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Cómo hacer para que la literatura apeste

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Hace poco en Panfleto Negro, un autor anónimo que utiliza el nom de plume Daniel Pratt manifestaba su sorpresa ante el desconocimiento de la obra de Montejo en Venezuela. Yo intenté acotar algo sobre la forma en la cual se enseña literatura en nuestro país, y la cofradía de auto-proclamados eruditos que acaparan los espacios para adularse entre ellos, lo cual conduce a que la gente no le pare bolas a lo que se escribe en Venezuela (o el mundo).


Así, a pesar de que debería ser tarea de cada quién el informarse y leer, me parece obvio que hay un divorcio en nuestro país entre la literatura y el ciudadano. No leemos, porque socialmente no tiene ningún sentido o valor hacerlo. En nuestro país, donde priva el nuevo-riquismo y la ascensión económica a como de lugar –aplastando contrincantes, jugando sucio, estrangulando a los débiles-, es difícil el verle el queso a la tostada de la lectura de un libro de Céline.Esto se debe al hecho de que el Estado y todas sus instituciones (los colegios, las Universidades, etc.), desde los tiempos más remotos, han hecho una magnífica labor para que la literatura apeste en Venezuela. No es algo que deba ser tomado a la ligera. Ha sido una increíble cruzada emprendida por aquellos proto-presidiarios que son los profesores de bachillerato, para quitarle toda diversión a Cien años de soledad y sus colegas.

No es fácil hacer que los libros apesten. Es una nadada furiosa a contracorriente, inyectarle una fuerte dosis de morfina a un galgo o manejar un Ferrari sin pasar de la primera velocidad. Es por eso que, desde este humilde espacio, quisiéramos aplaudir a todos los entes gubernamentales y demás y felicitarlos por un trabajo ejecutado de manera impecable.

¿Usted creía que la literatura era divertida? Déjese de eso. Aquí, en el segundo año del bachillerato, le demostraremos lo contrario. Porque, francamente, quién en su sano juicio se puede tragar el troncho éste del canto del mio Cid. Qué idea tan genial, aquella de lanzar a los muchachos desnudos y vírgenes, a subrayar güevonadas como las rimas y la estructura interna de una vaina que reza: «aquís conpieça la gesta de mio Çid el de Bivar». ¿Un mapa de España? ¿Para qué quieres un mapa de España, niño? ¿Cuál parte de cuenta las sílabas no entendiste? ¡Trabaja, gracioso!

Creo que una mejor forma de dar el curso de castellano en Venezuela es simplemente alinear a los estudiantes en el patio del colegio en pleno mediodía. Luego, el profesor pasa delante de cada alumno y le da un patadón bestial en las bolas a cada aprendiz. Aprobado. Siguiente y culminemos este martirio.

¿Si les diéramos la opción a los alumnos, qué cree usted que ellos escogerían? Yo prefiero pelar papas en la cantina del colegio o limpiar las pocetas con un cepillo de dientes, antes que leer la Silva criolla y analizarla. ¿La cursilería desenfrenada de los venezolanos y la proto-mariquera esa de depilarse el pecho no vendrá de leer vainas como, «Es tiempo de que vuelvas…/ tu alma, pobre alondra, se desvive/ por el beso de amor de aquella lumbre…»? Y luego uno allí, con la tablita o cuadrito que dice, concepto – definición, y empieza: retruécano, aliteración, etc. Y uno navegando el bodrio ese subrayando frases horrorosas. Como decía Cabrujas, esa vaina no es literatura, eso es un poema feo.

Después nos preguntamos por qué la gente no busca en los libros un compañero para su vida, una orientación. Me van a perdonar, pero carajo, cuando una secretaria o un motorizado están rostizándose en una cola del Centro de Caracas, la alondra que se desvive no es algo que esté cerca de ellos, ni de nadie que tenga menos de ciento cincuenta años, si vamos al caso.

¿Leer Ifigenia? ¿María? ¿Casas verdes? ¿A los catorce años? ¿Es en serio? Profesor, patada en las bolas… ¿no? Qué ladilla, güeón…

No que carezcamos de buena literatura o libros orientados a gente joven. Hay miles de ejemplos. Pero «Platero y yo» no es uno. Mucho menos cuando le damos la aproximación pragmática del libro anaranjado que compendia todos los textos de todos los tiempos, desde la Ilíada hasta Cien años de soledad, en trescientas páginas, con preguntas y respuestas de marca la X. Aquiles, el de los pies ligeros, es: (a) El superman de la época, con su kriptonita en el tobillo, (b) Un miembro del grupo de reggaettón los doce del patíbulo, (c) Un asesino sicótico peor que Dorangel el comegente. No hay cultura como el combo-McDonalds del libro anaranjado de bachillerato.

Si a esto agregamos una solterona cuarentona cacareando como una guacharaca explicando que por favor se callen, que un poco de orden en el salón de clases por favor y tú, Dany o Pedro o Wilmer, guarda la revista porno qué vaina es; queda claro que el salir de esa clase es una liberación.

Es imposible que los venezolanos no creamos que la literatura apesta después de tal lavado de cerebro. La odiamos. Un sentimiento que ni Winston Smith, en 1984, gritando insultos contra el enemigo del pueblo en pantalla gigante. Para qué leer cosas divertidas cuando se le puede aplastar la cabeza a un adolescente tirándole País portátil en el cráneo sin jamás explicarle quién era Gaitán o qué tenía que ver la guerrilla en Venezuela en los sesenta. Para qué. La idea no es que se divierta y entienda, es que marque la X.

Luego nos extrañamos de nuestra sociedad marca-la-equis, de nuestra gente para-qué-me-sirve-eso y dónde está la zanahoria al final del túnel o esta mula no avanza. Ojos negros, ojos de petróleo, betún que brilla y se confunde con el oro ante la baba jadeante de los venezolanos. Con esas pupilas queremos leer y entender, mientras la ciudad se consume en su carpe diem troglodita de automóviles que tosen y escupen estatus hacia la estratosfera.

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