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La pupila por dentro

-Tatiana Sledzinski
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I

   Varias veces ya me ha visto su ojo multicolor.

   Enorme, terriblemente cerrada, permanece ante la indiferencia del colectivo la mirada tridimensional de Dimitrios Demu, el hombre, el escultor, el museo.

   El bello ojo imposible, de concreto, de colores, está encerrado tras rejas que jamás se abren. Me pregunto, cada vez que paso, hasta qué punto se siente cómodo con su anonimato. Desfilan ante él mujeres de piel morena que van a sus trabajos día a día; niños que pedalean descalzos sobre bicicletas descascarilladas por el salitre y el uso; jóvenes citadinos, cazadores nocturnos de la fugacidad, visitantes temporales. Como ellos, yo también desfilo, sólo que siempre el ojo y yo nos miramos mutuamente.



II

   El Tiempo, periódico local, anuncia tras años de mi curiosidad por aquella estructura, que para la noche del viernes 25 hay un recital de jazz. En el museo, por supuesto. Arrastro conmigo a un par de amigos que no parecen muy convencidos de querer cambiar las luces estroboscópicas de Level’s por un programa en el que abre algo de Miles Davis. Yo quiero entrar antes de que comience el concierto para explorar, pero nos abren con el tiempo justo, porque la casa apenas está operativa para eventos algunos fines de semana en la noche. Del resto, las piezas no son visitadas por nadie.

   La belleza de varias tierras se une en un corto pero fecundo viaje: vitrales de Boconó, pisos de granito de Guayana, maderas de Brasil, un domo de aluminio de Estados Unidos, y lo mejor: el legado de las manos rumanas del Sr. Demu. Apenas creíbles, fotos de esculturas dispersas en todo el mundo, como Icarus y su destino, el Busto de Pushkin. Docenas de libros extranjeros en más de un idioma que mencionan a Demu y su obra. Gratamente reconocidas por nuestros ojos, esculturas a escala de la Fuente de los Pájaros de Barcelona y el Heptaedro del Cielo de Puerto La Cruz. Ocupados en organizar el recital, los encargados del museo prestan poca atención a mis preguntas y me remiten al catálogo escrito en inglés y español, que termina por revelarme todavía más sobre Demu, hacedor de símbolos tristemente ignorados.



III

   Punto de unión entre tierra cielo y mar, Dimitrius concibió la cruz más alta del mundo, 200 metros de elevación en la cúspide del cerro El Morro, que se tornaría imagen del desarrollo cultural y turístico de Puerto La Cruz y Barcelona. Utopía largamente acariciada, estudiada y presentada: la “Cruz Gigante del Mar”, el “Faro del Mar Caribe”, es una monumental creación que, junto al proyecto de desarrollo de Oriente, se quedó engavetada en el archivo de ítems del decimocuarto orden de la gobernación, o en algún otro lugar igualmente sórdido. “Allí está el proyecto, los apoyos no ocurrieron como debían, no hay que extrañarse, Dimitrios sabía que la tarea era colosal.” (Fidel Flores, cronista).



IV

   Satisfecha a medias por lo que han bebido mis ojos dentro del museo, tengo en mis piernas el último y manoseado catálogo que quedaba en venta. Pienso en la fortuna que debe haber costado este espacio artístico, regalo del escultor a la tierra que lo acogió y le dio libertad de creación, y lamento la desidia de la bienvenida. Observo las formas abstractas del acero, magníficas dentro de su encierro, ocultas a la indigna luz pública, espejos de una vida y obra que nadie imagina. Frente a mí, un joven anónimo termina con un tema “de su propia inspiración, dedicado a su hija”.






Fotos extraídas del catálogo de la Casa-Museo Dimitrios Demu





   

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