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La invención de la realidad

Muy cerca del final de Cien Años de Soledad, José Arcadio Segundo Buendía, difuso líder sindical entre las vastas plantaciones bananeras, asiste a una concentración convocada por el Jefe Civil y Militar de la provincia, dispuesto a interceder en el conflicto entre los trabajadores y la compañía. La concentración tiene lugar en las afueras de la estación de trenes. Al llegar, José Arcadio Segundo nota que el ejército ha emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta y que, más allá de las líneas del ferrocarril, la ciudad irreal de la compañía permanece resguardada por el frío de las piezas de artillería. Al principio, no pasa nada. Corre el rumor de que el Jefe Civil y Militar (objeto de la espera) no llegará sino hasta el día siguiente. Se escuchan uno que otro murmullo de desaliento. Entonces, un teniente del ejército sube hasta el techo de la estación y se da la orden de silencio. Una mosca grita su murmullo de trueno entre los puestos de fritangas. Una nube, arriba, en el cielo, dibuja el mapa de un país perdido. Una mujer que espera entre la multitud le pide a José Arcadio Segundo que, por favor, levante en sus hombros a uno de sus hijos para escuchar lo que sea que el teniente tenga que decir. Armado con una bocina de Gramófono, el teniente lee el decreto número 4 del jefe Civil y Militar de la provincia: en él, calificaba a los huelguistas de malhechores y, además, autorizaba expresamente a las fuerzas del ejército para emprender contra ellos a fuerza de bala. Leído el decreto, se escucha la rechifla de los manifestantes. Un capitán sube al techo de la estación y, sirviéndose de la misma bocina de gramófono que antes utilizó el teniente, indica que tienen cinco minutos para retirarse. Más gritos, pitas, abucheos. José Arcadio baja el niño de sus hombros al tiempo que escucha a la mujer decir que serían capaces de dispararles. Nadie se mueve, nadie se moverá de esa cartografía del hielo. En mitad del vacío del silencio, José Arcadio Segundo levanta la voz sobre los cuerpos aglutinados y grita: «¡Cabrones! Les regalamos el minuto que falta». El capitán da la orden de fuego. Catorce nichos de ametralladoras responden en ese mismo instante.

Horas después, José Arcadio Segundo despierta entre las tinieblas de un vagón de tren, acostado sobre los muertos de la concentración. Afuera, el rugido azul de los relámpagos lejanos se insinúa entre los listones de madera de los vagones. Son más de doscientos y todos están repletos de muertos. Al llegar al último, salta a la oscuridad y queda derribado a la vera de los rieles de metales viejos. Alucinado, febril, comprende que la manera de volver consiste en emprender el viaje de regreso. Después de la media noche se desgaja un aguacero del trópico con gotas que caen al sesgo, con el sonido del agua entre los árboles que recorren la línea interminable de los rieles chicoteados por la lluvia y el viento. Poco antes del amanecer distingue el candil de una casa. Entra en ella. Está exhausto, invadido por esa precisa sensación de irrealidad que acompaña al terror. Una mujer le sirve una taza de café. El dice: «Debían ser como tres mil». La mujer no entiende. El le explica. La mujer lo mira con lástima, para decirle: «Desde los tiempos de su tío el coronel no ha pasado nada en Macondo».

En fin, literatura. Moscas de azogue sobre el papel. Geranios tristes, abejas que se estrellan contra un fanal de luz. Literatura, es decir, metáforas. Mucho más cerca, en ese territorio impreciso que llamamos realidad, se encuentran otros relatos que describen sus propios mecanismos de iluminación y olvido. Encienda el televisor, busque el canal del estado: usted también está invitado a celebrar la fiesta del día trece: el único día memorable. El día de la solidaridad mundial con la revolución bolivariana. Lo demás, naturalmente, es silencio. No existe. Jamás pasó.