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Imaginaciones


-Pedro Enrique Rodriguez
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   En el prólogo del minucioso volumen de Alberto Manguel y Gianni Guadalupe: «Breve guía de lugares imaginarios» (Alianza Editorial, 2000), se lee este increíble párrafo:

“En 1923, un grupo de zapadores ingleses estaba midiendo una zona casi inaccesible del continente africano. Al final de un duro día, ansiosos de volver al campamento base, cayeron en que aún quedaba por medir una pequeña colina. Uno de ellos, el más imaginativo, propuso terminar el trabajo más tarde, de regreso en el campamento. Su sugerencia fue aprobada. Armado de un par de tijeras, el cartógrafo recortó de una revista el dibujo de un elefante, trazó su contorno en el mapa, y completó así la colina cuyas medidas nunca fueron tomadas. El monte en forma de paquidermo puede verse aún hoy en el ángulo noroeste de la página 17 de la serie cartográfica 1:62,500 publicada por el Real Instituto Geográfico Británico bajo el título África: Costa de Oro. Esta guía es un modesto homenaje a la fe de aquel imaginativo cartógrafo”

   Con él, se da principio a un recorrido que imita al estilo enciclopédico decimonónico y que inicia en la letra «A», con las ruinas de la Abadía de la Rosa, donde el monje Adso de Melk vivió junto a Guillermo de Baskerville los episodios memorables que luego habría de «traducir» Umberto Eco, hasta remontar, en la letra «Z», con el fastuoso reino élfico de Zuy, (documentado en el año de 1972 por Sylvia Townsend Warner en su Kingdoms of Elfin), desde el que se mantiene una próspera relación comercial con las Indias Orientales, que incluye, desde las más finas especies, muselinas y pieles de leopardo hasta féculas, supositorios y pinturas religiosas.

   La Obra Enciclopédica de Manguel y Guadalupi es fastuosa. También es necesaria. Supone, más allá de la tesonera erudición de sus autores, un recordatorio esperanzador para todos aquellos para quienes la realidad es demasiado chata y desdichada como para resignarnos a sus fenómenos diarios, para quienes sienten el impulso urgente de reinventarla, intervenirla con los prodigios de la imaginación. De eso, precisamente, trata este Tedio.

   En su libro «Seis paseos por los bosques narrativos» (Lumen, 1996), que compendia los seis ensayos presentado ante las «Norton Lectures» de la Universidad de Harvard, Umberto Eco dedica algunas páginas para precisar lo difícil que es dilucidar la veracidad o falsedad de un pasaje narrativo. La conclusión a la que llega Eco después de un tortuoso recorrido de especulaciones es que –dicho llanamente–, no existe el menor indicio de separación entre enunciaciones reales e imaginarias. Expresado de otra forma: si tomamos el texto, cualquier texto y el mundo es un texto, debemos partir de la idea que su veracidad o falsedad está soportada sólo sobre un principio de fe, o en sus palabras: se soporta sobre la Enciclopedia del Lector. Ningún mecanismo narrativo es verídico o falso. La verdad está afuera de toda escritura.

   Las consecuencias de este aserto son innumerables. También son emocionantes. Una de ellas es, desde luego, que la imaginación, el mundo especulativo de las imágenes y las fantasías, está mucho más cerca de todo lo que es capaz de creer un oficioso empleado público que fatiga sus días encorvado sobre un listado de datos actuariles en tanto, más allá de su mustia ventana, las luces de la tarde hacen estallar sorpresas de color.

   La imaginación, el recurso desmesurado de lo imaginario, se repone ante los planos unidimensionales de lugares gastados, tiene la capacidad de elevarse sobre la mecánica ceniza de los objetos, de la proyección de la luz contra un edificio, de la previsible continuidad de las sombras que se caen de un día. La imaginación, el deleite de la imaginación es, a su modo, un íntimo modo de ser libres.

   La experiencia vital confirma esta especulación de diferentes modos. Diré un ejemplo -entre los muchos posibles-, de la forma como en mitad de las cosas diarias está la sorpresa de la imaginación agazapada. Es así: hace años, debí estudiar (con algo de desidia, tal vez) la manera como funcionaba la medición poligráfica, en un laboratorio más bien umbrío de psicofisiología. En algún punto de una tarde que ahora recuerdo como una tarde serena, repleta de nubes de lluvia –igual que la tarde desde donde ahora escribo–, los adormecidos estudiantes de aquél día, debimos realizar un experimento que consistió en lo siguiente: una compañera, cuyo rostro ya no soy capaz de precisar, prestó sus piernas para la aplicación de un conjunto de electrodos. Luego de ser conectada al polígrafo, apareció el registro más bien regular de los impulsos eléctricos de sus músculos (yo lo veía todo con el fastidio de todo el que se sorprende poco ante los juegos de ingenio de las tecnologías). No esperaba sorpresas; sin embargo, en cierto punto, nuestro profesor le indicó: ahora imagina que corres. Sucedió lo imprevisto: las líneas del polígrafo comenzaron a saltar, registrando la descarga secreta, vívida de sus músculos. Para el sistema de codificación del cenizo aparato poligráfico esos músculos «corrían».

   No aprendí mucho más de técnica poligráfica, pero esa sencilla demostración me sirvió para entender la maravilla que subyace a todo acto de imaginación y fantasía. Para apreciar, además, la razón por la que desde siempre, los actos imaginativos han sido para la humanidad recurso imprescindible ante los más destemplados episodios de hastío de la realidad.

   Es por eso que una nube no es sólo una nube. Una nube también tiene el derecho de ser el perfil fantástico de un león. Es por eso que una hoja seca encontrada una tarde sobre el borde de una acera tiene el derecho de aspirar, de vivir por un instante, una condición de documento mitológico, que una mujer hermosa no es sólo una mujer hermosa, sino también la antesala de todo un Universo. Es por eso, además, que los mundos a veces improbables de la literatura resultan imprescindibles a la hora de ejecutar un resumen justo de las actividades de los hombres.

   No existe nada de malo en la realidad. Sin embargo, tampoco existe nada de malo en el deseo de elevarse sobre ella y explorar otros universos, de vivir otras aventuras. El hombre que a la salida de la oficina, atrapado en el breve espacio de la cabina de su carro es, en silencio, un intrépido corredor de Indianápolis. El ama de casa que cansada ya de un día de mínimos ejercicios extenuantes, se permite fantasear bajo el impacto de la ducha, que allá afuera le espera el lugar más maravilloso, el refugio más intrincado de sus imaginaciones. La mujer que ve caer la lluvia y piensa en lugares remotos, en un jardín secreto. El autor que, por un instante, escribe desde una tarde nublada y sabe, sin embargo, que una parte suya reposa junto a otro cuerpo en una serena playa azul eléctrico de las islas Fiji.





   



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