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Del flux de lino a la braga naranja

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Del flux de lino a la braga naranja

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Los años 80 marcaron el comienzo del deterioro para nuestro país, eso es indudable. El viernes negro de 1983 nos explotó en la cara, y no supimos bien cómo encarar esa situación, novísima para nosotros. Sin embargo, por lo menos al principio, procuramos hacer como que no pasaba nada, y por unos años logramos fingirlo decorosamente.

Esa década confluyó con mi inicio en el ámbito laboral. Terminé mis estudios justamente en el 83, con mis sueños de realizar un postgrado en Francia frustrados gracias al acontecimiento del año, y tuve que resignarme a buscar trabajo y dejar para más tarde mi actualización académica. Logré entrar en una de las compañías más importantes del país para ese momento, en lo que a consultoría el el área de la computación se refiere: la Empresa Nacional de Informática, Automatización y Control, mejor conocida por su acrónimo ENIAC, un obvio guiño a la primera computadora digna de ese nombre. En ENIAC tenían una política bastante agresiva con los empleados: los soltaban al ruedo, es decir a los clientes, sin mucho miramiento, a hacer cosas que en teoría estaban a su alcance pero que todavía no habían puesto en práctica. La palabra clave aquí es clientes: la cartera de ENIAC era selecta, y abarcaba petroleras, manufacturadoras y empresas de servicio. Era normal estar sentado en el puesto de trabajo, leyendo un manual o experimentando en alguna de las computadoras, y recibir la orden: «ponte la corbata, que vamos a X». Eso de la corbata era literal: teníamos un perchero que parecía un arbolito de navidad, con la variedad más disparatada de corbatas que hubiera visto. Así que uno buscaba el trapo que mejor combinara con la camisa que tuviera puesta, y corría a la cita. Mi primer trabajo real fue para la Gallup, en apoyo a las elecciones que vieron triunfando a Lusinchi sobre un desgastado Caldera. Después tuve ocasión de trabajar en Lagovén, Corpovén y PDVSA, tanto en labores de programación como en calidad de instructor. Total que mi pasantía por ENIAC me sirvió para meterme de lleno en la profesión, y hubiera sido un lugar ideal para hacer carrera. Sin embargo, al año y medio de estar allí me llegaron cantos de sirena (de sireno en realidad, pues fue un ex empleado de ENIAC quien me lanzó el anzuelo) y recalé en una empresa que años más tarde estaría en boca de todo el mundo: Latinoamericana de Seguros.

De Orlando Castro padre se podrá decir cualquier cosa peyorativa, pero es innegable su carisma y el ascendente que tenía sobre su personal. Personaje venido de abajo en el ámbito empresarial, me contaban llenos de admiración mis colegas: comenzó vendiendo casas prefabricadas en los altos mirandinos, con un maletín por oficina, a la orilla de la carretera. Su trabajo no era de puerta en puerta, sino de carro en carro. Poco a poco fue escalando posiciones, y para el momento de mi contratación ya era un señor cercano a los 60 años, dueño de algo que iba acercándose rápidamente a ser una corporación gigantesca. Pero nunca perdió de vista a sus empleados, conocedor de que la verdadera fuerza de su organización provenía justamente de ellos. Se empecinaba en conocer personalmente a cada uno, y con ese fin organizaba «el desayuno del mes», en el cual participaban los nuevos ingresos, y por supuesto él como anfitrión. Durante ese encuentro intercambiaba palabras con cada nuevo empleado. En realidad era una especie de cuestionario prefabricado, con preguntas obvias como nombre, edad y área en donde se laboraba. Pero el hombre derrochaba su encanto con acento cubano y lograba que por un breve instante uno se sintiera especial.

De mi época en Latino, como le decíamos (no confundir con el Banco Latino, ese era otro grupo, diferentes filibusteros), tengo varias anécdotas, como la de las juergas interminables cuando picaba diciembre y a partir del 13 del mes nos declarábamos en fiesta permanente y abríamos el bar a las 10 de la mañana, con la anuencia de las cabezas del departamento (gente rumbosa por excelencia: la gerente estaba casada con el mánager de Los Melódicos, y alguna vez nos invitó a alguna de las versiones de la disco gigante del CCCT, creo que en ese momento era Palladium, a bailar con la popular orquesta como ejecutante) quienes solicitaban que su vaso nunca estuviera vacío, para lo cual había un servidor designado que se encargaba de mantenerlos contentos. O el cuento de la secretaria (en esa época todavía se estilaban) del VP de sistemas, que sufría de calor en sus partes bajas e iba frecuentemente al baño a refrescárselas, con el mismo vaso en el cual después le servía agua a su jefe. O el primer trabajo sucio que me encomendaron en mi vida laboral, un programa que redistribuyera los ingresos de la compañía por estados para evadir impuestos. O la gestación del Grupo Progreso: un día me contaron, literalmente: «El viejo (así le decían a Castro) se compró un computador y un banco, y ahora hay que ponerlos a funcionar». Se trataba del Banco Zulia, que posteriormente cambiaría su razón social a Banco Progreso, y funcionaría como soporte de Seguros Progreso, empresa que logró lo impensable: se dedicó al ramo más siniestroso en el país como lo es el de Vehículos y llegó a posicionarse entre las primeras cinco compañías del país en primas cobradas. O la vez que Orlando Castro convirtió a todos sus empleados en agentes de seguros, al entregarle a cada uno un talonario de pólizas de responsabilidad civil, aprovechando la ley que impuso la obligatoriedad de dichas pólizas para todos los vehículos automotores.

Pero el acontecimiento más celebrado durante mi estadía en Latinoamericana fue la invitación que me extendió un día Orlandito, como le decían al hijo de Castro. No recuerdo bien lo que motivó el hecho; tal vez fuera una estrategia de fidelización para empleados clave (en informática el robo de talento siempre ha sido moneda corriente, y es normal que las empresas procuren mantener al personal del área contento, ya que cuando se va se lleva parte importante del know how), o la recompensa por algún proyecto exitoso. El asunto fue que nos llegó a un pequeño grupo de empeados del departamento una comunicación formal, invitándonos a participar en un almuerzo ofrecido por Orlando Castro Junior, a nombre de la empresa, en el restaurant Da Emore. Valga resaltar que en ese momento Da Emore era uno de los grandes restaurantes de la ciudad, y que nos quedaba justo encima de la oficina, allá en el Centro Comercial Concresa. El grupo de los elegidos, como nos bautizó algún compañero burlón, gozó durante la semana que medió entre la invitación y la fecha pautada para el almuerzo de una fama desproporcionada por lo inusual del hecho, y probablemente fue blanco de la envidia de ciertos individuos. En lo concerniente a mí, un pelado que no estaba todavía en la treintena, la incredulidad y la sospecha de no merecer tal distinción me hicieron esperar con cierta ansia el momento.

Esa fue tal vez la tercera vez que entraba en ese lugar, y también la última. Orlandito se sentó a la mesa con nosotros, trajeado como de costumbre con un flux de lino, que se notaba hecho a la medida (nada que ver con los puyaítos que llevábamos los demás comensales); seríamos tal vez unas 8 o 10 personas, contándolo a él. De ese almuerzo recuerdo, por supuesto, la comilona de 7 platos que constituía el menú de degustación del lugar, la generosidad y variedad de la bebida, con posibilidad de escoger entre escocés y vino, y la actitud entre solemne y embarazosa de Orlando Junior, que no calzaba los puntos de su padre a la hora de confraternizar con el personal. Sin embargo puso todo su empeño para hacernos sentir bien, como importantes figuras dentro de la organización. Ahora no recuerdo casi nada sobre los temas de conversación que abordamos durante el almuerzo – han pasado casi 30 años – pero sí que al salir del restaurant, llenos y prendidos, jurábamos fidelidad eterna a la empresa.

A los tres meses más o menos ya había renunciado; es que las promesas de borracho no deben ser tomadas en cuenta. La canibalización empresarial me hizo convertirme en un mercenario, y me fui por una paga unas tres veces mayor a la que devengaba en Latino. De 8.000 Bs pasé a ganar 24.000, y me sentía como un magnate. El tiempo me enseñaría que no se le debe tomar cariño a los sueldos, por lo menos en Venezuela, ya que la inflación se los devora. Pero por un par de años, tal vez un poco más, estuve tranquilo en el aspecto económico, y hasta pude darme ciertos lujos.

Pasó el tiempo, y ya me había olvidado de mis antiguos patrones, hasta que una cuña estremeció el ambiente: la famosa «aquí estamos, aquí seguimos», transmitida cuando ya Orlando padre e hijo habían picado cabos. El castillo de naipes de las finanzas criollas comenzaba a derrumbarse. La siguiente vez que vi a los Castro, esta vez gracias a una foto en algún periódico, habían desechado el flux de marca, luciendo en su lugar una reluciente braga color anaranjado.

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