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Sobre “Vivir atemoriza” de Sael Ibáñez

-Jesús Nieves Montero
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    El segundo año consecutivo que no comienza en enero, al menos para fines de esta columna. Las motivaciones, distintas (mucho más feliz la de este año, la aparición de un nuevo libro propio); pero igual queda una sensación de extrañeza.

    De “Vivir atemoriza”, sin saber que ése sería su título, escuché hablar de boca del propio autor en 1997, cuando Sael Ibáñez era mi coordinador en el taller literario del CELARG. Cuando leí en el diario “El mundo” que ya había sido publicada, una frase vino a mi mente: se trata de un policial metafísico.

    Uno de los relatos de Ibáñez de su libro “El club de los asesinatos particulares” termina así: una vez que tuviera la firme convicción de que necesitaba partir, y además muy lejos, comprendí que no hay lugar más lejano adonde marcharse que irse al fondo de sí mismo, a ese final de mundo donde sólo convive uno consigo mismo. Ahí me fui, a la espera de que mi corazón se rompiera o se hiciera de bronce.

    Máquina del tiempo. Me llama la atención que Leroy, el detective protagonista de “Vivir atemoriza”, esté de viaje de vacaciones cuando comienza la historia y que concluya en un momento, según nos cuenta esa voz de reflexión obsesiva responsable de la narración, que “llegar a conocerse a sí mismo implicaba conocer el universo”.

    Es libro que leo con los ojos y la mente acá y la memoria en 1997, porque también Leroy repite una de las constantes ideas de Sael: A Leroy le enseñaron entonces que nada puede ser peor, en este mundo, que se infiel a la vocación: era como permanecer en el mundo a sabiendas de estar ya condenado. Alguien más empezaba a portar la marca de Caín.

    “Vivir atemoriza” es una novela de aprendizaje que engaña al lector porque constantemente hay reflexiones sobre el vivir rápido, los excesos, la exhuberancia de un grupo de jóvenes en el presente y otros, unos cuantos años atrás. Por deformación de leer y tener expectativas según el género, uno intenta preguntar: ¿quién debe crecer? Y piensa que, siguiendo el esquema tradicional, serán esos jóvenes que han profanado lugares vírgenes de San Luis de Peñón -enclave playero donde se encuentra Leroy-, que se han emborrachado, que han despreciado los códigos sociales y que posiblemente hayan asesinado, quienes logren ese cambio de actitud hacia la vida, evolucionen.

    Pero el truco está en que aquellos que necesitarían reformarse fueron jóvenes hace 40 años y aún en el presente son víctimas, ahora fatales, de su inmadurez. Y el único con capacidad de crecer, al menos espiritualmente, es Leroy un policía que constantemente nos es mostrado como agotado, cansado, en lo que los norteamericanos llamarían su mid-life crisis, una opción casi improbable para cambios trascendentales, pero de nuevo el engaño de las apariencias aparece y una historia religiosa y otra incestuosa nos da la dimensión de este extraño investigador.

    Entonces, todo lo que sucede, a pesar de que tiene sus manifestaciones externas –personajes que dialogan, interrogatorios, paseos a la playa, asesinatos- realmente cobran sentido dentro de la sicología de Leroy y no precisamente desde su rol policial sino desde el punto de vista de un ser enfrentado a su pasado, a sus dudas y a sus temores. Como algunos dioses, el estigma, la marca de Caín que parece portar Leroy le permite una mayor capacidad de comprensión.

    El gusto y el manejo de los recursos policiales son testimonio de su devoción por el género, un acto más de fidelidad a la vocación. Sin embargo, el formato policial es un marco, un medio para contar, como lo hacen los grandes libros, no inventarios de fechas, sospechosos, móviles, coartadas y sanción legal o moral sino una historia humana. Después de todo, cuando los contextos de los libros han pasado sólo queda una cosa que aún nos conecta con sus historias: la emoción.




   


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