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Me gusta sentir el fresco aroma decembrino de Caracas

    Olía a Diciembre en Caracas aquella tarde que desprevenido llegué a casa y te encontré sentada en el borde de la cama, peinando tu cabello oscuro y rebelde, vestías aquella bata de casa que te había regalado tu abuela y de la que me había burlado por sus encajes y pasacintas, su fino hilo blanco contrastaba fuertemente con lo moreno claro de tus brazos. Callado entré y me recosté en la cama. Te veía peinándote y peinándote, vi tus brazos delgados pero enérgicos, tu cuello firme, y casi adivinaba el contorno de tu pecho y el aroma de tu axila, al voltearte logré, por un instante, ver tu pezón generoso y desafiante.

    Me viste a los ojos y me hablaste, me conmovió lo ingenuo de tu rostro recién lavado, tus ojos negros te daban un aire casi virginal quebrantado por tus labios carnosos y oscuros, en ese momento la sensualidad de tu boca me venció. No contesté tu pregunta, porque creo no haberla escuchado, solo te tomé casi como un explorador viola un secreto milenariamente conservado, necesitaba poseerte en silencio, quitarte con mis propias manos la bata blanca, observar el desafío de tu cuerpo desnudo.

    Por primera vez sentí esa necesidad animal de penetrarte, de estar dentro de ti, viaje egoísta por tu cuerpo, ignore tu placer y me concentré, infantil, en el mío. Aquella tarde fui presa fácil de toda la feminidad criolla de tu persona, al final vencido pero feliz fui conciente de nuevo del aroma fresco y embriagado no pude distinguir si el origen de aquel aroma era el diciembre caraqueño o tu.

-Alexander La Rosa
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Pandemónioum en la Plaza Altamira



Hay muertes que son el fin de una jornada,
Otras, acaso, un error de número, un castigo;
Pero de ésta somos culpables, sin remedio,
Tu que te ríes con aire indiferente de los pájaros,
aquel que ni siquiera su nombre sabe dibujar

-Carmen Delia Bencomo (Rostro de Soledad)

    Lo último que se escuchó antes de que comenzaran los disparos fue la voz a través de los altoparlantes que anunciaba que el paro continuaba. Después de eso comenzó la locura.

    A las cinco y media de esa bella tarde del seis de diciembre decidí que iba a ir a la Plaza Altamira. Me vestí cómodamente, con blue-jeans y zapatos deportivos y de mi blusa pendía un prendedor con los vivos colores de la bandera de Venezuela. Muchas personas me han preguntado si tuve algún presentimiento, algo que me anunciara lo que estaba por ocurrir, mi respuesta es que no, más bien fue todo lo contrario pues me embargaba un sentimiento como de excitación, de una emoción muy grande. Decidí ir sola pero ya muy cerca de la plaza me encontré con unas amigas, ellas también llevaban sus banderas y al vernos comenzamos a agitarlas con fuerza.

    Mientras, ese mismo día, el portugués Joao De Gouveia, según sus propias palabras, decidió teñirse el pelo, recoger su Glock .40 que tenía escondida en el Avila y pasear por un centro comercial pero se encontró con que estaban cerrados por el paro. Llegó hasta el Centro Plaza y merodeó por allí por cerca de una hora.

    La plaza Altamira estaba llena, en esa hermosa plaza ubicada en unos de los sitios más bellos de Caracas, se podía encontrar casi cualquier cosa pintada con los colores patrios, pulseras, zarcillos, franelas, cachuchas. Nosotras recorrimos la plaza una y otra vez, queríamos sentir la atmósfera y el espíritu reinante en ella. Muchas personas iban a vender artesanías, dulces caseros o cualquier otra cosa hecha con sus manos. No salía uno de allí sin haber comprado algo por pequeño que esto fuera pero nunca se olvidaba el objetivo principal: escuchar el mensaje y reconfortarnos un poco los unos con los otros. Eramos amigos sin conocernos, caminantes de las mismas marchas y aspirantes al mismo sueño.

    Ese día, tal vez en la mañana, la señora Josefina preparó la mezcla para sus deliciosas galletas y sus blancos suspiros. Todas las tardes se presentaba en la plaza para ofrecer su dulce mercancía y tratar de compensar su mermado presupuesto.

    Por su parte, la joven Keyla le pidió a su papá que la llevará para Altamira, ella también sentía curiosidad por lo que allí estaba ocurriendo.

    Seguramente también, el Profesor Jaime Giraud se sintió atraído por ese “manifestación histórica” que rondaba los predios del Avila y como excelente profesor que era, quería constatarlo por sí mismo.

    Nosotras decidimos quedarnos ya en un sitio pues faltaba poco para que se anunciara si el paro continuaba o no. Estábamos en la parte este de la Plaza, justo en donde comienzan las escalinatas que bajan al estanque.

    Ya para las seis y media aproximadamente, De Goveia había emprendido su aciago camino hacia la plaza, dice él que dio varias vueltas, quien sabe cuántos de nosotros le pasamos por el lado.
Justo a las siete y diez de la noche los altoparlantes dejaron oír la noticia de que el paro continuaba, la gente comenzó a aplaudir y de pronto un sonido seco se coló a través del ruido de la plaza: pum, pum, pum, pum, pum, silencio, pum pum, pum, pum, pum, silencio, pum, pum, pum, pum, pum, silencio, progresión fatal que no puedo borrar de mi mente. Mientras trataba de descifrar qué clase de ruido era ese las órdenes que nos daba ahora el parlante era de tirarnos al piso: “Al suelo, al suelo, repetían sin cesar, “al suelo, revisen a la persona que tienen al lado, pregúntenle cómo está. Eran disparos.

    Nadie habló de heridos, mucho menos de muertos pero si pedían médicos y paramédicos, escuchábamos pasos que se nos acercaban, yo temí lo peor pero cuando después pude ver los videos me di cuenta de que eran los camarógrafos y fotógrafos tomando las imágenes. Una de las pocas veces que levanté la cabeza vi a una señora sentada y con la mirada perdida, estaba como en un trance. Le pedí, le rogué que se tirara al piso pero ella sólo dijo: “a la muchacha que estaba a mi lado la mataron” , entonces pegué mi cabeza al suelo y lloré desconsoladamente. Pensé varias cosas, una era que tal vez iba a morir en esa plaza en donde prácticamente había crecido, en donde caminaba en las tardes con mis padres hacía ya muchos años, en donde aprendía a montar bicicleta y a patinar, en donde me enamoré y luego llevé a mis hijos para que hicieran todo lo que yo había hecho. Y ahora yo me encontraba allí, expresando un sentimiento, una inconformidad y ¿Era acaso eso un motivo para morir?

    Decidieron que teníamos que salir de allí y nos pidieron que gateáramos hasta el hotel que se encuentra a unos de los lados pero a mitad de camino un gran charco de sangre nos impedía seguir, me decían que siguiera pero yo no podía.

    Estuvimos afuera del hotel un rato, agachados -todavía había peligro- nos decían. Lo que veía a mi alrededor eran rostros aterrorizados, tristes, desesperados. Las banderas ahora nos servían de bastón, de cobija o de pañuelo. Nos pasaron adentro, tratamos de usar los celulares pero era inútil. Habíamos perdido totalmente contacto con la realidad de afuera, No teníamos idea de cuántas personas habían muerto o cuántas estaban heridas, todavía no nos dábamos cuenta de que éramos de los afortunados.

    No así lo fueron Keyla, Josefina ni el profesor Giraud..

    Una vez que me reuní con mi familia y luego de agradecer a Dios el haberme conservado la vida, me hice el firme propósito de contar lo que allí habíamos vivido. A un año de la masacre sigo esperando que cesen las razones que nos llevaron a estar allí ese día. Pero me pregunto ¿Era acaso eso un motivo para morir?

-Beatriz C. Calcaño
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