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La Cacería

Dir.: William Friedkin. 2003.

    La Cacería es por naturaleza una película de persecuciones a campo traviesa, que cuenta a su favor con las actuaciones de Tommy Le Jones, en su papel favorito de rastreador implacable, y de Benecio del Toro en los zapatos del tradicional fugitivo incomprendido y desconsolado, aunque sin la eterna mueca de crispación de Harrison Ford.

    Es por supuesto una película muy personal de William Friedkin, arraigada por demás a su filmografía y en especial a sus dos grandes títulos: El Exorcista y Contacto en Francia.

    Del film con Gene Hackman, La Cacería recupera su eficacia narrativa y su leit motiv de acoso, hostigamiento, asedio y escape en diferentes planos, lugares y arterias congestionadas.

    El montaje de las escenas no supera ni de lejos al del trhiller oscarizado, pero algo queda de su inconfundible diapasón y de sus destellos de humor negro. Con un compendio de planos generales, el director reconstruye su gag predilecto, el de jugar a las escondidas con la muerte en los talones. Reglamentariamente volvemos al metro, pero echamos en falta el mostachón y la sonrisa de Fernando Rey. Y ahí es cuando caemos en cuenta que ni Tommy ni Benicio le dan por los pies.

    Del largometraje con Linda Blair, La Cacería parece rescatar su argumento central, con el propósito de adaptarlo al contexto del horror bélico. Por lo tanto, el mal no provendrá del infierno, sino del propio estamento militar; no será conjurado por un delegado de la iglesia, sino por un emisario de las fuerzas armadas.

    La elocuencia discursiva del director restará importancia a los diálogos, para incrementar el interés en las acciones y en las confrontaciones, cuerpo a cuerpo, de los protagonistas.

    El gran combate de la noche, el ritual del exorcismo definitivo, tendrá lugar al final, pero el demonio, como es habitual en la obra del autor, no podrá ser derrotado o expulsado del todo, pues cambiará de forma y estado, al traspasarse al cuerpo del vencedor, en un desenlace elíptico y pesimista,con alusiones a la doble moral de cualquier tentativa de expurgación.

    William Friedkin, inagotable redactor de alegorías, invoca nuevamente el mito de la inmortalidad del mal, para revelar, con el Copolla de Apocalipse Now, la paradoja de dos fenómenos extremos de la contemporaneidad: el contrasentido de combatir el mal con el mal o la guerra con la guerra, y el curioso designio, muy en el plan Bush, de ordenar la ejecución de un antiguo mercenario del estado, una vez que dejó de serle útil o se le convirtió en un estorbo como Saddam.



-Sergio Monsalve
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Primer Festival de cine “independiente” americano

   

    Reprimo la tentación de usar la palabra independiente, que en los últimos años ha sido manoseada hasta la pérdida de sentido.
-Fernando Martín Peña.

    No podemos negar que calificar a un film como “independiente” se ha transformado en una estrategia de mercado como el star system. El Festival Sundace, los temas comprometidos, las super estrellas que renuncian a sus millonarios cachets para participar de la última película indie de moda, se han transformado en una marca de fábrica, transformando al cine independiente en un nuevo “género”.
-Nicolás Quinteros.

    En los noventa, la palabra independiente adquirió glamour y valor de mercado. Pasó a ser casi un género en sí mismo, con su prensa, sus premios, sus festivales, sus empresas (subsidiarias de los grandes estudios). La independencia se generalizó, pero también se devaluó de la mano de propuestas estéticas que le guiñaban el ojo al cine multimillonario.
-El Amante Cine.

    Voy a seguir siendo independiente, pero cuando haces una película formas parte del sistema y no puedes evitarlo.
-Tod Haynes.


I

    Actualmente la independencia se resume y restringe a un estado supletorio y subsidiario de la nueva Babilonia, a una colonia de la meca, cuya función estriba en liberarla de la gran responsabilidad, el compromiso y el cargo de producir películas medianamente serias para el público adulto contemporáneo.

    En esta división del trabajo, los grandes estudios se concentran en el usufructo de las franquicias, mientras pequeñas empresas y pequeños empresarios asumen el riesgo de invertir en el drama y en la tragedia, asegurando sus intereses en las mejores entidades financieras de la industria: vales, golden boys, fetiches y títulos garantizados, abonados y certificados contra quiebras y ruinas.

    Después de efectuar el encargo, los independientes competirán entre sí en Festivales de arte, farándula y ensayo; en pequeños laboratorios culturales donde se probará y premiará la efectividad de un film autoral para comunicarse con el público y el jurado. Los derechos de los ganadores y de los favoritos sentimentales serán finalmente adquiridos por las cinco grandes. Los perdedores probarán suerte en el circuito alternativo.


II

    Festival de cine ¿independiente?, cuéntame una de Collin Powell ante el Consejo de Seguridad de La O.N.U. Dependiente es la palabra mágica. Dependiente de Universal Studios, de la cara bonita de Dennis Quaid, de la sonrisa de Drew Barrymore, de las veinte mil cirugías de Julia Roberts, del latin lover Javier Bardem, de las monomanías de John Malcovich y George Clooney, de la materia vista de Kevin Klyne, de los catorce millones de Lejos del Cielo, de la Embajada de Estados Unidos, y del concurso de los traficantes de patrañas y desatinos, quienes nos han vendido el gran disparate de un Festival de cine independiente compuesto por operas primas de guapos y apoyados, por vitrinas del histrionismo laureado y nominado de Glenn Close, y por películas de autor con el presupuesto de la serie “b” más acaudalada y educada por el “buen gusto” de la factura Miramax.

    En otras palabras, nada que ver con las locuras a precios de ganga que hacía Roger Corman con un puñado de dólares y un par de monstruos de goma, o con las lisérgicas y modestas road movies de Dennis Hopper, o con las osadías de Kenneth Anger, o con los marginales y tremebundos docudramas de Paul Morrisey, o con los experimentos neorrealistas de Cassavetes, o con los ensayos underground de los hermanos Mekas, o con la cumbre del trash que fue John Waters en su buena época de Baltimore, o con los poemas visuales de Maya Deren, o con las desvergonzadas reflexiones de Russ Meyer sobre la guerra de los sexos,o con los vengadores tóxicos de la Troma, o con las pringosas y desahuciadas alegorías de Abel Ferrara, o con las nausebundas matanzas de Tobe Hopper y George Romero, o con la negrura y el nihilismo del Orson Welles desterrado de los grandes estudios y relegado a la verdadera y segregada condición de cineasta independiente.

    Pero tampoco nos hagamos ilusiones con estos renegados de la historia del cine, pues la independencia creativa es insostenible como concepto, como definición y como mito. Para empezar, como dice Regis Debray, se depende de una información, de una tecnología de mediación, de un lenguaje audiovisual con limitaciones de orden estético, de un conjunto de contraseñas para comunicar, y de un sin fin de eventualidades, a cual más aleatoria y catastrófica. Recuerden Lost in La Mancha de Terry Gilliam y El Quijote de Welles. Antes de seguir, revisen estas palabras de Jason Silverman: El negocio de la cinematografía independiente es duro, aún en Estados Unidos. De las más de 1000 películas independientes que se realizan cada año, sólo un puñado logra llegar a los cines.

    Posteriormente, en orden de importancia, el producto final se supedita a las leyes del mercado, a los criterios del marketing, a los cánones de distribución global, a los preceptos de exhibición, a las clasificaciones de la censura, a los imprevistos dictámenes del consumidor, a la sentencia lapidaria de la taquilla y al veredicto de los Festivales clase “A”, “B” y “C”. En suma, la independencia no existe más que en la mente de quienes la promocionan y auspician, según una serie de cláusulas, formalidades y escrúpulos.

    Aquí por ejemplo, en el marco del Festival, se ha decidido identificar al cine indie con esa filmografía pobre pero honrada, necesitada pero pretenciosa que busca hacerse un lugar en el corazón del público anglo, mediante la restitución de los preceptos del Hollywood clásico, mediante la formalización de la informalidad y de lo que ayer fue espontáneo, mediante la socorrida fórmula de short cuts, mediante la sistematización del caos y mediante la obligación de la apostilla moral.

    A propósito, los títulos de la muestra denotan cuál fue el espíritu independiente del Festival:

1) Lección de Honor. Siempre hay alguien en tu vida que hace la diferencia.
2) Senderos de Sangre.
3) Confesiones de una Mente peligrosa.
4) Lejos del Cielo.
5) Vidas en Común(soap opera con el mejo amigo de Dawson Creek).
6) Full Frontal
7) El último Baile.
8) El Novio (The Groom).

    De igual modo, los carteles de las películas se desprenden de cualquier ambigüedad, de cualquier abstracción, de cualquier anomalía compositiva, para privilegiar el convencionalismo del primer plano, del close up dedicado a esas “figuras que no necesitan presentación”. Todo parece reducirse a un cuarto de espejos en el que se miran y admiran los “insiders” del Actor's Studio, hiperventilados por una ráfaga de pedantería y un aire de supremacía moral, que los hace sentir diferentes al resto, y que los lleva a constituir una identidad en oposición a las reglas del juego meanstream, pero sin prescindir de fichas técnicas de postín, de las sucursales de las “majors” o de un plantel creativo incosteable para cualquier outsider.

    Un verdadero dream team congrega George Clonney en Confesiones de una Mente Peligrosa, film laureado en Berlín, escrito por Charlie Kaufman en su momento estelar, protagonizado por un Sam Rockwell en el mejor papel de su carrera, secundado por Julia Roberts, y coronado por dos cameos millonarios, el de Brad Pitt y el de Matt Demon. Miramax corre con los gastos de promoción. La película repasa la esquizofrenia recurrente en la obra de Charlie Kaufman, desde Beign John Malcovich hasta El Ladrón de Orquídeas, deconstruyendo la doble personalidad de Chuck Barris, un productor televisivo de día y sicario nocturno de la CIA, que anda tras la huella de la redención, ante la inminencia de la derrota. Fusionando el docudrama y el film noir, Clooney relata una fúnebre reflexión sobre el fracaso, que guarda parentescos con el Scorsese de Toro Salvaje, y que supone un respetable debut cinematográfico, aun cuando no se ajuste a las características que el embajador Charles S. Shapiro delimita para el cine independiente: “bajos presupuestos, actores generalmente desconocidos, sin efectos especiales, y poca promoción”(1).Vista así, la independencia se reduce a un asunto de recursos, a la aritmética de más por menos, a la economía de un subdesarollo autosustentable, austero y ahorrador.

    En el mismo saco de Confessions of a Dangerous Mind, podemos incluir a Full Frontal, Senderos de Sangre, Lecciones de Honor y Lejos del Cielo, largometrajes que con sus altos y bajos superan el estándar de la cartelera nacional, contando con caras de renombre, gente dorada, presupuestos generosos para sus pretensiones conceptuales, más una estimable publicidad.

    Las dos hermanas pobretonas de la selección, El Último Baile y Vidas en Común, se dan el lujo de posar frente a Glenn Close y a un largo etecera de iconos indie. Fuera de ello, lo que no tienen para exhibir y derrochar en grandes aspavientos, lo administran con el criterio del inversor cortoplacista, o con la prevención del que apuesta todo a ganador en film markets. Ni hablar del cortometraje latino realizado por Venezolanos, The Groom, saldado como una “carta de presentación” a los estudios, del tipo “soy bilingüe, me gusta Hitchock, puedo filmar un final inesperado, soy proactivo con la cámara y también sé actuar, hago de todo por el mismo precio y por el mismo salario”. Palabras más, palabras menos, el epitafio que faltaba para terminar de sepultar al Festival independiente en la fosa común de los fraudes culturales del año.

    A modo de epilogo, presentamos una lista con los grandes ausentes del evento:

Armony Corine
Gus Van Sant
Larry Clark
Richard Linklater
Tod Sollodz
Michael Moore
John Sayles
Jim Jarmusch
Gregg Araki



-Sergio Monsalve
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1. Palabra textuales del Embajador en Venezuela de los Estados Unidos, pontificadas en el programa o en el tríptico del Festival, cuyo diseño se centra en el sombrero del Tío Sam, que opera en esta ocasión no como la corona de la campaña I Want You In The Us Army Enlist Now, sino como una suerte de chistera cultural de la cual se desprenden tres listones rojos, impresos con la data y el título de la muestra. Al lado de la chistera sobresalen algunos fotogramas de la selección. Michalel Moore figura en uno de ellos. Su más reciente documental había sido prometido como plato fuerte del ciclo, pero a última hora fue descartado, dizque por “problemas ajenos a nuestro voluntad”. Insisto, cuéntame una de W. en cadena nacional.

   
   

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La hora 25

Dir: Spike Lee. 2002.


    Redonda y virulenta, Haz lo correcto fue la gran película de Spike Lee. En Cannes, dicen las malas lenguas, le robaron la Palma de Oro para concedérsela a la revelación del cine independiente wasp, que no white trash, Sexo Mentiras y Video de Steven Sodenbergh. Win Wenders, por cierto, fue el presidente del jurado, y el autor intelectual del fallo fallido, o de la injusta sentencia contra el black power, que no black panter.

    Desde entonces, Spike y Steven se enfrascaron en una contienda por ver quién dirigía la más pretenciosa. Y Steven ganó de calle con Kafka. Más adelante, emprendieron otra carrera por dilucidar quién se vendía mejor al peor postor de Hollywood. Y Spike, montado en su caballo Malcom X, derrotó en final de fotografía a su contrincante, ya asentado de por vida sobre el potro de lo megaindie o indiemeanstream, con Erin Brokovich y Traffic a la cabeza.

    Hoy en día, en un retorno a sus raíces, los dos andan Full Frontal con el revival estético, con el experimento de cámara, pero de alto presupuesto, filtreando con temas duros y conclusiones blandas. Steven, de momento, no ha dado pie con bola desde The Limey, y mucho menos ahora en su faceta de Tarkowsky insolado por la resplandeciente retaguardia de George Clooney.

    Spike, de a poco, ha ido recuperando el tino, pero sin descuidar el hilo de la taquilla. Reclama, para su gente, las vindicaciones sociales de siempre, utilizando como voceros a los chicos duros del star system. Con Phillip Seymour y Edward Norton, dirige La Hora 25, estrenada legalmente en nuestro país bajo el formato D.V.D.

    La cinta narra, en cuenta regresiva y como recomienda la teoría, las últimas veinticinco horas en libertad de un condenado a pagar seis años de prisión, en una cárcel de máxima seguridad, por un delito que sí cometió in fraganti.

    Aunque la idea central del guión peque de banal, Spike hace lo posible por soslayar el tópico, sin evadirlo por completo. Así, la larga y triste despedida del inculpado se dilata lo suficiente como para mantener el interés melodramático, y a la vez como para ventilar el último malestar del director.En esta ocasión, el blanco de su vehemencia verbal, de su incontenible virulencia, es la Nueva York de la zona cero, la Manhattan de la era posterior al once de septiembre.

    Sobre este territorio físico y metafísico, real y subjetivo, se asienta el drama del protagonista, en una referencia a la tragedia de la propia ciudad. Spike Lee describe un paralelismo entre el itinerario del personaje principal y el devenir de la metrópoli, al narrar la crónica urbana de un individuo y un referente en ruinas, a la búsqueda de reconstruirse sobre los cimientos de la ética protestante.

    Film de regeneraciones y posibilidades de escape, como los de Paul Schrader, La Hora 25 evita las postalitas de Allen y los homenajes de Giuliani, a fin de contar una elegía nocturna y crepuscular, con madrugada incluida en un mañana incierto pero no menos esperanzador. Amanecer de ratón moral con conciencia de rectificación bajo el nuevo skyline de Nueva York, sin las dos torres y sin los humos subidos del pasado.


-Sergio Monsalve
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Legalmente Rubia 2

Dir.: Charles Herman Wurmfeld. 2003.

     Desde Mr. Smith Goes to Washington, aquella película que cinceló la efigie mítica de Jimmy Stewart, se ha decretado como subgénero del cine de jurisconsultos, el testimonio melodramático del abogado advenedizo que le propina una lección moral a los magistrados de la corte, amparándose en las tablas del derecho, con el único propósito de comprobar “que la buena fe, la verdadera conciencia democrática, se impone a las intrigas de los políticos profesionales y que el sistema americano es abierto y permite la integración de cualquier ciudadano que lo desee; el sistema hace prevalecer la justicia y permite que la voz del pueblo llegue a las más altas esferas políticas”(1).

     Mr. Smith Goes To Washington es también un título emblemático de la historia norteamericana, porque refleja “la política que siguen las grandes productoras durante la etapa del New Deal : producir un cine que exalta los valores democráticos y la importancia fundamental que en la sociedad se atribuye al individuo. Se pretende demostrar el apoyo de la cinematografía al ideario político – social de Roosevelt, pero al propio tiempo que se efectúa una denuncia intrascendente de determinadas situaciones y personajes, se propone como solución ideal el conformismo y el respeto a las instituciones vigentes”(1).

     La película de Capra, por último, configura para la posteridad el arquetipo del subgénero : el Mesías o el intruso benefactor, definido por Xavier Pérez como el héroe redentor de la mitología audiovisual.

     Con un interlocutor, una razón y un imaginario, el subgénero del novel jurisconsulto se ha constituido en una ley de Hollywood, y como tal, se ha prestado a múltiples y variadas interpretaciones autorales.

     Las más ajustadas al cuerpo de la letra muerta se cuentan como arroz. Las menos articuladas al orden constitucional se enumeran con la mano izquierda, pero se saldan con la derecha.

     Hace un par de años, por ejemplo, Michael Moore dirige un documental con un pollo gigante que viaja hasta Washington para conseguir un fallo judicial en contra de un antipático empresario avícola. Si bien el Superchicken saca a relucir el estiércol del capitolio, logra su cometido al obtener una sentencia favorable a su causa, legitimando así los valores de la democracia representativa, y corroborando que más allá de las argucias legislativas y de los políticos nefastos, siempre se “impone la voz y el voto del pueblo”.

     Ahora cambiemos el Pollo por una rubia legal y derecha, sumemos una estética sardónicamente kistch a lo Pink Flamingos pero sin el Mondo Trasho de John Waters, demos por descontado el veredicto de Frank Capra, agreguemos la comicidad ligera de Warner Channel, introduzcamos una enmienda constitucional en contra de la explotación canina, sumemos un sermón edificante medio en serio medio en broma, y obtendremos como resultado la secuela de Legally Blonde.

     El autor intelectual de este revoltijo cinematográfico es un experto en comedias light con olor a teen spirit y a independent spirit award, muy del gusto de la bohemia afincada en Sundace. El público snob adora sus películas porque hablan del amor con un cierto desenfado culturalmente correcto, que no elude el comentario puritano, y que adula nuestra buena conciencia, reafirmando el estilo de vida de ricos y famosos a través de la estética del telefilm.

     Antes de hacer un antisitcom, como Tod Sollodz en Felicidad, Charles Herman Wurmfeld asimila los del estándares de producción broadcast, para realizar largometrajes en serie con el sello de Felicity. El más reciente de ellos refrenda lo dicho hasta ahora, y anticipa lo que queda por decir sobre este director y sobre esta franquicia de Barbies altruistas como Lady Di o Amelie. La filantropía de la tercera mujer en la era del crepúsculo del deber.



1-Alfonso García Seguí : Tres cines nacionales, enciclopedia del séptimo arte, tomo número 8, ediciones Buru Lan, San Sebastián.




-Sergio Monsalve
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