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Guardo

Guardo mi gesto, guardo lo sagrado, guardo lo que nunca fue, lo que nunca será; guardo un pedacito de mí que es como una máscara de barro, guardo una fuerza vital con la que duermo, guardo un cuerpo que nunca acabo de enterrar, guardo algo que no quiero mostrar, guardo los colores, guardo una libertad de trapo, guardo noches de contrabando e imágenes que no serán.

Guardaba, antes de ayer, los bosques, ahora sólo son un invento en mi escritura. Guardo sólo mi traición a los pelos, guardo un amor que no fue, guardo una mano que apertrecho en el cuello como algo que no se siente digno de amar, guardo lo rechazado, guardo un oro de virgen del Carmen que nunca fue confesado, guardo un norte que no se sabe a dónde conducirá, guardo lo que no se puede guardar, lo que se calla en la arena, lo amordazado, guardo el dolor del vientre, lo que no se quiere enterrar. Guardo lo buscado, guardo mi rebeldía de aulas, guardo mis espéculos academicistas, guardo un pedagógico cargado de lluvia, guardo una cordillera que siempre  me dio la dignidad.

Me guardo en este lado del mundo, ni más al este, ni más al sur; guardo lo que pica, guardo lo que no se quiere entregar, guardo lo que nadie jamás me va a pedir, guardo deudas que no son propias, guardo las letras sagradas en un cajón, guardo miles de diablos dibujados en paredes inexplicables, guardo el miedo a los símbolos, guardo el temor a la fuerza propia que se desboca y se vuelve rabia y se vuelve odio y se vuelve resentimiento de seres llenos de dolor, en cuyos cuerpo no caben agujas, ni sedimentan colores enturbiados.

Pero no sé si guarde pureza, no sé si guarde altura. Sólo sé que erré el tiempo, que mi reloj de hora negra lleva una fecha mal puesta, y sólo quedó este azul y triste espectáculo de una hembra que patalea sola, mientras la vida le juega palabras idas al viento como un hombre que no tiene nombre, buscando el amor entre soplidos viscosos.

Ciudad Vegetal

De pronto sentí una extraña calma. Un viento frío pero reconfortante soplaba del este, cerré los ojos y lo disfruté. Ya no me encuentro en la sucia jungla de concreto, esta es la Ciudad Vegetal. Olores que me recuerdan la lluvia me guían por callejones con paredes vivientes que respiran silenciosamente mientras camino. Los habitantes de esta tierra de gracia sonríen mientras bordean lagos de esperanza que se extienden por parques de júbilo. Enormes edificios elevan sus tallos con ímpetu hasta rascar un cielo azul con nubes blancas que transportan sueños húmedos. Con rayos de esperanza el sol me nutre de calor, un calor saludable que roza mi piel con timidez. Una niña con mejillas de clavel y cabellos de fuego se me acerca y me entrega una flor, me mira con inocencia y con voz de ángel me dice: -Quédate con nosotros.- Un profundo sentimiento de alegría invade mi cuerpo y comienzo a llorar. La lagrimas corren por mi rostro y lentamente caen al suelo convertidas en sangre. La alegría se torna en pánico al darme cuenta que el cielo se nubla y mi cuerpo sucumbe ante un agudo dolor. Mis manos cubiertas de sangre tiemblan mientras observo asustado como los colores vivos que una vez pintaron la ciudad se degradan a distintas tonalidades de un gris deprimente y el fresco olor que inundaba el ambiente se disipa ante un hedor nauseabundo. Sin poder controlarlo mi cuerpo se desploma y siento que muero. El cielo se me viene encima y las nubes se desangran. Me dejo ir. Un intenso golpe en el pecho me despierta y escucho una voz lejana que dice: -Está vivo.- Ante la mirada curiosa de los buhoneros y transeúntes que se acercan a observar el espectáculo intento levantarme del charco de sangre en el que me encuentro pero los hombres de blanco no me dejan. Estoy de nuevo en la jungla de concreto. Escucho como el desesperado conductor de autobús explica a las autoridades que no fue su culpa, que no me vio cruzando la calle. Una niña con mejillas de clavel y cabellos de fuego se me acerca y, entregándome una flor, me susurra al oído:

-Tranquilo, todo va a estar bien.

Impiedad

Desde que el hombre es tal, sus congéneres han manifestado indiferencia, incluso rechazo ante los caídos en desgracia: un impedido físico o psíquico, un desempleado (que para el caso es más o menos lo mismo), uno a quien la timidez le impida “integrarse” socialmente… Siempre que un necesitado se nos acerca sentimos el hormigueo de la desazón que produce en el acomodado contemplar su miseria. No digamos si encima se decide a pedirnos algo. Y es que en los momentos bajos, los amigos del ayer que aceptaban con agrado compartir tu mesa, se desvanecen en la atmósfera para no saber de uno. Lo más probable es que tu teléfono termine por no sonar jamás.

Un enfermo de gripe es tenido en cuenta como uno más. Cuando la enfermedad es otra y larga, la gente lo mira de lejos. Les incomoda el deterioro, lo cual atenta contra la estética y cánones de nuestra sociedad de la perfección. Que nada nos aleje del bienestar ni de las bebidas electrolíticas, suplementos nutricionales o tratamientos de belleza que nos hacen rebosar salud por todos los poros.

Qué santuario moderno es el gimnasio, ese club social fuente de contactos y pleno en relaciones… sociales. Allí la gente se desvive por intercambiar experiencias de ocio, de viajes y pequeñas anécdotas. Lo importante es compartir momentos de gozo físico y dialéctica fácil. Incluso al cabo del tiempo y del roce surge el quedar para tomar algo y de ahí se pasa a participar en saraos u otros eventos de la concordia moderno-burguesa. Resides en una especie de estado de gracia en lo social. Cuentan contigo los del gimnasio, los del trabajo, hay vecinos que llegan a ofrecerte su casa de campo un Viernes por ejemplo para satisfacerte, para demostrar una vez más que se navega en la misma nave de la comodidad y la opulencia. No va más. Al fin y al cabo estás en un entorno favorable, hay buenas vibraciones… Una cosa lleva a la otra.

Pero ¿y si algo cambiara? Si un accidente desfigura tu rostro, por ejemplo. Puedo imaginar la forma en que las bellas estrellitas humanas que rodeaban tu aura y te convocaban a fastos iban apagando su fulgor para terminar ignorando a ese ex-miembro del círculo a quien las circunstancias de la vida acaban de cesar.

–No deseo guardar tan feo recuerdo de fulanito. Una desgracia sí, pero no voy a verle. –Y el apenado amigo cabecea y se aleja removiendo llaves con la mano en un bolsillo del pantalón.

Un vecino mío fue a ver a un enfermo afectado por un raro tipo de sarcoma. El enfermo le comunicó que estaba de enhorabuena pues era la primera visita que recibía que no fueran sus padres. Al parecer, sus antiguos allegados no soportaban el impacto imaginado de unos ojos lechosos en el lecho del olor.

–Pues él habla y entiende perfectamente– decía mi vecino a aquellos que rehuían ir a verle. Debe ser que la sola idea de enfrentarse a un semblante marcado por la enfermedad les superaba.

Por azares de la vida el enfermo se recuperó y regresó al trabajo y todos le recibieron con sonrisas y dos o tres palabras para excusar su ausencia durante el período hospitalario.

Tras la obligada recepción al resucitado, los compañeros volvieron paulatinamente a sus puestos de trabajo, atendiendo las prioridades de cada uno en el escalafón.

La actividad diaria les reclamaba, si señor, para absorberlos en la vorágine que les comprime dentro del corsé de la normalidad, la buena vida y la satisfacción inmediata.

Qué bueno es ser perfecto.