L’intrigue se noue


En el capítulo XI de los Tres Mosqueteros titulado L’intrigue se noue, La intriga se complica, se lee que d’Artagnan, después de visitar al señor de Tréville, en Rue du Vieux Colombier, regresa a su casa de la Rue des Fossoyeurs. Advierte Dumas que para tal fin, «decide tomar el camino más largo». Umberto Eco, quien no estaba allí esa noche, pero encontró, después, un mapa de las calles de París de 1625, explica que para llegar a su alojamiento, d’Artagnan toma la Rue du Cherche Midi (entonces Chasse-Middi), tuerce de nuevo a la izquierda, en lo que entonces era la Rue des Carmes –el equivalente a la esquina de Carmelitas– y que ahora debe ser, con algunos cambios de catastro, la Rue d’Assas; después, probablemente toma un atajo por un terreno baldío, junto al convento de Les Carmes Déchausées (muy cerca del lugar donde al principio de la novela estuvo apunto de batirse en duelo con Athos), y aparece, luego, en la Rue Cassette, en una travesía que sólo puede atribuírsele a un enamorado, pues la Rue du Vieux Colombier, de donde partió, embocaba perfectamente en esa calle. De la manera que sea, d’Artagnan, empalma con la Rue Messiers, en ángulo recto, pasa por un pedacito de la Rue du Pot de Fer, cruzando obligatoriamente la Rue Ferrau (ahora Férou) y parece dirigirse a la Rue du Canivet, cuando al pasar por la Rue Servandoni, –donde vive el misterioso Aramis–, divisa la sombra de su amada, Madame Bonacieux.

Hasta aquí es sólo turismo de anacronías. Lo realmente interesante de este recorrido es que sabemos, con absoluta seguridad, que esa noche la Rue Servandoni no estuvo allí (¡!), pues la novela ocurre en 1625 y a Giovanni Niccolò Servandoni sólo se le dedicó la calle en 1806, después de diseñar la fachada de la iglesia de Saint-Sulpice, de modo que d’Artagnan se adelanta nada más y nada menos que 111 años en aquél paseo lleno de estrellas y sospechas.

¿Qué pasó?. Pasó que Dumas metió la pata, por supuesto. El resultado podría ser sólo una fe de errata y un poquito de pena –Cortázar escribió alguna vez que sus errores de jazz en Rayuela le hicieron permanecer todo un fin de semana escondido entre las sábanas de un hotel de Venecia o Milán–. Sin embargo, más allá de la pena de Dumas, el episodio de la Rue Servandoni nos sirve para hacernos una pregunta decisiva:¿qué debemos hacer los lectores con los lugares de ficción que nunca estuvieron allí?. O mejor: ¿qué tipo de existencia le podemos atribuir a los personajes y lugares equívocos de una ficción?.

Poco después de los cinco años entendemos sin sorpresa que los personajes de ficción viven en nuestra imaginación. Pero esa es, en este caso, sólo una salida fácil. En nuestra imaginación también viven los amigos que están lejos. En nuestra imaginación viven cosas tan importantes o banales como el reino de Ruritania o la figura de Dios, por citar sólo dos entidades que jamás hemos visto. ¿Dónde viven sus equívocos?.

Por años, los semiólogos se han devanado los sesos –es un eufemismo, casi nadie se devana los sesos por nada–, intentando comprender la diferencia entre un texto de ficción y un texto verídico. Para desdicha de todos los amantes de lo obvio, la única conclusión terminante a la que se ha podido llegar es que no existe tal diferencia dentro de un texto. Sus mecanismos formales, sus recursos retóricos pueden, suelen ser idénticos: la diferencia está en la mirada del lector. Es decir, la verdad del texto está fuera del texto.

Sabemos que la Rue Servandoni no estuvo allí esa noche, pero allí permanecerá como texto hasta que existe un ejemplar de los tres mosqueteros, es decir, hasta que existamos como modo de vida. Sólo contamos con un argumento exterior para rebatirla. Pero eso no le importa a la historia. Para una fábula es igual de válido que la tierra sea redonda o plana, que el Sol salga el Oriente, que el lobo de Caperucita hable, conspire y coma muchachitas preguntonas.

Un texto no resuelve nada. No necesita resolver nada. Pero, ¿puede hacerlo el lector?.

A veces sí, a veces no, tal como se deduce de un feo experimento que ninguno de nosotros debe intentar hacer en casa, donde unos cirujanos levantaron la bóveda craneana de un paciente demasiado paciente (era, casi, una parodia de los antiguos relatos de her doktor Frankenstein). Como la víctima estaba despierta y como, además, el cerebro es la única parte del cuerpo sin ningún tipo de sensación, fue posible darle pequeños toquecitos en diferentes zonas. Al estimular –otro eufemismo– en cierto lugar de la masa encefálica, el paciente dijo algo como: “siento un delicioso olor a cerezas”. Casi no hace falta decir que ése olor fue tan vívido como si las cerezas estuviesen allí; sin embargo, las cerezas no-estaban-allí.

Por eso, cuando vemos que d’Artagnan camina en la noche estrellada por una calle que no pudo estar allí, podemos pensar que ése equívoco ocurre porque la misma realidad dispone sólo de líneas tenues respecto a la ficción. Es también por eso que cuando Eco nos recuerda la coincidencia poética de que la Rue Servandoni habría de ser, a más de trescientos años de distancia, la calle donde vivió Roland Barthes, recordamos que precisamente desde el balcón de su edificio lanzó alguna noche los restos de una costilla extraída por los suizos de Leysin, después de una breve intervención quirúrgica para hacerle un neumotorax extrapleural. Casi no podemos, no tenemos por qué resistir la tentación de imaginar qué pasaría si en la trama enrevesada de la ficción, d’Artagnan encontrase ése pedacito de costilla envuelta en gasas quirúrgicas.

–¡Diantres! –diría d'Artagnan, blandiendo la costilla al modo de una espada–. ¡Una costilla!. A mi fe que jamás imaginé que tal fuese el saldo de un duelo de caballeros, Madame Bonacieux.

Comentario al que de todos modos ella no haría mucho caso, si se piensa en las preocupaciones que le hacían transitar por las calles de París a tan altas horas de la noche. Ser alcahuete fiel de las infidelidades de la reina nunca ha sido cosa fácil, naturalmente.


   

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