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La boca del muerto


    Lis era el apóstrofe del nombre completo Luisa. Lis, o Luisa, era una mujer diminuta de cuerpo, pero con un alma (o corazón) de gigante, de gigante en bondad y otras virtudes. A Lis una de las cosas que le caracterizaban, y que sus familiares y amigos consideraban una extravagancia, era que ninguna muerte, no sólo de amigos o familiares, tampoco de simples desconocidos vecinos, le pasaba desapercibida. Todas las mañanas, salvo por causa de fuerza mayor, se acercaba al cementerio de su ciudad. Allí se dirigía directamente al tanatorio. Raro era el día que en sus salas no yaciese un cuerpo en espera de ser enterrado o incinerado. En ocasiones todas las salas estaban ocupadas por su respectivo cadáver, y eran cuatro. Lis, como si algo tuviese que ver con aquellos finados o sus deudos, se acercaba casi de puntillas a los cuerpos expuestos. Los había de personas jóvenes, muertos en accidente; los había de personas entre cuarenta y sesenta años, muertos de enfermedades varias; también, pero menos, de personas viejas, muertos de agotamiento. Era igual. Quiero decir que a Lis no le atraían unos más que otros. Los miraba con detenimiento, con los ojos enfocados en sus bocas, generalmente recompuestas, todas cerradas y de aspecto que no mostraban ningún rictus de dolor o amargura. Luego de algunos minutos, se iba o visitaba otra sala para repetir la misma ceremonia. A los familiares que velaban a su ser querido, no les dejaba indiferentes aquella visita inesperada. Se preguntaban, con cierta lógica, si aquella pequeña mujer habría tenido alguna relación con el fallecido, pero no osaban preguntarle, quizá porque temían algún descubrimiento que resultara molesto. Así, un día tras otro durante años. Pero una mañana, algo cambió en aquella rutinaria visita. Lis estaba contemplando un cadáver, o para ser más preciso su boca, cuando alguien se le acercó por la espalda. Era una mujer.

    —¿Le conocía? — le pregunto a media voz.

    Lis, sin volverse, contestó:

    —No, no le conocía.

    —¿Entonces? No comprendo qué hace usted contemplando el cadáver de mi esposo. —añadió la mujer a su espalada.

    Luisa esta vez se volvió, y mirando a los ojos de la mujer que le había interpelado, le dijo con aquella vocecita pareja a su estatura:

    —Siento si mi presencia, sin motivo, le ha podido molestar. Es una costumbre mía visitar a todos los fallecidos que pasan por el tanatorio. No lo hago por ninguna morbosidad. Me fijo especialmente en sus bocas.

    —¿Por qué en sus bocas? —la interrumpió más y más intrigada la viuda.

    —Repito, señora, que no debe juzgarme mal. Trato de adivinar cuál fue su última palabra, cuándo su último beso.

    La viuda se quedó pensando, con la mirada perdida en el recuerdo. Lis franqueó el camino que interrumpía aquella mujer estática y salió de la sala.



-José D. Diez
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