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Inadvertidos como inocentes corderitos


-Héctor Torres
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    El corazón palpitante de la película, la llama que sopla alma a la trama, emerge en ese momento en que Clarisse Sterling, despojándose abruptamente de su cultivada circunspección, llora con pueril aflicción como la niña que fue, recordando los balidos de aquellos corderos que torturaban su niñez, aquellos brutos inocentes que la enfrentaban a nociones abstractas e incipientes dilemas morales.

    Al margen de los grotescos crímenes con los que se solazaba el afectado y abominable Hannibal Lecter, al cual la serena Clarisse debió recurrir para poder atrapar a un clásico (por grotesco, rebuscado y excéntrico) serial killer de los que tanto obsesionan a la sociedad norteamericana, la detective que debió contabilizar un comprimido catálogo de la degradación humana sin permitirse el lujo de flaquear, se desploma de pronto al rememorar esos balidos que la persiguen desde siempre, esos balidos que reclaman justicia y la condenarán a purgar de por vida su inocente complicidad. ¿Los balidos que la harían detective del FBI? Es posible que esa sea la intención del autor de la novela, pero ciertamente son algo más que esa predecible y plana justificación ética. Representan uno de los símbolos occidentales más característicos de esa religión que ha sobrevivido a todos los cismas a los que fue sometida aquella primigenia secta cuyos clandestinos seguidores crecían en número en la misma medida en que eran encarnizadamente perseguidos.

    Y aunque la escena sea la médula emotiva del personaje; y aunque la película (El silencio de los corderos, por supuesto) aprovecha muy bien los recursos que maneja, no supone esto que, ni siquiera remotamente, la imagen sea novedosa. Cómo podría serlo cuando el cordero, de manera arbitraria o respetando un origen cierto y definido, simboliza lo inocente. Desde siempre. Por antonomasia. Y el mensaje ha sabido proyectarse con claridad: las religiones, al menos las de este lado del mundo, advierten tajantemente —valiéndose de este símbolo—, que sólo lo inocente “merece” la salvación. “Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos será el reino de los cielos”, recitan en este momento en algún idioma, preferiblemente de lengua proveniente del latín, en algún lugar del mundo. Así sea para enfrentarse luego a la gula o a la lujuria. O al crimen. ¿Esa premisa no recuerda acaso aquel delicioso juego de palabras de “si te digo no es sorpresa”? ¿Será que es más cómodo tener a los feligreses —soldados de una causa, en esencia— inocentes de toda suspicacia?

    Valga una aclaración: reviso lo escrito y me aseguro de haber apuntado adecuadamente que esto se observa en las religiones de este lado del mundo, las que nacieron a partir del cristianismo, porque las noticias que nos llegan de otras latitudes ofrecen una perspectiva distinta sobre dicho asunto. Ese tristemente célebre y brutal acercamiento que recientemente hemos tenido con la cultura árabe, más cerca de Hussein y de Al Qaeda, de la destrucción de las torres gemelas y de la lapidación a las viudas que no se resignaron a la soledad, que de Aladino y las mil y una noches, nos enseñó (o así nos lo vendió la industria de la información, ávida de tropezarse con un Oriente que se parezca a sus ensoñaciones) que en el paraíso de los musulmanes, a cada fiel que muere defendiendo la fe le espera un cielo con doce mujeres para su beneficio exclusivo, y una mesa colmada de manjares interminables y un cofre pleno de infinitos placeres terrenales. ¿Conclusión inevitable? Apartando la repulsión a la embriaguez y a las mujeres con experiencia, el cielo musulmán es adulto, mientras que el aburrido cielo de los católicos promete placeres para el exclusivo disfrute de los muy viejos o los excesivamente jóvenes; es un “paraíso” demasiado casto como para resultar tentador a las apetencias de un adulto medio. Para entender este punto con gráfica elocuencia, remítase el lector a las portadas del órgano propagandístico de los Testigos de Jehová: “Atalaya”. La sola idea de estar condenado a tanta bondad, a tanta blanca perfección, a tanta mansedumbre, eternamente, produce vértigo. Vértigo y pánico.

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    Cualquiera que sienta curiosidad por el tema, y se haya tomado la molestia de observarlo, de seguro se ha dado cuenta de las notables semejanzas que prevalecen entre la mitología griega y el universo mítico judeocristiano. Una de ellas, quizás la más patente, es el hecho de que Zeus gobernaba en el Olimpo con las doce divinidades más importantes; de igual manera Jesús se rodeó de doce apóstoles para conformar su “gabinete” o su “Estado Mayor”, depende de las exigencias del caso. Existen, por supuesto, muchas otras. También habrá notado, y aquí era adonde quería llegar, que en la literatura épica y dramática que nos legaron los griegos, esa que para asentar su historia, procedió de igual manera que la literatura bíblica (es decir, un conjunto de amanuenses, desconocidos y distantes, asentando un universo oral, para conformar un único y gran libro) se puede advertir con facilidad lo extendido de esa costumbre de hacer las hecatombes (los sacrificios a los dioses) con corderos y seres usualmente inocentes.

    Basándose en eso, el más displicente de los católicos podrá recordar la frase “cordero de Dios que quitas el pecado del mundo”. Aquí salta la impertinente pregunta, ¿tendrá relación dicha frase, con esa costumbre criolla de poner a los niños a “pagar” al Nazareno las penitencias en que los adultos se comprometieron? ¿Serán los niños un símbolo de ese cordero que, al ser para Dios, quita los pecados del mundo? ¿Sacrificar a un inocente es una forma de simbolizar el estado ideal que los humanos deben ejercer su tránsito por la tierra? Sería como decir que morir no contaminado es la forma más segura de morir inocente de pecado, sin deudas, viejos rencores ni cuentas que pagar. ¿Qué jeroglífica parábola valdría la pena intentar desentrañar de dichas imágenes?


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    Los dioses y los animales, la naturaleza, son lo natural, es decir, lo divino. Así ha sido desde tiempos inmemoriales. Ejemplo de ello es el caballo de Aquileo. Los hombres, por sus artificios, por su capacidad de “industriar” y modificar su entorno, perdieron su condición divina, es decir natural. El animal está exento de las maquinaciones del hombre, porque carece de la capacidad de reconocer el tiempo, de pensar en el pasado y en el futuro, y por tanto, al vivir en un eterno presente, es incapaz de intentar modificar el entorno en que vive. Acaso más que ser incapaz se trate de que no le ve sentido a eso de intentar modificar su entorno, siendo que vive un hoy eterno que no admite comparaciones entre dos tiempos de un mismo plano.

    Nacidos para entender los preceptos cristianos, el cordero y su madre, son incapaces de guardar rencor al guerrero que toma a cualquiera de sus hermanos por el pescuezo y se lo lleva para ofrecérselo simbólicamente a Zeus, o a Jehová, en un sentido de doble símbología.


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    Y en torno a estas ideas en las que nos hemos paseado, siempre volvemos al inocente cordero. “Ay, sí, inocente palomita”, dicen las chicas cuando huelen un lobo detrás de esa oveja que las acosa. En otra historia, un lobo la agarró por someter a tres sonrosados y regordetes hermanitos de rabo en forma de tirabuzón. ¿Qué sentido tiene que animales tan robustos sean incapaces de defenderse?, me pregunto. ¿Ese hombre que nació provisto de la capacidad para ingeniarse una herramienta que le permita defenderse de las hostilidades de sus semejantes, y prefirió entregarse mansamente para morir en la cruz, ese que ofreció la otra mejilla, será el cordero mayor de una secta futura posterior a la era nuclear?


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    Montados sobre semejante sistema de masoquismo y genuflexión, sobre un universo tácito que premia la mansedumbre, se puede entender que es tan mal visto demostrar las legítimas intenciones que nos mueven a realizar determinadas acciones. El arma perfecta para sobrevivir en la dictadura de la sumisión, es la hipocresía. En esas condiciones es màs útil aparentar desinterés (en lo electoral, en lo económico, en lo sexual) que advertir, por lo sano, la honesto disposición que motoriza cualquier acto que emprendamos. Es mejor no ser advertidos, cargar con un estilo que pase inadvertido, tan inadvertido que casi nos haga invisibles. Así, como inocentes corderitos.




   

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