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Sobre “La telenovela en Venezuela”, de Carolina Espada

Lo sospechaba. Realmente tienen razón todos los intelectuales de la izquierda más rancia de este subcontinente. No se pueden pasar por tantas horas de cine, televisión, música y más recientemente (e intensamente) de páginas web extranjeras sin ser afectado. Es un viaje sin retorno no porque la travesía sea imposible sino porque, astutamente, me han robado el deseo de hacerlo.

Por ejemplo, si quiero comprender la realidad que me rodea ni siquiera pienso en el pasado indígena. Cero Raza Cósmica, Día de la Resistencia Indígena, ataque fiero a la estatua de Cristóbal Colón en Plaza Venezuela. Profundos, antiguos orígenes, fuerzas telúricas, todo, para mí, sin sentido. Porque si quiero comprender mi realidad, yo primero subrayaría el melodrama.

Por ejemplo, se podríamos analizar la pasión, muchas veces ignorante, por el Ché Guevara. Sí, el ingenuo soñador que gustaba de construir revoluciones sobre cadáveres de los demás. ¿De dónde puede salir esta veneración irreflexiva? ¿Realmente de una admiración histórico-filosófica del pensamiento del mártir? ¿Buscamos a Freud? ¿Seguimos con Jung, Savater, Cioran? ¿Nos internamos borgeanamente en alguna biblioteca? Puede que sea flojera, pero me cuesta tomar esos caminos. Aparte, no soy un reluciente intelectual disertando sobre el Tercer Mundo en La Sorbona con té y magdalenas marca Proust, llevo viviendo acá casi 30 años. Por eso veo el libro de Carolina Espada, reviso las primeras páginas y veo que en la década del 30 del siglo XX ya en Cuba se transmitía “El Derecho de Nacer”, la “madre” de las radio y telenovelas. ¡Vaya prueba contundente! Cuando aparecen los “revolucionarios” ya teníamos inyectadas en las “venas abiertas de América Latina” unas cuantas horas de radio y telenovelas.

Y ya que he (aunque sea parcialmente) demostrado la importancia cultural de la telenovela (que seguramente tratarán de negar los ejecutivos de televisión no sea que la asociación cultura-telenovela les baje el rating) puedo comenzar a hablar de este libro pequeño, valioso y divertido que ha escrito Carolina Espada.

Como dice la autora, la mirada de la actriz venezolana Doris Wells en la portada resume el anhelo romántico de las protagonistas de todas las telenovelas “¿me besará? ¿me querrá? ¿será para siempre?”, porque la telenovela, en su concepto más básico, no es más que “una Gran Historia de Amor administrada en cómodas cuotas”.

Carolina desmenuza el género en Venezuela, de manera breve hace un recuento histórico de actores, escritores, plantas televisoras, directores, personalidades que han terminado por enseñarnos no sólo a amar, a enamorarnos como lo hacemos (no importa que veamos o no las novelas, es un asunto de atmósfera, de absorción cutánea) sino a mirar el mundo con esos códigos particulares donde los buenos son buenos hasta la muerte, los malos terminan por ser castigados, las mujeres apenas si conocen de anticonceptivos y todavía el embarazo es un arma para obligar a un hombre a contraer matrimonio.

El libro también analiza cómo estos programas seriados han logrado calar porque “es más fácil que un televidente se identifique con una emoción a que se case con una idea” y porque en nuestro lado del mundo “una zona geográfica donde nadie está seguro de nada, tener la seguridad de que todos los días a la misma hora y por el mismo canal se ve la misma historia con los mismos actores y soluciones parecidas es profundamente reconfortante”. Así que las telenovelas son nuestros misiles Patriots, con ella nos defendemos, austeramente, de lo que venga.

Pero, aparte de ser un libro teórico, sus 115 páginas sirven como curso básico de escritura de telenovelas. Con sonido de promesa o amenaza (depende del lector) se advierte a los aspirantes a escritores: “esto no es un arte. Telenovela es un negocio sumamente rentable”; y se continúa el adoctrinamiento con una premisa de ejecutivo de televisión: “los buenos autores son como las naranjas y están para que uno los exprima hasta la cascarita”. Porque en esta parte del libro, el logro de Carolina es la multiplicidad de voces, la autora logra ser una maestra desapegada, madre sobreprotectora, directiva pesetera de un canal e incluso hada madrina. Dependiendo del tópico: cómo se evalúa el trabajo de un guionista y las aspiraciones de sus jefes, la importancia de conocer al menos de manera general historia completa, técnicas como la sábana de la historia o la cosmogonía de los personajes, la diagramación de un capítulo, la escritura de una escena e incluso el final donde “el bien siempre triunfará sobre el mal y el amor reinará”; las voces van cambiando y con ellas las anécdotas reales o situaciones inventadas (o alteradas) con el propósito, que seguramente escandalizará a la intelligentsia nacional, de fomentar la escritura de telenovelas.

Posiblemente necesitemos más que un deseo vago para dedicarnos en serio a este oficio pero, simplemente, fascinados después de haber visto el proceso por dentro, nos podemos unir con Carolina en su párrafo final: “Dios bendiga las Grandes Historias de Amor y a cada uno de los que trabajan y dejan sus vidas en ellas. Gracias por estos cincuenta años de telenovelas y por todos los que vendrán.” Casi me muerdo las uñas pensando en qué otros excesos nos harán cometer en Latino América tanto melodrama, pero, como no soy un reluciente intelectual disertando sobre el Tercer Mundo en La Sorbona con té y magdalenas marca Proust, llevo viviendo acá casi 30 años, veo que, como las telenovelas, el subcontinente es “un espectáculo apasionado”.