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¿Cómo se pierde la virginidad en Caracas?

 

 

A mi madre, quien esperaba que saliera del clóset.

A Héctor,  por el detalle gastronómico.

 

Si en Venezuela existió una fórmula capaz de llevar a una niña a tomar el camino del glande o el de los hábitos, esa sin duda fue tener una madre comunista adicta al cristal de Bohemia, católica en casos de emergencias (accidentes, enfermedades, ascensos) y un padrastro ex adeco y ateo.  ¿Cuántas Natalias, Veruschkas, Alexandras, Karinas, Ludmilas, Katiushkas no calmaron las señales de ese Cristo con hoz que llevaban dentro poniendo a malabar en sus tobillos pantaletas de finos encajes?  ¿Cuántas de ellas no le echaron afrentadas kerosene a la antorcha blanca cuando les pidieron dar o recibir el beso de la primera cita? Probablemente todas ellas resolvieron ponerle a las figuras de sus Marx made in China una corona de espinas para sobrevivir sin cuestionarse; todas menos una.

Esta es la historia de una pequeña Romanov sudamericaribeña que no sabía que toda narrativa rusa siempre comienza con una desgracia; del cómo se atrevió a impugnar ese revoltijo dogmático, recibiendo como castigo lo impensable: la saña y alianza de la Santísima Trinidad, del Manifiest der Kommunistischen Partei y del Big Bang, quienes la sentenciaron a llegar virgen a los 22 años en una ciudad como Caracas.

Producto de una copulación en la Unión Soviética, nuestra Romanov sudamericaribeña vino a este mundo con cara de zorra y hormonas mongólicas.  Introvertida como casi todos en su familia, era la única que provocaba la indiscreción de la gente, quienes haciendo caso omiso a la expresión de Rasputín de su madre, se le acercaban para advertirle: «Las calladitas son las peores».  Sorpresivamente para ellos y para la misma «calladita», en el mundo de ésta sólo eran ciudadanos los saltamontes, la cata de tréboles, las Barbies, el pisé, la astronomía, las jirafas de cuello largo de Darwin, las muñecas de Reverón, el vestido de la primera comunión y los libros inofensivos que la madre no supervisaba, porque tan inteligente su hija, estaba leyendo El Principito, De cómo Panchito Mandenfuá fue a cenar con el Niño Jesús y El amante de Lady Chatterley.

En esa nación imaginaria no tenía visado ningún niñito, al punto que cuando comenzó a crecer, todos los vecinos presenciaron los métodos de medición de popularidad de las púberes del edificio; la galería de paredes que exhibían: «La Beba puta», «Nina puta», «Adriana puta».  ¿De la «calladita»?  Ni un «mini zorra».  Ella no era punto de enfoque de las primeras miradas lascivas, bocas obscenas abrigadas con cuatro o cinco vellitos de sus contemporáneos del sexo opuesto.  «¿Pero y esa cara de saltona?  ¿Qué de los consejos de mosquita muerta que me da la gente?», se habrá preguntado la madre sujetando los cimientos de su instinto materno, concluyendo con la saliva espesa que buscaba su camino por la tráquea, que estaba claro, que ella, la ex militante del PCV había parido una lesbiana.  Quizás por eso ese día amaneció en las escaleras del piso 2 el único «puta» que le escribieron en la Residencia San Isidro.  Trabajo de mercadotecnia de una madre desesperada que no quería que el público sacara las mismas conclusiones que ella.

Con el transcurrir de los años y con esas inclinaciones al vicio del pensar de sobra al que siempre fue débil, no resultaba extraño que la gente la viera pasarle unos ramazos a su cuerpo para despojarlo de ese congrí marxista-leninista-adeco-católico-ateo que le dieron de comer de 1º a 6º grado.  En casa y en la calle se apreciaban los frijoles de caraotas y arroz que dejaba a su paso.  Todos brincaban moribundos de su sistema, alzando con un último esfuerzo una cruz, un martillo, una pipa humeante, una cabeza de ajo. Ella los observaba perecer con cierta gracia, sin siquiera sospechar que un territorio de su anatomía seguía ocupado.

Cuando cumplió los 22 años, cursaba el 8º semestre de Comunicación Social en una universidad con más de 50 mil estudiantes.  Era extrovertida, portadora de la misma cara de zorra, amante de la noche, independiente económica y emocionalmente en una ciudad con más de siete millones de habitantes, y a pesar de eso la pobre seguía siendo virgen.  Las únicas criaturas desafortunadas en el área metropolitana eran ella y los Tiburones de La Guaira.

Sus amigas, las freudianas, siempre la sentaban en un semicírculo para indagar en el motivo por el cual su Tanatos había descuartizado a su Eros.  «¡¿Qué no entienden?!  Está más allá de mi control.  Tengo genes portugueses, maracayeros, ¡y encima me hicieron en la Unión Soviética!», respondía angustiada.  Y no era para menos, si no cómo se explicaba que en 22 años no le haya gustado un tipo lo suficiente como para irse a la cama con él.  Al tiempo que la madre se expiaba a kilómetros de distancia con el rezo del salmo de la consanguinidad: «Yo estoy preparada psicológicamente para recibir a mi hija cuando abra las puertas del clóset».  Pero todas fallaban en sus juicios; el problema de la Romanov sudamericaribeña no era hereditario-lusitano-aragüeño o de orientación sexual; era la maldición de la Santísima Trinidad, del Manifiest der Kommunistischen Partei y del Big Bang que le dieron hormonas comunistas y por vulva una Plaza Roja.  La porción de congrí que todavía tenía dentro.  Menos mal sus amigos eran más simples y razonables: «O comes cochino o no vuelves a tomar con nosotros».  Pero perder la virginidad en una ciudad como Caracas y bajo esas condiciones, contrario a lo que se piensa, es más difícil que jugar un limón, dos limones, medio limón después de beber Pampero.  Ningún hombre de más de 20 años quiere acostarse con una virgen por el temor a que esta se encariñe con él. Con decir que ni siquiera el amigo con derechos que tenía quería tocarla, pero ni con un palo.  No importaba cuánto se esforzara nuestra Romanov, cuánta charla sobre el cabaret literario de Cornelia Arnhold con hombros pecosos y semidesnudos se lanzara, cuán aventurera, cuánto escalado de montaña, boxeo tailandés hiciera, cuán femenina, cuán nada fuera; ninguna especie de la familia del homo sapiens varonis pensantus caraqueñis quería algo con ella.

La Romanov sabía disimular muy bien su preocupación, pues a donde quiera que iba siempre llegaba a sus oídos el rumor de que era una puta.  Ella sonreída, muy divina, desestimaba esas acusaciones, buscando secretamente cualquier objeto de madera para tocarlos tres veces y desear que así fuera.  Sin embargo, el desasosiego estaba allí, escondido en ella.  Una angustia que latía, que ella sentía y que nada tenía que ver con una Blanca Nieves que no veía a su príncipe azul llegar, sólo a siete enanos hambrientos y hediondos a mina.  En ella palpitaba con arritmia el miedo de las matemáticas del placer; saber que era capaz de dividir el placer del sentimiento, porque el sentimiento, ese tarde o temprano iba a llegar, pero la resta de los años de placer que estaba perdiendo, esos no iban a regresar jamás.

Afortunadamente, y gracias a ese Dios al que su madre le rezaba tapándole los ojos al gallo rojo, un día apareció en Caracas un carnívoro de la noche.  Un depredador guapo, pícaro y varonil que no perdía tiempo en hacer preguntas, únicamente en buscar una buena pared para servir a su presa, comerla, no dejarla pensar.  Fue así como por primera vez pudo escuchar a los deditos de sus pies, a sus piernas, muslos, caderas, clítoris, hormonas, boca gritar que sí.  Esa, que no era ella, o quizás era la nueva ella, estaba desterrando de su sexo y progesterona los últimos frijoles marxistas-leninistas-adecos-católicos-ateos que tenía, haciendo lo impensable: acostarse con un clonador de tarjetas.

Esa mañana la urbe amaneció con una virgen menos y, puede que con otro ahorrista desfalcado. Traumatizada por el tamaño monumental que pueden alcanzar los miembros de ciertos varones de su especie, le escuchaba a su sexy clonador de tarjetas pedirle que fuera su novia, mientras ella buscaba el botón de la cama pirañera. «¿Dónde lo escondiste Oliverio Girondo?», se preguntaba inhalando humo de cigarro. Advirtiendo entre cenizas de Marlboro Rojo que dos hechos grandiosos le habían pasado: en la noche había perdido la virginidad y en la mañana, al no mirar a su costado izquierdo, había tomado su primera decisión sentimental adulta.

En menos de 24 horas se había hecho mujer.

Con cara de no tener himen –al menos así lo creía ella–, la «mujer» salió del hotel revisando que su dinero condensado a plástico todavía estuviera en su cartera, porque sino vaya papelón, noticia la que iba a dar: «me quitaron la virginidad, también la tarjeta de débito».  Con la Banesco en su santo sitio paró un taxi rumbo a casa, consciente con el soplar de la brisa de que olía a jabón chiquito.

Al llegar introdujo la llave en la cerradura, la giró despacito para no despertar a la abuela, que a esa hora debería seguir durmiendo, con la mala suerte de que al abrir la puerta lo primero que vio fue la cara de mjmmm de la doña parada, chequeando su reloj. Le dio los buenos días y pasó cabizbaja por su lado, evitando a toda costa hacer contacto visual con esa mirada de más de 70 años que la escaneaba de arriba a abajo, al tiempo que la anciana exhalaba con cada uno de sus pasos sus juicios onomatopéyicos: «mmm», «hmmm».

Esa semana la Romanov sudamericaribeña, que creía que el maleficio había acabado, descubrió qué era lo que venía después de la pérdida de la virginidad: el relato choro-semental de su amante de una noche describiéndole a media Caracas cómo le había quitado la virginidad, sumadas a sus llamadas nocturnas y sentimentales para preguntarle cómo estaba (bi-po-lar), la venganza del amigo con derechos que nunca quiso tocarla, pero que al enterarse de que otro sí lo hizo –y lo hizo bien–, alquiló o se buscó en esa semana una novia (después dicen que las vírgenes son unas enrolladas), los faxes de los colegas que llegaban a la sala de redacción del periódico felicitándola por el incremento del consumo de carne porcina en la Gran Caracas, las amigas presentándole a los amigos de los novios, galanes de «¿Qué hace una muchacha tan bonita como tú sola en un lugar como este?» y el amigo que para festejar la invitó a comer algo que estuviera a la altura de la ocasión:

«¿Pasticho?, ¿en serio?  ¿Esto es lo que valía mi himen en esta ciudad?: ¿un plato de pasticho con una cesta de pan?».

Fotografía de Harvey Weir.

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