL “TE DIJE QUE TE DETENTE” AL “AQUÍ NO PASA NADA”: ¿QUÉ HACEMOS CON LOS MUERTOS?

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Hay muchas razones por las que los chavistas no toleran que hablemos de la masacre informal que atravesamos (o que nos atraviesa, más bien). Antes de continuar, reconozcamos que el problema básico de Mario Silva y similares es que narremos lo sucedido; que pongamos en palabras o en imágenes nuestra vivencia de los hechos. Porque vamos a estar claros: los hechos están; los muertos están ahí. No es sólo la hija del embajador chileno. Levante la mano quien no conozca a alguien que haya muerto como consecuencia de la violencia en Venezuela. Todos tenemos un muerto que llorar, hasta Mario Silva, estoy seguro, pues la violencia es lo más democrático que tenemos en la Venezuela “revolucionaria”.

Curiosamente, el problema no es ese; no es la violencia, no son los muertos. El problema que engrincha a los seguidores de Hugo Chávez es que queramos dejar testimonio; que apuntemos al hecho obvio, al cual quieren convertir en el elefante en el medio del salón. Por eso los ataques a Rayma y a los caricaturistas en general.

Es en esas reacciones, entonces, que podemos reconocer que esas razones para perder los estribos se ubican en dos dimensiones.

LO INDIVIDUAL: LO NIEGO PORQUE ME DUELE

Es un mecanismo básico de la mente humana. Cuando un evento es demasiado doloroso, la forma más elemental del afrontamiento consiste en negar lo sucedido. Puede ser como consecuencia del shock – «no esto no me puede estar pasando a mí» – o puede ser algo estructural: “no en realidad no me duele” (negación emocional) o lo que quizás veamos con mayor frecuencia “pero estás exagerando, la cosa no está tan mal”.

En el caso de la violencia en Venezuela, aquellos que niegan la magnitud de la descomposición en la que estamos lo hacen, al menos, por dos razones. La primera, la relacionada con la muerte en sí misma. Es devastador perder a un hijo; a una hermana; a cualquiera del que suponemos todavía tiene muchos años por delante. Las muertes por violencia son abruptas, gratuitas, azarosas; tienen todos los ingredientes para convertirse en algo insoportable, traumático; algo de lo que es muy difícil hablar.

La segunda, consecuencia de la primera, tiene que ver con la imagen que tenemos de nosotros mismos. Cansado estoy de señalar a la condescendencia del venezolano, a cómo nos gusta mantener una imagen mitificada acerca de nosotros mismos («Tan linda Venezuela, sus playas, su gente…»). Bueno mi gente, esa imagen queda cuestionada, más y más, a medida que los venezolanos (y extranjeros) siguen muriendo como resultado de la violencia, una violencia 100% hecha en Venezuela; salida de la mano de «nuestros hermanos” de acuerdo a la lógica chauvinista del comandante.

Así pues, negamos esta violencia como resultado de la incongruencia entre lo que vemos de nosotros y lo que decimos de nosotros mismos. Incapaces de cambiar esa dura realidad, resulta más cómodo cambiar nuestras percepciones “no, en realidad no es tan grave lo que pasa (seguimos siendo los venezolanos amables y pacíficos que creemos ser)”. ¿Qué diríamos de nosotros mismos si tomamos distancia, si reconociéramos lo irritados que pasamos nuestros días, las ganas de matar a Chávez (o al opositor que percibimos como piedra en el zapato) y, por supuesto, a las muertes violentas tal y como ocurren día a día a nuestro alrededor? “Que lindas las playas, las mujeres, la cerveza”… ¡si es verdad!

En resumen, negamos para poder seguir sosteniendo el mito. Al principio era cosa de omitir un poquito por acá (“a la gente la matan solo en los barrios”), generalizar lo bueno que aún podía salvarse y distorsionar aquello que no encajara en la idea bucólica acerca de Venezuela (“si lo mataron en la entrada de su quinta seguro fue que no miró bien a los lados”).

Pero la violencia nos ha tomado, ha crecido como la Lemna en el lago de Maracaibo. A estas alturas del partido, no queda de otra; el único modo de pensarnos como buenos e inocentes es usando la negación, negando que somos parte de una sociedad descompuesta. “No vale, son ideas tuyas, acá no apesta… ¡Nosotros no apestamos!”.

En todo caso, en términos de la motivación de Mario Silva y seguidores, poco importa que existan individuos que no puedan soportar lo real de nuestra realidad social. Eso no pasa de la anécdota y, definitivamente, es algo mucho más grande lo que se esconde detrás de los ataques y las pataletas del gordo en su telepúlpito.

LO SOCIAL: LO NIEGO PARA CONSOLIDAR EL PROYECTO

La negación se ha convertido en estrategia política. Ya no obedece a los fines de manejar el dolor emocional, sino el de preservar la idea según la cual «tenemos un rumbo, vamos hacia un futuro mejor», y toda la paja que nos quieren vender con como “socialismo del siglo XXI”. Lo cierto es que estamos mal; no es solo la economía, la salud o el empleo, es en lo más básico. Este gobierno no puede ni siquiera garantizar la vida de sus ciudadanos, tampoco la de los funcionarios extranjeros en misión diplomática o de los deportistas cuando nos visitan.

¿Cómo el eterno, omnisapiente y todopoderoso Chávez no puede contener la masacre? Bueno, ese no es el problema. El problema es que vengan a pincharnos el globo de la labia grandilocuente. El llamado no es solo al “déjennos con nuestro delirio” sino “o comparten el delirio o los haremos callar”. No me gusta usar palabras trilladas. Sin embargo esta estrategia tiene un nombre: forma parte esencial del totalitarismo. Los proyectos totalitarios dependen de una historia creada del pasado, una historia que legitime el presente y las acciones para construir ese futuro prometido.

Si nos han dicho que el problema es de la cuarta, por supuesto que no podemos hablar del desastre propio de la V.

El proyecto “revolucionario” requiere de ciertas narrativas que apoyen cierta gramática ideológica. Por eso nos piden que callemos no solo el dolor de las muertes, sino la existencia de las muertes mismas; como Hitler con los campos de concentración, como Pinochet con los torturados-muertos (los “desaparecidos”). Esta es la gran diferencia con la negación en la dimensión individual. Los intentos por controlar lo que recordamos, la manera en la que narramos nuestra historia colectiva, son signos de totalitarismo.

La estrategia, evidentemente, parte de la negación: hay que suprimir la existencia de eso que (estando presente) nos abochorna como pueblo. En el caso de Venezuela, la masacre no procede de un agente activo, como en las dictaduras del cono sur o la Alemania Nazi. Las muertes en Venezuela son el resultado de la inhabilidad del proyecto totalitario que ahora pretende que nos callemos. A fin de cuentas, en Venezuela nos morimos de puro ineptos que somos para garantizar la vida; Chávez con su delirio; sus seguidores con sus intereses y agendas personales, y todo juntos por conformar un colectivo caracterizado por la inmadurez política.

Y con esto llegamos al meollo del asunto. Más allá de la violencia y del dolor, lo que tenemos que callar es la ineptitud y la ineficacia de un gobierno que se cree el punto de llegada en la historia venezolana (aún cuando todo apunta a que, por supuesto, no lo es).

Tenemos mucho que aprender de nuestra violencia y no será negándola o usándola con fines ideológicos que superaremos este episodio. Estamos obligados a vernos en este espejo; a reconocer nuestros errores, a entender cómo nos metimos en este entuerto – cómo terminamos siendo tan buenos cultivando la muerte -; cómo vamos a superar las heridas, ponernos de acuerdo y empezar a hacer algo distinto a lo que venimos haciendo como colectivo y como individuos.

Mientras ese momento llega, sigamos gozando de nuestro relajo macabro y, por si acaso, ¡más barriga verde serás tú!

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