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Sobre “La milpita”, de María Roselia Jiménez Pérez

-Jesús Nieves Montero
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    Se dice que la marca de los cambios de mayor trascendencia en la vida es que, una vez en la etapa siguiente después del cambio, es imposible concebir las cosas como en el estado anterior. Vienen a la mente un inventario de primeras experiencias, pero poca duda puede haber que un cambio modelo que se ajusta a esa definición es el que se produce con respecto de la niñez.

    Después de salir de la niñez se pierden las proporciones, los juicios simples, las honestidades desbocadas que uno comprenderá luego que son realmente indiscreciones. Y se acentúa el distanciamiento cuando no sólo se hace el paso de la niñez a la adolescencia sino de ésta a la adultez. La niñez queda casi sepultada y queremos recordarla con añoranzas de aquellas cosas que nos motivaban, de lo que nos fascinaba pero estamos jugando, simulando rescatar esa vida que ahora no es más que fragmentos inconexos que nos impiden comprender esos años como un todo.

    Por eso siempre es difícil leer libros infantiles. Vacunados de sexo, violencia, narraciones enrevesadas, flujos de conciencia, tomar un volumen de no más de 50 páginas, ilustrado, que parece apelar a sensibilidades dormidas, es casi una tortura. Pero hay sus excepciones.

    La XI Feria del Libro de Caracas estuvo dedicada a los pueblos indígenas. Participaron comunidades nacionales y algunos invitados de Colombia, Guatemala, Ecuador y México entre otros. Así pude descubrir “La milpita” y jugar por unos minutos a que era niño, como niño leía, como niño comprendía y como niño aprendía valores que en la vida moderna ya no parecen existir sin cierta dosis de ambigüedad.

    María Roselia Jiménez Pérez presenta su libro en una edición bilingüe: Tojolab’al-español. Y esa es la primera sensación, la de sentirse un extranjero al ir revisando cada carácter de la lengua de los mayas y no tener ningún referente para su comprensión, pero a la vez es una clase práctica de toda la reflexión de los intelectuales latinoamericanos acerca de nuestros orígenes precolombinos.

    Después, sí, claro están las anécdotas. Una inmensa tortilla (La Loskin) que se convierte en la luna, un personaje que intercambió los huevos de diferentes nidos por su curiosidad desmedida, genera con esto confusión y enredo, por lo cual aprende a dominarse; una gallina coqueta que construye su familia; arbolitos llorones, pollos desilusionados, 8 relatos que invitan a bajar la guardia intelectual y a disfrutarlos, porque son anécdotas entrañables, por dan ganas de volver a leerlos, porque uno se encuentra imaginando lo insólito.

    Las ilustraciones son obra de niños de Chiapas y es otra cara, mucho más comprensible que la del subcomandante Marcos, la que nos traen los trazos temblorosos, la imposibilidad que tiene un niño de plasmar en papel cualquier cosa con certeza absoluta porque su mundo es susceptible al cambio en cada minuto.

    Y sí aún faltaran razones para acercarse al libro, está el primer párrafo del prólogo: No llores la muerte de tu cuerpo ni llores la muerte de tu alma; tu cuerpo permanece en el rostro de tus hijos; tu alma eternece en el fulgor de las estrellas; no llores el paso de los años ni al silencio de los ojos tristes; el tiempo se mantiene en calendarios; tu palabra se preserva en la resistencia a muerte de tu idioma. Y el idioma no es sólo un sistema compuesto de palabras y significados, de formas de construcción con estas unidades, es también el espacio sensible desde el cual uno comparte la visión del mundo propio. Y allí una de las más hermosas lecciones de este libro: no se puede regresar a estas etapas que hemos abandonado pero no por ello están muertas, existen, como en el fondo de un pozo, al cual podemos acudir cuando estamos hartos de presente y complejidades y deseamos jugar a volver.




   


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