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Son de la Calle: Funeral de Regetón y Hip Hop

Son de mentira y con derecho a dar sueño. Hambre y sueño. Así llegan a la cartelera. Sin un millón de copias obligado. Menos de diez latas acompañan su flojo devenir por la capital.La combinación del dinero devaluado. Que en paz descansen en el cementerio de CADIVI, Arné Chacón y Berruecos.

Después de tres meses de campaña intensiva, nuestra última candidata populista sale al ruedo de las elecciones decembrinas, para sacar la cara por el orgullo nacional ante la competencia desleal de “Avatar”, en un año de vacas flacas, números rojos y corridas financieras.

Pero ni la intoxicación publicitaria, ni la repetición conductista de un pésimo video clip, ni la intervención de “los cantantes” de moda, ni el reclamo de un puñado de chicas de calendario Urbe Bikini, ni el apoyo de un estado dadivoso pueden consumar el esperado milagro del arrase de taquilla, por varios factores.

En principio, el boca a boca la destruye día a día, por vía Twitter. Sería la primera película venezolana en ser lapidada por el fenómeno interactivo de los 140 caracteres. Los comentarios en contra van de lo rudo a lo cursi del argumento, y se ceban de lo lindo en los defectos de producción.

De hecho, se recomienda a Sandra Villanueva tomar cartas en el asunto, para hacer una edición especial de “Caza el Pelón” con “Son de la Calle” al calor de sus incontables problemas de raccord. Todo por culpa de la falta de orden, mesura, control y cuidado. Del apuro sólo queda el cansancio y el plomizo resultado de una película apresurada, rematada a los golpes, a los trancazos.

Y no lo digo como espectador o sabedor de la materia. Lo afirmo con pleno conocimiento de causa, porque hice mi tarea, investigué al respecto, y recaudé suficiente información como para procesarla en mi base datos. No voy a revelar fuentes, para no comprometer a nadie. En cualquier caso, tampoco pienso guardarme la confidencia, escurrir el bulto y pasar la página. Lo mejor es compartir la historia con ustedes en la búsqueda de una conclusión.

El punto es el siguiente. La mezcla de audio, la punta del iceberg del proyecto, fue arreglada y atendida en el ambulatorio clandestino de un verdadero matasanos del medio, después de ser rechazada de varios estudios profesionales, debido a las insólitas exigencias del novel director, quien para cumplir con los rigores del estreno en navidad, quería resolver el delicado tema de la limpieza de la banda sonora en apenas dos semanas, cuando por lo general, se le debe dedicar desde dos hasta tres meses como mínimo.

Por ende, el sincro se terminó de pulir en una computadora personal, con unas cornetitas, en tiempo record o en los plazos absurdos estipulados por sus financistas.

De inmediato, se mandó el chorizo para Argentina, donde los carniceros gauchos lo empacaron listo para servir, luego de estamparle su respectivo certificado Dolby. Por lo visto, todavía se cocina un jugoso guiso entre los monopolistas sureños y los hacendados locales de la Villa, en materia técnica. Moraleja: seguimos siendo dependientes del imperialismo cultural e incapaces de superar nuestro endémico subdesarrollo industrial. Por ello, somos barridos con facilidad por la aplanadora colosal de la artillería pesada de James Cameron.

Aquí las asimetrías del mercado lejos culminar en el happy ending predecible del Hollywood verde, se saldan con la derrota de los pueblos oprimidos por la bota colonial de la meca del cine.

En consecuencia, el “Son de la Calle” se escucha mal, con distorsión e interferencias. En tres secuencias clave, los labios caminan por un lado y las voces por el otro, cual muñeco de ventrílocuo pirata. Los protagonistas parecen las marionetas de Carlos Donoso: Lalo, el Mono Kiny, el Doctor Francisco “Paco” Guete, Chipingo, Toño.

En la mayoría de los pasajes, hay un pastiche grave de doblajes, efectos de librería y ruido de ambiente. En algunos episodios, suceden acciones aunque sus replicas en estereo brillan por su ausencia. Al final, el sonido es homogéneo, plano y pesado como el resto de una trama juvenil pretendidamente fresca. En realidad, el guión también peca de trasnochado y atropellado, al insistir en derroteros manidos del horario estelar, bajo el estricto código de censura en vigencia.

Por consiguiente, el sexo y la droga deben, casi por obligación y defecto, recibir el castigo penal del dios todopoderoso de la puesta en escena, al identificarse con practicas delictivas, nocivas para la salud.

Una hijita de papá consume perico en cámara rápida, y en el desenlace comete un homicidio en la playa, tras una noche de copas, una noche loca, junto con su propio violador, cuya desviación es igualmente condenada con la pena capital de un tiro de gracia, en la sublimación de un escarmiento ejemplar y extrajudicial, como si fuese el precio a pagar delante de nuestros tribunales de la inquisición, por el simple costo ideológico de fulminar un encargo para el gran público.

Nuestro “Apocalypto” maya reclama sacrificios para aplacar las iras de nuestros dioses vengativos.

Ello vuelve a sentar un precedente terrible e inaudito, a la retaguardia de los demás bodrios juveniles de la plataforma: “Comando X” ,“Tres Mujeres” y “Macuro”, trabajos signados por el tabú del cuerpo, la represión del erotismo y el miedo a la liberación del instinto carnal.

De manera inconcebible, nuestra revolución de la conciencia penaliza el menor asomo de blasfemia y sacrilegio surrealista e iconoclasta, en cuanto reivindica una política conservadora, reaccionaria, arcaica y tardofascista de parejitas monogámicas, heterosexuales y románticas, casi al límite de Disney en “La Princesa y el Sapo”.

Por ahora, la única licencia permitida y asumida es la ofrenda demagógica de un amor interracial e interclasista, supuestamente sintomático de los aires de cambio del siglo XXI. Y ni siquiera. La televisión lleva tiempo prometiendo lo mismo desde la esfera del melodrama. Incluso más allá. Para comprobarlo, véase y remítase al antecedente lógico de “Por Estas Calles”.  Frente a ella, “Son de la Calle” representaría una involución del género del folletín enlatado en 24 cuadros por segundo, muy emblemático del ascenso del poder de las ideas de derecha en el seno de un estado con aspiraciones de encabezar una cruzada progresista a escala continental. 

A propósito, cabe recordar el paradigma de otras dos cintas del gobierno: “La Clase” y “El Caracazo”. En ambas, el chico de sociedad, de clase media alta, rescataba de la periferia a la clásica muchacha pobre con ilusiones de grandeza, a objeto de redimirla de su condición y abrirle cacha hacia el futuro, en medio de un presente de adversidad, miseria y desventura.

 En “Son de la Calle” se reincide con el tópico de la responsabilidad social, al conjugar las vidas cruzadas de un par de tórtolos de diferentes contextos. Él es del este, ella es del oeste y los une la pasión por echar adelante en nombre de la sobrevalorada expresión artística.

Obviamente, acá regresan con ímpetu varios mitos de origen universal y local: el american dream en versión chavista, el sofisma de “Tocar y Luchar” en clave de “Misión Cultura”, y el cuento de la emergencia de un “movimiento juvenil” de carácter rupturista. Nada nuevo en el cine nacional de la quinta república.

Por ejemplo, el discurso retórico del sueño aspiracional se imprimía en la huella de “Cyrano Fernández”, a la luz de la concepción del personaje de Jessica Grau, análogo al estereotipo femenino de la bailarina de “Son de la Calle”. Las dos incorporan el arquetipo de la víctima social de la ley del barrio, en busca de una posible salvación a través del ballet y de la técnica contemporánea.

Irónicamente, son películas auspiciadas por una gestión consagrada a acosar al sector danza, de una forma insensible y neoliberal, al quitarle los subsidios a las compañías establecidas, para obligarlas a fusionarse en una macrocompañía gobiernera, predestinada a bailar al son de la marcha castrense de Miraflores. Y la alternativa es sencilla y cruel: o corres o te encaramas.

Por supuesto, la medida conduce a la precarización laboral de la disciplina, mientras muchos bailarines humildes deben truncar sus sueños,para irse del país a ganarse el pan como atracciones de feria en Hoteles Cinco Estrellas del Caribe y Cancún.

Lo anterior lo asevero con toda la responsabilidad del caso, porque conozco un listado de compañeros caídos en semejante círculo vicioso, en semejante desgracia.

Otros, lamentablemente, no tuvieron la opción de emprender la huida, y hoy sobreviven a duras penas en empleos ajenos a su voluntad, asechados por los fantasmas del narcotráfico, la prostitución y el SIDA. En suma, son historias reales de la calle negadas por el cine nacional( ya transformado en un teatrillo envilecido para desplegar mentiras cómodas e hipocresías subordinadas al régimen de turno).

En paralelo, resurgen con fuerza los ecos de Alberto Arvelo a las órdenes del sistema de orquestas, de Solveigh Hojestein en “Maroa” y de Juan Carlos Echendía en “Venezuela Subterránea”, tres filones hermanados alrededor del relato fundacional de la resurrección de las cenizas del “guetto”, como metáfora del renacimiento de la patria, en la línea del documental de “La Vinotinto”.

“Son de la Calle” recoge la batuta de Gustavo Dudamel y Richard Páez, para reconstruir la gesta heroica de una nueva “Venezuela Subterránea”, llena de “Maroas”, de poetas y de juglares populares como “Cyrano Fernández”.

Paradójicamente, la película antes que aclarar, oscurece en beneficio del lavado de cerebros, al nivel de una propaganda seudourbana promovida por los directivos de Avila Tv, al estilo de un comercial videoclipero de Malta Kolita, con los mentados cuatro elementos en vías de asimilación, integración y cooptación por parte de Alcaldías, Fundaciones, Gobernaciones y Organizaciones No Gubernamentales de orientación proselitista. Atención, amigos de Felix Allueva y de Platanoverde.

No en balde, Juan Carlos Echendía manufacturó su documental “Venezuela Subterránea”, con el respaldo de “A&B Producciones”, la casa de Platanoverde.

Aproximadamente, una década después del relativo éxito de “Venezuela Subterránea”, “Son de la Calle” le precede para continuar con su retrato de la realidad más real de la música hip hop y sus derivados clónicos. Pero la fantasía se vuelve a imponer por encima de la verdad perturbadora.

En “Son de la Calle” reina la paz de la convivencia del rap con el regetón, en sana armonía, y apenas se denuncia la conspiración silenciosa de los empresarios de la radio, para impedir la difusión de las líricas explícitas de los secuaces de Franco y Oscarcito.

El tono maniqueo de la acusación, a la manera de Mario Silva, arrastra agua al molino de la cruzada mediática de Diosdado Cabello, al justificar su decisión de suspenderle la licencia a un centenar de emisoras, por ejercer practicas delictivas como la Payola.

Así, el director demuestra su condescendencia y complacencia con las autoridades competentes, al costo de disimular y tapar el sol con un dedo.

Para comenzar, no vale la pena engañar y embaucar al personal, porque “Son de la Calle” quienes primero se escudan en la payola para lograr sus fines. Hasta ellos mismos lo asientan en sus canciones.A continuación, les dejo un testimonio del Nigga, señalando a Requesón y a Colombia de Guerrilla Seca, por beneficiarse de la “payola” a costillas de Juan Carlos Echendía. A confesión de partes, relevo de pruebas.

http://www.youtube.com/watch?v=deKAXz6wrXI

Requesón figura en el casting de “Son de la Calle”, y no es el único en beneficiarse de la “payola”. Chino y Nacho también son payoleros, así como la mayoría de los protagonistas de la ficción. Es vox populi.

Según las malas lenguas, Requesón le vendió el alma al diablo, al aceptar un secundario para “Son de la Calle”. Requesón pertenece a la generación perdida de “Venezuela Subterránea”, y al parecer, el triunfo de sus colegas en “Secuestro” le asestó un golpe muy duro en el ego, en la autoestima. Por eso, aceptó renunciar a su imagen de niño terrible e intransigente, para colaborar con sus antiguos enemigos a muerte, los maquediches, los regetoneros de la zona  de confort.

En público, Requesón se cansó de verbalizar su odio contra el regetón, al considerarlo un género menor y reiterativo, vendido a las disqueras. Requesón fue un muchacho prodigioso de la generación de “Venezuela Subterránea”, cuya estrella comenzó a extinguirse y apagarse al compás del imperio de lo efímero, del decaimiento de su moda y del ascenso del ritmo puertorriqueño mayamero de la prole de Daddy Yanqui. Pronto, la generación de “Venezuela Subterránea” se dividió, se fracturó, se atomizó y se desplomó a raíz del suceso de Chino y Nacho, para más nunca levantar cabeza.

Como los espacios se iban liquidando y achicando, la competencia se hizo cada vez más dura, y arrancó el proceso darwinista de la canibalización del gremio rapero, donde nadie salió inmune e ileso de las metrallas liricales. Por fortuna, la sangre nunca llegó al río.

Aun así, el negocio de Echendía se fue a pique, mientras se jugaba su reputación en medio de una estéril batalla de micrófonos, reveladora del alcance de nuestra polarización. Interesados en la materia, los remito a una replica de Guerrilla Seca a Echendía y a Tres Dueños, el grupo del Nigga( hasta cuando decidió hacer carrera como solista).

En lo personal, llevo tiempo estudiando la decadencia del fenómeno rap en Venezuela, desde el asfalto hasta internet. Y les confieso algo, de pana: cualquier video de youtube en Tiuna el Fuerte, grabado con un celular, es mucho más interesante que “Son de la Calle”, amén de su fila de imposturas.

La película perdió la oportunidad de hacer una radiografía descarnada y sincera de su época, al evidenciar las tensiones entre el rap y el regetón, sin olvidar las actuales contradicciones del género hip hop, traicionado por sus padres fundadores, desechado como artículo de consumo, pervertido por sus explotadores y reconvertido en una válvula de escape para la exclusión, la marginación,el aislamiento y la alienación de la adolescencia desamparada, descarriada y abandonada.

En diez años, el rap criollo cumplió un ciclo perfecto de 360 grados, del éxtasis a la decepción, del germen de un sueño a la implosión de una pesadilla de frustración canalizada con la rabia del bombardeo en rima, directo de las cloacas de Cotiza, Petare, la Vega, Charallave, Guatire y Pinto Salinas, cuna de Santos Negros y Kraken el Temible, abatido por las balas de la intolerancia en pleno toque organizado por Juan Barreto.   

Por su lado, “Son de la calle” prefiere regodearse en un urbanismo cool de cartón piedra, en un color local de raigambre kistch, en un costumbrismo de Leonardo Padrón y Edgar Ramírez, al gusto de los fanáticos de las curvas de las chicas plásticas de RCTV y las tonadas acarameladas de los consentidos de Sábado Sensacional y Miss Venezuela, en un desfile de zombies, de replicantes y de mercenarios de la música, de la talla del líder de “Los Cadillacs” y de la dupla de “LSQUADRON” conformado por Franco y Oscarcito, los compositores del himno oligofrénico, “El Hacha”.

Con ellos, “Son de la Calle” ha dirigido el bodrio juvenil de la temporada, en la tradición de “Menudo, la Película”, “Generación Halley” y “Muchacho Solitario”. Todo un filón del cine nacional. Todo un negocio redondo con cero aporte para el lenguaje audiovisual. Por extensión, el film carece de identidad estética, al fusilar fotogramas, ritmos, situaciones y poses agotadas por la industria de la publicidad del rap y el regetón, en canales como HTV, VH1 y MTV.

En concordancia con nuestra lectura, “Oídos Sucios” le asesta un clavo a la tumba de “Son de la Calle”:

Un día, alguien vió 8 Mile, Rapido Y Furioso y Talento de Barrio y decidió que mezclando esas 3 películas, con todas las figuras del hip hop nacional, podría crear una aleccionadora pieza que alejaría a la juventud del mal camino. Eso es Son de La Calle, la última joya del cine nacional que está exhibiéndose en todas las salas del país.

La historia es básica: un barrio donde hay gente mala pero en su mayoría buena, hay choros y raperos. En otro lado de la ciudad hay ricos. Algún rico quiere ser rapero y se enamora de una pobre del barrio de los choros, gente buena y raperos. Todos se mezclan, se pelean, se aman, se odian y se unen gracias a la fuerza de los 4 elementos del hip hop, única medicina en el mundo más poderosa que la baba de caracol, capaz de curar todos los padecimientos, de convertir a la gente mala en buena y de librarte cuando estás a punto de que te metan un tiro en la cabeza. A esto agrégale cocaína, hummers, enfermedades terminales, un desnudo innecesario, todos los clichés existentes de “pavos y monos” a la hora de hablar, clases de baile, una guerra de bandas y… prácticamente ya habrás visto la película completa.

Son de La Calle tiene uno de los guiones más disparatados que se recuerden en la historia del cine nacional, donde nada de lo que pasa tiene ningún sentido, provocando increíbles carcajadas en al menos cada 10 minutos del largo film. Las actuaciones se reparten en tres grupos: Las menos lamentables (Franco, que quizás no se gane un Oscar con esto, pero salva la película), las medio lamentables (Chino, Emilio Vizcaíno y Krisbell Jackson) y las tremendamente lamentables (Paula Bevilacqua, Rekeson, Cotur y por dios… ¡Nacho!).

En el transcurso de la trama, con un más que predecible final, pasan cosas sencillamente tristes. Una ridícula autopromoción de Rumbera Network, el quinto elemento del hip hop sin el cual todo su poder de sanación no sería posible. Además, hay 3 secuencias increíbles, tanto por su total fuera de contexto en la historia como por lo esperpéntica de su realización: Un pique por Caño Amarillo de Corsas enchulados a 40 kilómetros por hora, un ¿homenaje? a Michael Jackson y Rekeson cayéndole a tiros al aún no inaugurado sistema de Metrocable, luego de haberle perdonado la vida a Cotur en un duelo de lírica callejera y dura. Esas 3 secuencias deberían ser editadas por separado y encartadas en la edición dominical de algún diario de circulación nacional.

Quizás este modelo de cine concientizador sirvió en algún tiempo, pero la juventud del 2000 no es la misma de 1912, y eso es algo que algunos guionistas y directores aún no entienden. No es nada casual que la película sea auspiciada por la misma institución que difunde los galli-comerciales de Alianza para una Venezuela sin drogas.

El acabado se inscribe, peligrosamente, en la tendencia del grado cero de la escritura, perfilado por el piloto automático de la sala de redacción de un portal web para la audiencia de Wissin y Yandel, en un hipertexto urdido, cortado y fundido a los machetazos.

De repente, ocurre una fotocopia al carbón de “Secuestro Express”, y más adelante se suceden una catarata de enredos inconexos, embutidos por compromiso en sala edición. 

El pretexto del plot es inútil, el nudo es fácil de anticipar y el colofón incurre en un mar de incoherencias y disparates, con un epílogo cantado de antología. Por un lado, se reconfirma el encuentro de la chica con el chico, a la sazón de una predica tranquilizadora a lo pare de sufrir. Por el otro, la violencia y la maldad son purgados en la ejecución sumarial del villano, al proponer la aniquilación amarillista de la alteridad como solución favorable para los conflictos de los personajes.

Repito e insisto, se trata de una interpretación pobre, limitada, sensacionalista y rastrera de la antropología, funcional a los creadores del consenso, para quienes el hampa se combate y se erradica con el ojo por ojo, a punta de pistola.

Según “Son de la Calle”, el barrio no es un caldo de cultivo para la delincuencia, la sociedad tampoco, y ella es víctima de unas extrañas mutaciones cancerígenas, tachadas de manzanas podridas, de azotes y de gatillos alegres. Una teoría descartada por la sociología de avanzada.

Howard Becker en su tesis “Outsiders: Hacia una sociología de la Desviación”, afirma lo contrario al sostener el concepto de “la acción colectiva”, en respuesta al enfoque de la “patología personal”.

El proceso político que rodea el drama de la desviación reviste este carácter. Las organizaciones económicas, las asociaciones de profesionales, los sindicatos, los grupos de presión, los cruzados morales y los legisladores, todos interactúan para establecer las condiciones bajo las cuales quienes representan al estado en la aplicación de la ley, por ejemplo, interactúan con quienes se presupone que la han violado.

Entonces, el problema de la violencia no es tan simple como lo pinta “Son de la Calle”, bajo un esquema de filtración binaria. Nos guste o no, todos somos responsables de la institucionalización de la violencia en las calles, y todos formamos parte de su juego macabro, aunque siempre es más fácil echarle la culpa a un chivo expiatorio y quemarlo en la hoguera del ostracismo, en una tautología del diente por diente.

Así la comunidad lava sus culpas.

Así el estado conjura sus deudas sociales.

Así el país exorciza sus males como en el circo romano.

Así, “Son de la Calle” vehicula nuestros miedos más atávicos y primitivos.

Nuestro miedo a la otredad.

Nuestro miedo a la realidad.

Nuestro miedo a la disidencia.

Nuestro miedo a la oligarquía.

Nuestro miedo al proletariado.

Nuestro miedo a los pobres.

Nuestro miedo a los ricos.    

Nuestro miedo a correr el velo de la complicidad.

Nuestro miedo al vicio y a la droga. Si te metes, te mueres y te quemas en el infierno. Tus padres no te quieren, y tu te caes a pases para llamar su atención. Y la coca te aniquila. Y si fumas, la pagas caro. Vaya puritanismo, vaya tontería, vaya necedad.

Nuestro miedo a la locura.

Nuestro miedo a quebrar moldes.

“Son de la Calle” dibuja un mapa articulado en la relación de centro y periferia. Pero su centro y su periferia son una vulgar caricatura, capaz de suavizar y atemperar la cartografía extra oficial, fuera de los bordes, de las capas y de las rayas trazadas por el poder.

En el interior de la farsa, anidan los lazos de protección con el sistema de la música, la payola y la publicidad encubierta. “Son de la Calle” no es el remedio, sino la enfermedad. La perpetuación de la enfermedad del regetón, subsidiado indirectamente por una radio amordazada, reprogramada por los mismos dueños del sartén musical, quienes cobran y se dan los vueltos, a cambio de su integridad como empresarios.

Por algo, el regetón se expande en una era de máximo control de los contenidos de la radio, sustitución de importaciones, censura, listas negras, persecución y una concertada homogenización de la oferta, por medio del monopolio y la cartelización del mercado. Es un abuso, es histórico, es el totalitarismo y el pensamiento único al son de la Calle de Chino y Nacho, meras comparsas de la conspiración. De la conspiración de la imitación y la mímesis de la ola de regetón soft, a la usanza de la salsa erótica.

La conspiración nos ubica en un espacio privilegiado de la gran conspiración internacional de los amos del regetón ligero. Los amos se llenan los bolsillos de dólares gracias a su propiedad y a su facultad de empaquetar sonidos divergentes en una capsula de laboratorio, fabricada en masa.

Por lo pronto, el complot logró su cometido, al asfixiar a la demanda con su cuello de botella de canciones sensibleras, ridículas, formuleras, aclichetadas y evasivas, diseñadas para alimentar la necesidad de escape de las generaciones de relevo, enclaustradas en una burbuja de cristal, ante el falso dilema de el hip hop versus el regetón.

El Presidente y los señores de la sombras celebran y festejan la persistencia de la conspiración.

Su optimismo es directamente proporcional a la habilidad del MINCI para encubrir el lodo del desastre bancario, al aprovechar la mampara del niño Jesús y San Nicolás. Ding Ding Ding, es hora de partir. Bling bling bling, camino de Belén.

“Son de la Calle” participa del complot y defiende otros falsos dilemas como la capacidad de decidir entre el arte y la delincuencia, cuando, por lo general, no hay muchas opciones para escoger en nuestras villas miseria.      

     En síntesis, “Son de la Calle” merece resistirse con los arcos y las flechas del Planeta Pandora. Con gusto yo me presto para ser su “Avatar”, el elegido de internet para encabezar su desafío, su derribo y su derrocamiento.

Hoy comienza la lucha por combatir a los militares y a los arribistas escondidos detrás de la caballería pesada de “Son de la Calle”.

Los invito a sumarse en el foro a mi batalla.

Tupac y Notorius, yo los invoco.

Guíenme y deséenme suerte en el 2010.

Feliz año. 

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