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El Rumor de las Piedras: Mucho Ruido, Pocas Nueces


Voy hablar en singular porque no me identifico con el plural o el llamado común denominador. Tampoco me interesa disfrazar y disimular una opinión personal de percepción general sobre el film.
Según entiendo, “El Rumor de las Piedras” gustó a propios y extraños desde la competencia de Mérida hasta el jurado encargado de abanderarla como “nuestra” representante criolla para el Oscar. ¿Nuestra? Será de ellos, porque a quien escribe, el supuesto aire de melodrama concienciado y metafórico de la película, lo dejó frío e indiferente, cual corazón metamórfico del hombre de hojalata.
A lo mejor es un efecto de la rutina mecánica y deshumanizante del Festival de San Sebastián,de ver un promedio de 4 largometrajes por día entre maratones de ocho kilómetros a pie, atracones de pinchos, noches de desvelo, desahogos con cerveza y sueños de insomne.
De repente, mis arterias y fibras sensibles se endurecieron al punto de inhibirme y anestesiarme contra las emociones y pasiones de la pantalla grande.
Quizás, al estilo del protagonista de “El Camino del Vino”, mi lengua se entumeció y perdí la facultad de disfrutar de los sabores y aromas de las cosechas recientes del séptimo arte.
En cualquier caso, la pieza de Bellame no parece ofrecerme una cura inmediata a mi enfermedad tropical de pronóstico reservado. Es decir, lejos de recuperar mi capacidad de asombro, pasa delante de mis ojos como un deja vu y en donde el resto aprecia virtudes y propiedades poéticas, yo encuentro defectos y debilidades del lenguaje choronga, cursi, impostado, demagógico y falsamente comprometido con las realidades urgentes del país.
Llámenme robot, autómata y muñeco de trapo, pero a mi el cuento del niño huérfano y la madre abnegada, ya no me conmueve un centímetro de la piel. Incluso, si acaso la dinámica de la puesta en escena, despierta leves carcajadas en mi sistema neurálgico, cuando debería activar mis interruptores lagrimales.
De risa son la mayoría de las interpretaciones, estereotipadas y uniformes, así como las tramas paralelas de folletín costumbrista de marca menor(tipo Iñárritu).
Demasiada agua corrió antes de la realización de la cinta, para volver a caer en las mismas tempestades y remolinos trágicos de costumbre.
El filón se agotó.
Predecible es el arranque, el nudo y el desenlace, tallado en una roca ígnea por el cincel de un guionista apegado a las frases lapidarias, los esquemas marmóreos y los diálogos moralistas de tablilla de salvación para almas en pena.
Aunado a ello, las actuaciones echan a rodar por el foso de los numeritos forzados, las ideas impresas en el libreto de meteorito extraído del deslave de Vargas.
Salvo contadas excepciones, los miembros del reparto desfilan como estatuas de granito y no precisamente de Miguel Ángel.
Rescato las contribuciones de Alberto Alifa y Arlette Torres.
En cambio, la mamá, de ascendencia en el cliché de la dinastía italiana de posguerra, jamás cambiará su pose de mujer sufrida y sacrificada por el bien de sus hijos. Apenas en el final, desplegará una mueca de alegría cercana al baile ridículo de la abuela ciega, con los brazos colgados y congelados en el aire por exigencias del director, al borde de una playa rodeada por cámaras y grúas hinchadas de afectación manierista y edulcorante, sin olvidar la compañía de una partitura tan invasora como conductista.
A propósito, la banda sonora nunca se escuchó de forma pareja en mi sala, y a cada rato, pegaba brincos inesperados y devenía en un susurro inaudible. También culpa de Cinex, supongo.
Me imagino a los críticos de la pequeña Venecia y del Páramo, agitando sus palmas y secándose las gotas de las mejillas por el mensaje de denuncia y la lección por aprender.
Para “El Rumor de las Piedras”, no hay medias tintas en el barrio y todo es cuestión de vida o muerte, blanco o negro, gente bella y malandros de cara de cañón. ¿Quién es el culpable?
De seguro, el estado y el gobierno, aunque la corrección política del conjunto tiende a diluirlos a través del típico velo de autocensura, para no herir la susceptibilidad de las autoridades competentes. Problema afín al caricaturesco y anónimo retrato del poder de “El Último Cuerpo”, donde los emblemas de la corrupción eran convertidos en significantes vacíos, huérfanos de referentes(Alexis Correia y María Gabriela Colmenares,dixit).
Se asoma el cuestionamiento a los entes oficiales incapaces de brindar amparo a las víctimas de Vargas, pero los sellos de la burocracia roja rojita brillan por su ausencia, a pesar de su estrecha vinculación con el asunto(solo surge el detalle semiótico de un uniforme verde oliva y una alusión a las colas en puertas de las misiones del fracaso).
Otro posible responsable es el afán de lucro y el egoísmo de los hombres pervertidos de la partida, en oposición al único héroe simbólico de la propuesta: el padre sustituto encarnado por el actor fetiche del autor, Alberto Alifa, en un papel alegórico de mentor de la odisea.
Por tanto, las alternativas de ejemplos de vida resultan mínimas y ajustadas al molde conservador y reaccionario, de canto a la familia unida, propio del perfil matriarcal y patriarcal impulsado por la plataforma, la Villa y el CNAC.
¿Proyección inconsciente de la dependencia con el cordón umbilical y la ubre de PDVSA?
No en balde, existen los antecedentes estéticos y éticos de las fallidas “Una Mirada al Mar” y “El Chico que Miente”, cuyas tragedias infantiles se resolvían en el reencuentro con los valores tradicionales del amor intergeneracional, los lazos de sangre y los ánimos redentores de la disfuncionalidad, a merced de complejos de Edipo y Electra, de manual de superación de la adversidad.
Nostalgia por un pasado moderno de paz social en el gueto, imposible de restituir en presente y menos alrededor de los sofismas etnocéntricos ventilados por el nuevo título del creador de “El Tinte de la Fama”, obra mil veces superior en dimensión coral y conceptual.
Ojalá su artífice encuentre la brújula para la próxima. Igual aguardo por la reconciliación con su trabajo.
Mientras tanto, lamento porque “El Rumor de las Piedras” no mantenga su estupendo tono del principio, con su montaje intelectual incluido en el matadero de pollos, y derive hacia derroteros manidos ubicuos en el paisaje vernáculo, como una colección de estampas y fotos fijas clonadas de los setenta,ochenta, noventa y el tercer milenio(todavía a la zaga de la telenovela social de Chalbaud).
Verbigracia, no salimos del círculo vicioso de “Zapata 666”, Laureano Olivares, las balas perdidas, los atracos a mano armada, los ajustes de cuentas, los críos en fase de maduración a punta de golpes, los hermanos divididos por la crisis y las eternas ruinas de una nación deprimida, en busca de reconstrucción.
Encima,la promiscuidad y el sexo ocasional anticipan la caída del personaje confundido, amén de argumentos y sedimentos endebles.
Placas tectónicas de terremotos y sismos de escasa intensidad(ilustrados con una fotografía del promedio,generosa en postales de calendario del tercer mundo).
Alejandro quiere tenderle una mano al necesitado y hacerse pasar por un damnificado en paro, a la espera de vivienda. Por desgracia, no es su terreno y se le nota como cucaracha en baile de gallina. Zapatero a su zapato.
Por ende, peca de antropólogo inocente y su mirada luce como un enfoque neocolonial. Le faltó descubrir la gama de matices de su contexto y de su alteridad. Síntoma de la época y de una escuela nacional estancada en su conformismo (seudoprogresista).
Toca responderle a su rígida estructura binaria y añorar por su evolución a futuro.
No soy nada optimista al respecto.
Sigo en cuarentena y exijo tratamiento de choque.
PD: lo peor es la secuencia de cierre, inverosímil, secundada por el tramposo happy ending. En condiciones normales, el secuestrador recibe un tiro de un francotirador y olvídate del regaño, de jalón orejas de la doña con el aprendiz de choro. ¿Y luego a festejar en el litoral central, en Macuto, en Naiguatá? Por favor.
Cero chance para el Oscar.
Es inferior a “Reverón”.
Me la inflaron demasiado.
Se equivocaron.

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