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Crónica de un concierto al que nunca fui
Los gusanos, CELARG, 29081992


   Un pana, que conoce a un pana, que conoce a un pana me dijo: guarda esta vaina. Hay como tres copias en el mundo, directo de la cónsola.

   OK, Burda de santo: el concierto abre con un cover. Satélite de Soda Stereo es apenas reconocible de tanto metal que le ponen la guitarra y la batería. A mí particularmente me descoloca, una noche de octubre del 92, el protagonismo que tiene un timbal en un concierto de “rock”.

   Sex appeal coquetea con algo de ska. Aún no comienza lo que es realmente los gusanos, aun merodean por estilos afines, estilos que los influencian. Lloviendo: Palabras de amor, el más chili peppers de los temas del concierto. La guitarra de Víctor Rossi se muestra prometedora, varios de los solos más pegajosos que haya oído de rockero nacional alguno.

   Torombolo, Víctor Mayo para los compañeros de clase, toma el micrófono con la versatilidad de maestro de ceremonias que se vuelve tan importante para la escena de los gusanos. El color del horror es una colección de historias de D-Última y son presentadas como debe ser, con un repaso de la crónica roja caraqueña: un tipo entra a una casa y mata a cuatro personas, otro mata a su esposa en una samurai en la autopista de Petare antes de suicidarse. Cuando finalmente ví a Los gusanos, ese año, más tarde, el intro era el atentado a Antonio Ríos, ¿lo recuerdan?. El tema es enérgico, a diferencia de la versión “demasiado” depurada en estudio del disco, como finalmente saliera a la luz pública, con el apoyo, per cosi dire, de Sonográfica.

   Tras Sangre y lágrimas torombolo se toma una pausa para ir al baño, cosa totalmente inesperada, y alguien toma el micrófono para entretener a la gente anunciando que quedan pocas copias del disco (home made) Canciones de amor. Torombolo regresa con el chisme de que saldría un disco grande para diciembre. Rifan chapitas antes de El ansia y advierten del contenido no apto para almas sensibles de El lado prohibido, un funk decididamente libidinoso en el que látigos que denotan desparpajo nos ubican cronológicamente en una fecha muy anterior al video de Roxana Díaz. Un concierto brinda más cercanía mientras mejor comunicación haya entre el público y la banda y en ese aspecto es el concierto prohibido del Celarg insuperable. El clímax del diálogo precede a Danzas negras. Torombolo insulta a un carajo que se pasa todo el casette gritando mariqueras y recita las acusaciones de que los gusanos ya no son políticos y ven Mtv. Siguen hablando porque una guitarra esta desafinada y nos explica Danzas negras. Bajo el influjo de Cure, Danzas negras hablaba de puertas hechas astillas, de la imposibilidad de olvidar a los torturadores y las lágrimas en rostros de mujeres, signos inequívocos de las dictaduras suramericanas. Lástima la versión tropical que fue final para el disco en estudio.

   Es este el concierto en el que Víctor dá su primer solo de guitarra. Una versión “hyper hot” de Antonio Lauro en la que Víctor acelera su Natalia, la acentúa, mete y saca el overdrive y se echa una cantidad impensable de pelones, completamente acorde al post punk que los pudiera haber influenciado.

   Es durante el solo que mi casette cambia de lado, estrategia de la buena fortuna para evitarme arrecheras en el futuro.

   Fé nunca salió en estudio, tengo entendido. Distinto destino acompañaría a El angel de la calle, el rap mestizo que describe, como en una entrevista, la vida de un malandro que oye los gusanos, lee bukowski y carga un hierro bajo la franela de los Bulls, malandro que ellos confiesan que existe. Antes de El corte amenazan con desnudarse, cosa que los muchachos, según la farándula y Sonoclips (aprovecho este medio para hacer mi pública declaración de amor a Carla Tofano, a quién una vez me tropecé en la olla de un concierto de Dermis Tatú y no pude decirle sino alguna torpeza), solían hacer.

   Una de las rarezas del concierto es Ave de rapiña, que empieza con una declamación poética de Torombolo. “Cuanta sangre derramada por una codicia infinita / cuanto dolor”. La letra del tema es brillante. Una de mis críticas favoritas al imperialismo yanqui, por debajito pero no mucho, del Tiburón de Colón y Blades. Una cita bolivariana muy anterior a la banalización del pensamiento del Libertador que propone el gobierno de hoy dia, “siembra la miseria / en nombre libertad”. Y me asfixias y me mientes y sobornas y corrompes asesinas discriminas y me invades evades verdades y la guitarra de Víctor alcanza al maestro de ceremonias valiéndose de riffs inteligentes.

   Una de las canciones que cambió mi vida fue “La gangrena” de los gusanos. La oí en rockadencia, el domingo que me mudé por primera vez a Caracas, hace casi once años. Ahora tenía ese manifesto del rock mestizo entre mis manos en una versión única, por favor no se burlen de un lama sensible afectada por la nostalgia :-). Vladimir Quintero dá un solo de percusión que a pesar de ser presentado como música para bailar, se nos hace lento y no por ello menos virtuoso.

   Es entonces, durante el último tema del concierto que me viene la duda: Torombolo presenta un tema sin nombre, un “calypso cool” que finalmente asumiría la identidad de Yo me voy y aparecería en el segundo disco de los gusanos, y comenta que la gente si habla paja, porque nosotros somos un grupo de gente seria y nosotros no salimos desnudos en esta vaina. Todo parece indicar que dice lo contrario a lo que hace. Yo me voy es un temazo, la quintaesencia del sonido de gusanos y uno de los mejores trabajos mestizos, al lado de Caifanes y la Maldita. Y el tema termina y Torombolo agradece a los organizadores y pide disculpas por su aspecto.

   Si alguien sabe qué pasó en ese concierto, por favor, escríbame. Y si alguien conoce a Carla Tofano, por favor, díganle que la amo.


PD: el pana Héctor Torres escribio una inteligente Carta a Benedetti que fue publicada acá y el uruguayo la leyó. ¿Correrá O. con igual suerte y la Tofano leerá su mensaje?.

PD: tras oir el trabajo Mastropiero que nunca, de Les Luthiers, por espacio de unos 4 años e imaginarme lo que estaría pasando en el podium, por fin conseguí ese concierto en video y la verdad, me lo había imaginado de manera totalmente errónea. ¿Podrá O., tras once años de incertidumbre, saber qué carajos pasó en aquel agosto caraqueño?

   
 



Isla Desierta (III)

Para D. Pratt y O.

   Cuando Iván Pavlov descubrió por azar el reflejo condicionado en los perros con los que trabajaba en sus experimentos sobre las secreciones digestivas, no era capaz de imaginar que también estaba explicando el por qué ciertas canciones quedan asociados de un modo inextricable al afecto de un momento.

Pavlov hizo su descubrimiento en un refugio silencioso de una Rusia distante, imperial. Su mérito consistió en una sutileza que también era música: entender que el taconeo del celador que traía el alimento para los perros producía en ellos una salivación profusa, la misma que ocasionaría el alimento ante sus ojos. Esta asociación, este aprendizaje, terminó por llamarse condicionamiento clásico, el condicionamiento que deviene de un estímulo neutral que, por asociación, pasa a ser un estímulo condicionado –los perros de Pavlov también pasarían a la historia como espectadores de una ópera triunfal y cotidiana: una emocionante celebración del ruido.

   Desde luego, no cambió Chopin, cambió nuestra manera de comprender la difusa melancolía que experimentamos al escuchar alguno de sus preludios. Bach permaneció inconmovible, el concierto de Brandemburgo no experimentó ni una sola variación en sus notas, pero desde entonces podemos entender por qué ciertas melodías son capaces de suscitar en nosotros el pálido latido de un recuerdo, la amenaza de un suspiro agónico.

   Me permito este anacronismo pues, si por un azar, tuviese que ir a una isla desierta y, tal como propuso D. Pratt y O., el brillante director de orquesta de la sección de música de panfletonegro, apenas pudiese escoger un solo CD para escuchar entre el festín monocorde del mar, estoy seguro que escogería un disco que, siguiendo a Pavlov, está íntimamente unido por un arraigado condicionamiento, por un afecto sentido. Ése disco sería: Wish you were here, de Pink Floyd.

   Se trata, desde luego, una elección forzosa. En cierto modo desesperada. Es seguro que lamentaría no poder escuchar nunca más el décimo movimiento de las cuatro estaciones de Vivaldi. El mismo que, casi siete años atrás, escuché vibrar en mis audífonos, en un autobús que llegaba a Maracay a las 10:00 de la noche, bajo la lluvia pertinaz de Mayo, justo en el momento en que comprendía muchas cosas sobre la belleza y la ternura. Lamentaría perder una bella pieza de música colonial, contenida en la colección “De la musique des conquistadores au livre d’orgue des indiens chiquitos” en la que –inusitada variación hipertextual del siglo XVI—el sonido de los tambores imita el estallido de los fuegos de artificio y que, además, produce en mí las remotas asociaciones de los páramos, el intrincado encanto de la selva tropical lluviosa. Lamentaría, además, no tener junto a mí el primer disco de Buddha-Bar que escucho en este momento y que, por una razón que ignoro, me hace pensar en los años en los que descubrí Caracas, el filo de la neblina suspendida sobre un farol de luz. Sería una pérdida incómoda no escuchar nunca más algunas canciones de Joan Manuel Serrat, las mismas que me acompañaron en antiguas madrugadas inclinado ante un libro de Honore de Balzac. También sentiría renunciar a un soundtrack de los westerns de los años 70’s, un disco remoto que sonó en el ámbito alucinado de la casa de la infancia y cuya pista perdí para siempre. Lo mismo ocurriría con Shape of my Heart, de Sting, el bello disco Días y Flores de Silvio Rodríguez que quedó suspendido en algún plato del pasado, alguna noche en que abracé contra mí el cuerpo pálido de una mujer que amé y me amó. Es probable que alguna noche, en la soledad abovedada de la Isla Desierta recordaría la canción “Why does my Heart fells so bad?” del disco Play de Moby. Como también es posible que en algunos atardeceres encendidos recrease algunos movimientos decisivos del concierto de Brandemburgo. A veces, en las mañanas, recordaría “Orinoco Flow”, de Enya, de su album Watermark; y, alguna tarde, intentaría tararear “Return to inocence”, de Enigma, el mismo que quedó prendido de un agosto salvaje. Algún insomnio me haría recordar el disco Off the Ground de Paul McCartney, impregnado por el frío de Enero del año 1994, y también echaría de menos dos canciones decisivas de la adolescencia en las lentas y quietas noches de de principios de los 90’s: “Losing my religion” de REM y “What’s up”, de 4 Non Blondes. Aún así, escogería el disco Wish you were here.

   Lo escucharía poco. Sólo en los momentos en los que sintiese el ímpetu desolado del hastío. En ese caso, atendería, ante todo, al introito de 8 minutos 42 segundos del primer track, "Shine on you crazy diamond": el sonido sincopado del solo de guitarra de Gilmour, la cadencia bluesy, un recorrido insomne del que, de pronto, emerge un sonido de órgano, se eleva, cae, para luego escuchar esta estrofa desgarrada, al borde de la madrugada y la locura:

Remember when you were young/ You shone like the sun/
¡Shine on you crazy diamond!

   Y, después, en el cuarto track, la que tal vez sea la más hermosa frase de cualquier canción:

We're just two lost souls swimming in a fish bowl/ Year after year/ Running over the same old ground/ What have we found?/ The same old fears

   Escogería Wish you were here porque con ello, de algún modo, querría volver a una noche en la que el disco sonó muchas veces en mi computadora, al tiempo que la luz de la ciudad desaparecía y sólo dibujaba el contorno de la mujer que me es más entrañable, el principio de la eternidad que reside en su mirada. Porque los largos, desesperadas evoluciones progs que lo componen capturan de un modo íntimo un conjunto de imágenes conmovedoras de los últimos años de mi vida. Porque tener junto a mí ése disco significaría conservar una cápsula de sonido y esperanza, un retazo de vivencias y emociones que no estaría dispuesto a olvidar jamás.






Wish you were here (1975)
Pink Floyd

Shine on you crazy diamond (Part One)
13:38
Welcome to the machine
7:30
Have a cigar
5:24
Wish you were here
5:17
Shine on you crazy diamond (Part Two)
12:28


-Pedro Enrique Rodriguez
<[email protected]>

 




 

El dato del mes

Quizás alguien haya leído una crónica de hace algún tiempo titulada Every clubbing soul (clic), acerca de un DJ set de Dexter y el otro DJ de The Avalanches. Pues en Audiogalaxy (clic) está el intro de ese DJ set, casi íntegramente el que yo oí esa madrugada en Gent. 25 minutos de scratches y bien hilado absurdo. El que lo quiera, que lo busque rápido. No vaya a ser que lo quiten.






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