panfletonegro

De la intolerancia, las galerías de arte y otros demonios.

…“una profundización de la sensación de crisis articulada frecuentemente en el reproche hacia una cultura terminalmente enferma con amnesia”.
-Jesús Fuenmayor (Extracto del folleto de la exposición “Los olvidados” de Mariana Bunimov, Faría-Fábregas Galería).

07:30 p.m. Estamos llegando a Chuao, después de pasar dos horas relativas (¿quién dice que no fueron dos semanas, o dos años?) atrapados en el carro, que a la vez estaba atrapado en la cola, que a la vez estaba atrapada en las calles claustrofóbicas de Caracas.

07:35. Nos bajamos del carro un grupo interesante de especímenes afines a las artes (o por lo menos eso aparentábamos), nos estiramos, sonreímos y empezamos a identificar el set nocturno-chic, aún precario en aforo.

07:45. Ya recorrimos todo el espacio de la galería. Mi amiga y yo nos reencontramos en la entrada. Yo agarro un folletico de la exposición porque me encanta coleccionar esas cosas tan estériles.

07:50. Mi amiga me lleva a ver no sé qué cosa que me faltó de la escultura principal de la exposición. Allá está el novio de su amiga tomando fotos y reflexionando al respecto. Vemos las imágenes de Dumbo que se proyectan en la pared contigüa. A mí no me gusta Dumbo: me da angustia. El novio de la amiga de mi amiga, a quien podemos llamar Pepito, para establecer un código y entendernos mejor, dice que le gusta lo que ve: la muerte: la idea de la muerte a través de cosas muertas. Su novia, su chica, su jeva, como mejor convengan, a quien podemos llamar Pepita, dice que sí, que la muerte, pero que también la vida, porque la figura tiene forma de mujer embarazada o, por lo menos, a ella le parece así. Mi amiga escultora, prefiere mostrarme unas fotos de otra exposición de yo noséquiencito que se ve arrechísima, con tirracs y mallas metálicas: formas fugaces en el espacio: estelas de figuras humanas: presencias etéreas. Me siento mal porque me interesa más la exposición dentro de la cámara de Pepito que la que estoy viendo. Aunque, no puedo negar mi atracción desmesurada por una cajita de rollos, de vieja, para ponerse en el pelo, que está en la base de la escultura y que tiene una cosa de peluquería de los años cincuenta que me apasiona.

08:05. De salida del espacio vuelvo a ver la primera salita: cocina atravesada por matas. Cocina empotrada con agujeros hechos para que salgan plantitas a través de ellos. Termino reconciliándome con lo que veo porque, recuerdo las plantitas que se abren paso en las baldosas de mi patio: plantitas salvajes y espontáneas -no como éstas, claro- que irrumpen en lo manufacturado para hacerlo quedar en ridículo. Plantitas suaves y frágiles agrietando baldosas y cemento rígidos… Pocas veces el más fuerte queda en segundo plano, aleluya.

08:07. Salimos mi amiga y yo, a quién llamaremos Petrica de los Palotes, y nos encontramos con nuestro otro amigo, Juancito, el arquitecto, que estaba afuera hablando por teléfono y a quién le dio una especie de miedo escénico o repugnancia, da igual, entrar a ver la exposición. La vida y la muerte, recuerdo que dijo Pepito: las plantitas en sus macetas: la vida; los objetos obsoletos: la muerte; la infancia y los niños: la vida; la mamá de Dumbo: la muerte; las reseñas del arte contemporáneo: la muerte; el luto involuntario de todos los aristócratas que nos rodean: la muerte; el pantalón salmón fosforescente de Petrica: la vida… los cócteles gratis, rosaditos, rasca-pendejos (según palabras textuales del mesonero simpaticón): la vida misma.

08:30. Hablamos todos juntos, Pepito, Pepita, Petrica, Juancito y yo sobre nuestras biografías, ya que somos un grupo improvisado de dos ejes desconocidos, con un solo vínculo: Petrica.

08:45. Juancito se va porque se aburre en medio de toda la fauna, hace bien. Se va con su patineta y su bolsito a casa de un amigo que vive cerca, a dos casas, en la misma calle de la galería: muy conveniente.

08:48. Me consigo a una chica curadora que trabajó conmigo y hablamos un rato de todo y nada. A la vez, todos los demás consiguen gente extra-diegética con la que damos por fracturada y terminada nuestra ruedita de conversación.

09:00 Petrica, el epicentro de nuestras relaciones y además la dueña y señora del carro que nos ha resguardado durante toda la tarde-noche, anuncia su-nuestra partida. El anuncio es ignorado por todos. Yo me solidarizo pero, como soy la última en bajarme, necesito que los demás tripulantes, indiferentes y escurridizos, ocupen sus lugares para yo poder posicionarme.

09:10. Petrica decide tomar cartas en el asunto: se monta en el carro, lo prende y comienza a moverlo del puesto de estacionamiento (que está a menos de un metro de nosotros y nuestros núcleos post-grupo conversacionales). Al prender el carro, ¡oh, sorpresa!, el comandante en jefe, el ilustrísimo Hugo Rafael, continúa, dos horas después, hablando de quién sabe qué cosas fundamentales para el devenir de nuestra soberana nación. Yo camino hasta la ventana del copiloto y pregunto ¿todavía? y ella asiente comprensivamente. Entonces, le brillan los ojitos y le sube todo el volumen al reproductor, para llamar la atención de sus otros amiguitos que, fingen demencia temporal, y no se despiden, para irnos. Sólo voltean y sonríen con complicidad.

09:15. Petrica hace varias maniobras con el carro para estacionarlo a un lado de la calle pero, no obstante, mantiene el volumen del reproductor por todo lo alto, llamando la atención de todos los presentes, generando un escozor generalizado en la multitud que, desde hace una hora, creció el triple de lo que era cuando llegamos.

09:20. Mi amiga se bajó del carro y está hablando conmigo y un artista plástico dignísimo. Nuestros demás amigos, es decir, Pepita y Pepito, están en otros subgrupos discutiendo enérgicamente la propuesta de la artista. El ambiente se ha tornado tenso. La señoras copetudas, perfumadas y vestidas con sus trajes de luto-involuntario (o quizá no, nunca lo sabremos) comienzan a preguntar en voz alta, indignadísimas y con ganas de matar ¿d-e  q-u-i-é-n  e-s  e-s-e  c-a-r-r-o?. Minutos después, se deja en el aire la misma inquietud pero un poco más macerada: ¿d-e  q-u-i-é-n  C-O-Ñ-O  e-s  e-s-e  c-a-r-r-o?. Las cabecillas del M.F.C.C.B.S.E.C.C.T.V.R. (Movimiento Fundamentalista en contra de los Carros Blancos sin Spoiler con Chávez a Todo Volumen en la Radio) caminan de un lado a otro, nerviosas, impotentes ante el mito de la propiedad privada y la libertad de expresión. Una de ellas se acerca y pregunta a un grupo vecino “¿quién es el dueño del carro?”, Pepito y los demás se sienten intimidados pero resisten y callan heroicamente. Yo le digo a mi amiga, “tú quédate calladita, vamos a ver en qué para todo esto”. “Sí, sí”, me contesta casi extasiada. La doña se nos acerca y nos hace la misma pregunta. Con estoicismo y valentía contestamos: “ni idea”. La doña hace una serie de maniobras más para despistarnos: camina de un lado a otro, se acerca a varios grupos con consignas incendiarias como: “¡pero no puede ser chico! ¡es el colmo! ¡de quiéeeeeen ejesoooo! ¡que lo apaguen!”. Los ánimos están caldeados, está claro que la olla va a reventar por lo más chiquito. Una de las máximas dirigentes del M.F.C.C.B.S.E.C.C.T.V.R., con el apoyo incondicional de todos sus seguidores, penetra en el territorio enemigo. Arriesgando su vida, abre la puerta del carro, apaga el reproductor y vuelve a cerrar la puerta del carro (dejándola giratoria, para mayor practicidad). Regresa a su trinchera, victoriosa y aupada por las masas enérgicas y eufóricas: está claro que es una heroína. Está claro que es una mujer con pantalones. Está claro que la justicia existe. Está claro que a las mujeres opocionistas no las jode nadie. Está claro que hay límites para la tolerancia. Está claro que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.

09:45. Nos vamos, después de tomarnos todos los traguitos-rasca-pendejos de vodka que pudimos y con ganas de vomitar. Pero no precisamente por el efecto del alcohol… No, no, no.

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