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Homicidio y gloria a las puertas de Ilión


-Héctor Torres
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NOTA: A mis hipotéticos lectores:

Con esta entrega. culmino una serie de columnas
que generosamente me propusiera mi pana Pratt,
las cuales me provocaron más bien
pocos descontentos y sí muchas felicidades.
Un proyecto que me sobrepasa y me asusta,
y el cual me roba todo el tiempo
que dedico frente al monitor,
es el motivo que me lleva a guarecerme
provisionalmente en mi cueva.

Dedico este, mi último descontento,
a los miembros del tenebroso Flaming Circle,
y a sus sangrientos conciliábulos, en su sede secreta



«... vociferando, con las invictas manos llenas de polvo y de sangre... »

Homero


    Paris, el narciso hijo de un poderoso rey Teucro roba a Helena, la hermosa mujer de un belicoso y rencoroso rey argivo –Menelao-, ocasionando una sangrienta guerra que dura diez años, luego de que éste último armara un ejército de aliados con el fin de rescatar a su mujer que, valga decirlo, ya se había instalado feliz en los palacios de Ilión, la ciudad sitiada.

    Paris era un tipo peculiarmente atractivo. Y había que creerlo cuando hasta los enemigos que le cantan; es decir, Homero, que ya es bastante, así lo afirma. Además, en una época casi tan narcisa como la actual, quizá más hedonista que la actual, y seguramente más permisiva en los manifestaciones homosexuales que la actual, que alguien diga que un hombre era singularmente atractivo, es digno de prestársele atención.

    En efecto, Paris era bello, pero era, además, cobarde. La batalla no era su fuerte. O dicho de otra manera, triunfaba con facilidad en las batallas del corazón, pero evitaba con desvergüenza las batallas del músculo. Sabio, conocía sus debilidades y fortalezas. Pero su fortaleza le acarreó muchos pesares. Inimaginables pesares. Por tanto, Paris era atractivo y tonto. Hay mujeres que sólo basta verlas, pero eso no lo ven los tontos.

    Hablar de la destrucción eterna de su orgullosa dinastía, podría ser un buen comienzo para la lista de sus pesares. La muerte suya y de sus parientes masculinos (incluyendo a su padre y a su valeroso hermano, Héctor, el más bravo guerrero de Ilión), sería otro item que se uniría a esa lista. Su madre y su más hermosa hermana terminaron de esclavas de los vencedores. En el caso de su madre, el asunto es mucho más bochornoso, pues, luego de ser reina y señora de un vasto imperio, le tocaba en suerte ser esclava del hombre que acabaría con la vida de su hijo. Los dioses cuando complotan... Ah, ya se sabe.

    Era tal y tan desdichadamente bien ganada la fama de Héctor, que los argivos, temiéndole a esa semilla, decidieron lanzar a su pequeño hijo desde las murallas de la desolada ciudad. Es decir, hay mujeres que son la perdición de un hombre. Ninguna duda cabe. Es decir: hay que mirar bien dónde se pone el ojo. Para hacer más magnífica su victoria, Menelao, luego de haber destruido totalmente la ciudad, y luego de haber visto parecer a tanto valiente guerrero, decide buscar a la mujer “robada”, sólo para darle muerte.


II

    La guerra de Troya fue, entonces, una confederación de pueblos que se unieron para batallar contra otra confederación de pueblos, los cuales se unieron en torno a una ciudad con el fin de defenderla. Y es que cuando ves las barbas de tu vecino... sopesaban los sabios y ancianos reyes cuando iban los troyanos a solicitar apoyo, no vaya a ser cosa que el hijo díscolo que nunca falta en las familias nobles venga con una mujer de un viaje, y ese regalito traiga funestas sorpresas, como habría gustado apuntar a Homero. Por tanto, sin pensarlo mucho, brindaban su apoyo incondicional a la campaña bélica. Fue, por tanto, una especie de guerra mundial del reducido y hasta entonces conocido mundo occidental: Teucros contra Aqueos. En torno a los aqueos se unieron, entre otros, los dánaos, beocios, focenses, locrenses, abantes, atenienses, cefalenios, etolios, rodios, magnetes, mirmidones (de donde procede Aquileo), cretenses, enienes, perebos; además de los procedentes de muchas ciudades importantes, entre ellas: Salamina, Argos, Micenas, Corinto, Lacedemonia, Esparta, Pilos, Ítaca (de donde procedía el ingenioso Odiseo, fecundo en ardides), Cnosos y Ptía.

    Del bando de los defensores de la ciudad, es decir los teucros, combatieron los troyanos, por supuesto, apoyados por dardanios, pelasgos, cícones, peonios, paflagones, halizones, misios, meonios, carios, licios y otros pueblos afines y cercanos geográficamente.

    Los primeros pertenecían a regiones dentro de lo que en el mapa político actual se conoce como Grecia, y los segundos, con las excepciones de los pelasgos, eran pueblos cercanos a lo que actualmente se conoce como Turquía, o regiones aledañas, como los pilémenes, que vivían en una región cercana al Ponto, por lo que la guerra de Troya fue, básicamente, una guerra entre griegos y turcos. Su sesgo racista y xenófobo tenía al fondo.

    Como la historia, entonces, la cuentan los griegos, no es de extrañar que los aqueos (griegos) hayan vencido a los teucros (turcos). Aunque la honradez del historiador último, Homero (o ese conjunto de amanuenses que se recogen bajo el nombre de Homero, como ya observó alguien) lo lleva a admitir que la ciudad cayó sólo después de un ardid entablado con forma equina. Con lo lujuriosos que solían ser, quien sabe qué símbolo de fecundidad era notorio en el “monumento a la paz” que dejaron en las puertas de Ilión los sitiadores, que los otros hicieron entrar gustosamente, ya que, como bien lo registran otros historiadores de entonces, de manera muy pudorosa, los troyanos celebraron ese símbolo de paz hasta bien entrada la madrugada. Lo demás es historia conocida.


III

    Y eran cosas como esas las que hacían que el hombre se quisiese acercar a los dioses. Los artificios (o industrias, como quiera llamársele). Si los dioses no les regalaban la victoria, ellos se las ingeniaban para arrebatarla. También lo recoge la Biblia: los dioses son celosos de su poder, que son —como buenos dictadores— bondadosos hasta que le roncan en la cueva, y allí demuestran su verdadera naturaleza.

    A los dioses no le gusta la retorcida astucia humana; eso de urdir en torno al destino no es cosa de hombres, no es cosa digna del rebaño. Sólo los dioses son el tiempo y la materia. Los hombres sólo deberían ser materia. Los dioses y los animales (la naturaleza, lo natural), se emparentan para alcanzar la condición divina. Son lo divino. Ejemplo de ello es el caballo de Aquileo. Los hombres, por sus artificios, por su capacidad de “industriar” y modificar su entorno, perdieron su condición divina, es decir natural, y son en cambio, lo profano. El hombre vuelve a ser desterrado del paraíso, una y otra vez, en ese perenne peregrinar.

    Y el hombre lo sabe. Y ese hombre que se sabe desterrado, que se sabe marcado con la señal de la ignominia, busca las maneras de recuperar su condición divina. Y ese hombre –ya se ha dicho- retorcido, sospecha que la exaltación de la gloria es la única forma a mano de acercarse a los dioses, de retomar esa condición perdida. Y entonces concluye que la única forma posible que tienen los mortales de acercarse a los dioses es a través del asesinato: eso los hace un poco dioses; mientras mayor el crimen, mayor la gloria; mayor la cercanía con los dioses. Piensan además que al asesinar cometen un deicidio, porque los griegos no creían en la reencarnación, lo cual hace suponer que cuando se mataba a un mortal, se acababa con un alma única e irrepetible. "El bronce atravesó los intestinos, el alma salió presurosa por la herida, y la oscuridad cubrió los ojos del guerrero". Mayor gloria es impensable.

    Por tanto, sabiendo que ahora el tamaño de su divinidad depende sólo de sí, ángel caído, saca su espada y empuña su lanza, y se dedica a llenarse de gloria.


IV

    Ya que no es posible crear vida a su antojo (que es un atributo privativo de los dioses), los griegos razonan que sólo pueden quitarla a su antojo. Por su parte, los dioses, al anhelar la condición mortal (y la anhelan porque la inmortalidad es cansona, aburrida), juegan a ser hombres, imitándolos en sus pasiones e intrigas, y jugando con sus anhelos. Este es el juego del ser o no ser; es la primitiva especulación filosófica que desenvaina la espada, es el peligroso y excitante juego mortal contra un contrincante mil veces más poderoso que cientos de semejantes juntos. La palabra final la tienen los inmortales: los mortales no pueden ver a los dioses, ya que hay un abismo entre los dioses y ellos. Cuando un hombre, con un acto cualquiera de soberbia, quiere romper ese abismo, es decir, cuando se acerca demasiado a los dioses, entonces la divinidad le envía Ate —ceguera—, que es la causa de su ruina, yugo ineludible al que está uncido. Así se juega ese absurdo juego. Por lo que tiene de riesgo, es irresistible. Y allí empieza el reto. ¡Coge tu lanza y vamos!


V

    La minuciosa descripción de los de crímenes que se detallan en La Ilíada (si podemos creer a Luis Segalá y Estalella, quien la tradujo directamente del griego) además de demostrar un profundo conocimiento de anatomía, parece más —por lo espeluznante— el informe de Americas Right Watch para un país bajo dictadura, que mera poesía épica. Los ejemplos abundan con una elocuencia casi ofensiva:

    Están, por ejemplo, los asesinatos con lanzas: "Le alanceó la nalga derecha; y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado"; o "fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y el hierro cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero". Esta otra es sumamente visual: "El guerrero cayó con estrépito; y como la lanza se había clavado en el corazón, movíanla las palpitaciones de éste". Y estas dos, rayando en lo cinematográfico, por el morbo con el que se solazan: "Clavole desde cerca la lanza en la mejilla derecha, se le hizo pasar por los dientes y lo levantó por cima del varandal"; y "la lanza, penetrando por debajo de una ceja, le arrancó la pupila, le atravesó el ojo y salió por la nuca".

    También se registran, con minucioso detalle, los homicidios con las fornidas espadas de entonces: "de un tajo en la clavícula separole el hombro del cuello y la espalda"; o "el duro bronce cortó la punta de la lengua y apareció por debajo de la barba". Esta es minimalista, pero explosiva: "Y acometiéndole con la espada le dio un tajo en las sienes". Esta sería la delicia de Tarantino: "De un tajo en medio del cuello, le rompió ambos tendones; y la cabeza cayó en el polvo, mientras el troyano hablaba todavía". Hermosa en su desquiciante delirio, sin duda. Las dos que se mencionan a continuación, serían perfectas para un hiperrealismo al estilo “Salvando al soldado Ryan”: "hundió su espada en la frente del Teucro, encima de la naríz: crujieron los huesos, y los ojos, ensangrentados cayeron en el polvo"; y "hundió la suya en el cuello de Liconte, debajo de la oreja, y se lo cortó por entero: la cabeza cayó a un lado, sostenida tan sólo por la piel".

    ¿Cantar, acaso, esos pasajes épicos, mitad mentira y mitad hauvinismo, hizo a los griegos un pueblo más vil, o por el contrario con todo y esa exaltación de la violencia fue el pueblo más avanzado de su época? ¿O debido a ella, fueron lo que fueron? Son preguntas sin respuestas.


VI

    El mundo occidental, ese que siguieron relatando los vencedores de entonces, es decir, los aqueos (los griegos) persistió en mantener la tradición de Homero, alabando esas sanguinarias historias. Las mismas serían repetidas, con sospechosamente simétricas deidades, por los romanos, primero, y los pueblos germánicos, después, y de allí, a los descendientes de aquellos bárbaros que poblaron la vieja Inglaterra. Los hijos de los sajones llevarían en sus barcos, no sólo sus costumbres y creencias, sino además su universo mítico, su protestantismo en el que subyace la semilla de los símbolos de los antiguos.

    Pasarían muchos años para que en las colinas de un terreno en las afueras de California colocaran las letras HOLLYWOOD, pero pocos, luego de eso, para retomar el ancestral culto a la épica de la batalla. Cientos de miles de kilómetros de cintas bélicas (clásicas, mediocres o absolutamente desechables, en una primera categorización; y propagandistas o revisionistas, en otra clasificación) serían suficiente testimonio de ello. La única diferencia la produce el Dios al que éstos le rinden tributo. De sacrificar corderos y bueyes, ahora sacrifican sus propias almas en la veneración de un único dios, cambiante e impreciso, que ha tomado diversas apariencias, diversos nombres: Dinero, Fama, Lujo, Belleza, Juventud. ¡Coge tu lanza y vamos!





   

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