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El hampa común como herramienta estratégica de la Revolución del Siglo XXI

 

 

 

 

waguaregua

 

«Vivir con miedo es como vivir media vida»

Proverbio Anónimo

 

 

Para nadie es un secreto que el miedo colectivo es una herramienta utilizada comúnmente por gobernantes para mantener una espadad de Damocles sobre la población o parte de ella. En este sentido Vladimiro Montesinos manejaba con la genialidad de un Rasputín moderno a la población peruana para mantener a Fujimori como líder de fuerza. Durante los años como mandatario del político de origen japonés a cada momento aparecían en los pueblos vírgenes que lloraban por la magia de frotar le glicerina en los ojos que manaba al calor de los cirios, monstruos que anunciaban el fin del mundo y hechos dignos de un programa de Laura Bozo. Todo con el propósito de sembrar una especie de terror colectivo entre la gente que olvidaba el carácter dictatorial del gobierno, por supuesto que aquello estuvo técnicamente  diseñado por la mentalidad macabra de Montesinos. No por casualidad el hombre, tras una orden de captura de su propio país, fuese encontrado en un escondite en Venezuela, después de que su muerte había sido declarada por Pedro Carreño, cosas que sólo suceden cuando las evidencias de los servicios de inteligencia internacionales son irrefutables.

 

Ahora cuando todas las encuestas apuntan desde hace algunos años a que el principal problema del país es la delincuencia vale la pena resaltar que el crecimiento de la misma ha adquirido una velocidad inusitada en nuestras tierras. Si bien la presencia del hampa común en Venezuela no nace con el actual proceso si no por un entramado de problemas sociales acumulados desde mediados del siglo XX, el actual gobierno ha encontrado en ella  el instrumento perfecto para mantener a toda la población en completo estado de angustia, como una manera de distraer la atención, sin tener, aparentemente, ninguna responsabilidad ante la gente y ante la comunidad internacional.

 

El crecimiento del hampa común es exponencial y la evidencia no es porque uno pueda verlo a diario en los medios de comunicación independientes o de oposición al régimen, o para decirlo con el cacareo cotidiano de los funcionarios gubernamentales, siendo una víctima mas de la «guerra mediática». En una misma semana las hijas de un par de amigos fueron atracadas en ciudades distintas del país, despojándolas de sus pertenencias personales. En un mismo mes en una familia amiga hubo: una amenaza de muerte por parte de sindicalistas «rojo rojitos», un secuestro express y un asalto a mano armada en un pequeño negocio en el cual ataron a los empleados, incluyendo a miembros de la misma familia. En mi propia familia dos jóvenes que ejercían la profesión de chofer de taxi, una de las más arriesgadas en el país y sin embargo de las más populares dada la precaria situación económica, fueron asesinados en menos de dos años, sus vidas sesgadas en plena juventud. Las denuncias de todos estos casos reposan en las montañas de carpetas de los archivos policiales durmiendo un sueño perpetuo. Eso sin contar a los amigos que han sido despojados de sus vehículos mientras un arma les apunta. Sin embargo, para los funcionarios públicos que tienen la responsabilidad de estar alerta y clamar por la protección de la gente, todo es una exageración, como en el caso de  la triste declaración  reciente de la defensora del pueblo, es sólo «una sensación», por supuesto que todo esto está enmarcado entre  la estrategia de guerra declarada hacia los medios de comunicación.   

 

A tanto ha llegado el nivel de la violencia que recientemente la Ciudad de Caracas está alcanzando peligrosamente a  Ciudad Juárez, catalogada como la más violenta del mundo debido a los crímenes relacionados con el tráfico de drogas y de humanos en la frontera entre Méjico y los Estados Unidos. Pero todo esto, desde mi punto de vista, pareciera tener  un propósito bien planificado. La gente que vive entre el miedo colectivo es más fácil de manipular, es como la gente en estado de shock. Su primera preocupación es mantenerse vivos, encerrados entre rejas, utilizando sus recursos económicos y mentales en aislarse para protegerse, dejando el camino libre a quienes quieren manejar a su antojo al país sin ningún tipo de debate y al margen de las alertas de quienes tienen el conocimiento y la experiencia suficiente para demostrar que vamos por un camino sombrío. 

    

El promedio actual de víctimas mortales de la delincuencia es de alrededor de cien semanales en todo el país, o sea que cada año podrían ser  cinco mil doscientos cadáveres y en los pasados diez años podríamos estar hablando  de cincuenta y dos mil venezolanos, residentes en  el país  y hasta turistas extranjeros. Si colocamos cada tumba con un tamaño de dos metros y medio por uno, estaríamos hablando de un cementerio de más de 13 kilómetros cuadrados. Ríos de sangre que han corrido por las calles de nuestras ciudades y nuestros pueblos, mares de lágrimas que han brotado de sus familiares y sin embargo esto no parece ser un problema de estado. Dicen algunos de sus cercanos colaboradores que cuando le mencionan el problema de la delincuencia al presidente, el hombre monta en cólera y pide mayor castigo, pero no para la delincuencia sino para los medios que publican las cifras semanales, para quienes editan las fotografías o los testimonios de familiares esperando los cuerpos de sus seres queridos a las puertas de la unas morgues abarrotadas de cuerpos a las cuales tienen que acudir a buscar a sus parientes entre víctimas tiradas en los pisos y el olor de la muerte que golpea el olfato y los pulmones. Este hecho y la empatía mostrada hacia los delincuentes por los pasados ministros de interior y justicia Jesse Chacón y Rodríguez Chacín al denominarlos como «muchachos desorientados»  y «víctimas sociales», apuntan a que la delincuencia común pudiese haber sido tomada como una aliada estratégica para mantener el miedo colectivo como una herramienta macabra de manipulación social. Es claro, por supuesto, de que son víctimas sociales, pero el hecho es que estás «víctimas» están dispuestas en todo momento a cegarle la vida a cualquiera, y esto lo hemos visto, hasta por un par de zapatos o sólo por no tener con que pagar el peaje. No por azar la mayor parte de las declaraciones del último ministro han sido de condena hacia los medios y descubrimientos de agua tibia como el que el 20% de los crímenes son cometidos por la policía.

 

Ahora contamos con una mezcla entre el lumpen proletario, ese que mismo que en nuestro caso cuenta con salario de alcaldías o de misiones, que merodea como manada de hienas las construcciones de apartamentos y casas de quienes pudieron haber pagado una inicial y viven en la perpetua angustia de saber si algún día tendrán una vivienda, del que pasa todo el día en una esquina y golpea cuando se le ordena a nombre de proteger a la revolución, de los civiles armados y protegidos dispuestos a la amenaza a cada momento, de los que disparan a los estudiantes universitario y luego aparecen como angelitos en los programas de VTV, todos,  unidos a la delincuencia, son el coctel perfecto para la siembra del miedo colectivo. 

 

Bertrand Russell decía que «el miedo colectivo estimula los instintos grupales y tiende a producir agresividad contra aquellos que no son considerados como miembros del grupo». Los hechos reciente sobre la agresión a periodistas de línea moderada de simpatía hacia el gobierno como los de la Cadena Capriles y la justificación posterior por parte del jefe del estado acusando a las víctimas  de provocadores apunta en esta dirección, hacia el sometimiento por la fuerza de quien no compra el discurso. A una radicalización de la política de dividir el país ante el rotundo fracaso de tratar de unificarlo, quedarse con la porción simpatizante, criminalizar al contrario, expulsarlo, someterlo por la fuerza, cobijarlo bajo el ala siniestra del miedo.

 

El miedo es un arma de guerra utilizada salvajemente a lo largo de la historia. Los que cuentan con «Mein Kampf» de Hitler como libro de cabecera, los admiradores de Pol Pot, que son unos cuantos en el gobierno, no dudarían en utilizarlo como herramienta estratégica. Esto, unido al discurso de odio y el espaldarazo a la delincuencia que ha resultado ser las amenazas sobre las propiedades de la gente con lo cual los hampones se sienten dueños de cualquier cosa que posean sus víctimas, han hecho crecer el árbol maligno cuyos frutos están manchados con la sangre de miles de seres humanos cada años y con el luto de sus familiares. Sin embargo, esto no es un problema de estado.  De vez en cuando se podan algunas ramas para demostrar a la gente que tienen intensiones de  resolver el problema. Pero a pesar del control gubernamental sobre la entrada de armas cada vez hay más balas, más muerte y hasta bombas lacrimógenas en manos de delincuentes en las calles de mi país.  Lo peor de todos es que mayoritariamente las víctimas son personas de escasos recursos y habitantes de áreas donde reina la ignorancia, sin importar de la tendencia política que tengan. Sin embargo el balance de sangre aparentemente vale la pena para ellos.   De un gobierno socialista verdadero esperaríamos una valorización de la vida del hombre por encima de todas las cosas. En nuestro caso esto brilla por su ausencia y la valoración es del liderazgo presidencia y en ello se empeñan los miembros del politburó y de los poderes públicos para no perder los privilegios que les han sido otorgados. Se podría estar utilizando el miedo colectivo para una población susceptible a la angustia. A través de los mensajes, «si pierdo la elección hay guerra», «si hay magnicidio hay guerra», lo que hemos visto en la práctica es que bien se pierda o se gane hay guerra. El mayor magnicidio es el que a diario vivimos en una guerra que ya ha acabado con la vida de demasiados inocentes.

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