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El fin de la simulación

 Enciendo los motores, suelto el freno y acelero al máximo. Coloco el cassette –el walkman pesa un kilo- y examino como empieza a girar Fleetwood Mac. Es como visitar la primera bicicleta, despego sin mirar la pista. Al rodar a la izquierda y pasar cerca del Centro Hancock, en el mismo lugar de siempre, me doy cuenta de que ya no se asemeja a la burda torre petrolera de antaño ni es una suerte de pirámide truncada. En la alta resolución de principios de siglo, es un edificio de cristal y acero en toda su gloria.

Podría hacer la aproximación al O’Hare casi sin revisar los instrumentos, sé ubicarlo desde el aire mejor que a mi casa. Podría luego despegar de nuevo, viajar a Boston o Nueva York, pasar entre las torres gemelas o estrellarme en una recreación gloriosa del 9-11, como estoy seguro que habremos hecho todos los jugadores de Flight Simulator antes o después de esa fecha. Pero por más que tenga el tiempo y la música y me sigan maravillando el principio de Bernoulli y las ciudades desde el aire, no estoy de humor como para cruzar campos y ciudades perfectamente detallados.

En estos días puedo volar de Maiquetía a Puerto Ordaz y contemplar manchas urbanas en el camino, pensar que son neuronas en la noche, o brincar por las islas del Caribe en una Cessna Skylane 182. Todo es “real”, casi tan perfecto como la verdad ficticia del cine. Puedo colocar unas coordenadas y si, ahí estoy, despegando de La Carlota, del Arturo Michelena, del José Antonio Anzoátegui, de Santa Bárbara de Barinas, de cualquier pista en esa región que quince años atrás era una llanura digital infinita.

Es entonces, mientras busco un edificio interesante de Chicago con el cual acabar la partida –el cristal de los edificios refleja el sol y mi avioneta-, cuando me doy cuenta de que la creciente realidad de las simulaciones le ha quitado encanto al vuelo. Su perfección ha hecho al mundo más pequeño, más verdadero. Ya no hay grandes extensiones de vacío. Ya no hay que imaginar edificios, intuir qué es lo que significan esas luces –¿una pista o una autopista?- mientras vuelo de noche sobre una vasta región no carteada de Norteamérica. Quiero decir que, dejar el simulador de vuelo recorriendo mil kilómetros sin rasgos distintivos mientras uno duerme y despertar para aterrizar, o estrellar un 747 luego de una maniobra de 8 gravedades contra un portaaviones estacionado en las costas de California ya no es lo mismo; a pesar de que la tecnología supuestamente debe hacernos más felices, a pesar de que a Stevie Nicks no le haya cambiado la voz.

Si bien pareciera que la razón de ser de las simulaciones es alcanzar la perfecta representación del entorno, en lo a entretenimiento respecta, un simulador pierde encanto al eliminar la metáfora, tal como pierde gracia un juguete sin simbolismo. Sucede lo mismo que en el proverbial ejemplo del bikini que oculta las partes íntimas: la mente no completa los detalles y se rompe la secreta afinidad que tienen los objetos imaginados con nuestro espíritu.

Extraño las simulaciones –o mejor dicho, los juegos en general- en los que se notaba un esfuerzo por evocar, un reto a nuestra capacidad de observar e imaginar. Juegos como Flight Simulator II o Jet, ambos de SubLogic, en los que avistar una pista de aterrizaje en un monitor de 320x200 se convertía en algo parecido a un arte; juegos como el brillantemente bautizado Night Driver, que mostraba dos líneas punteadas extendiéndose hacia el infinito en una pantalla negra, invitándonos a descubrir qué nos deparaba una no siempre solitaria carretera nocturna.

Así como aprendí a volar, también aprendí a manejar por simulaciones. El recuerdo viene a tono con la salida de Gran Turismo 4 “the real driving simulation”, sin duda un hito, una nueva generación en realismo, pero no tan placentero como Vette!, la primera simulación que ofreció total libertad de movimiento -en vez de seguir una pista-, o Carmaggedon, uno de sus herederos y antecesor de los simuladores criminales como Driver y Grand Theft Auto.

Manejando un Accura NSX por el puente de Brooklin en un avión a diez mil metros, veo el perfil de Nueva York y supongo que en cinco años podré manejar por debajo de las torres del Centro Simón Bolívar -huecos incluidos- y la emoción durará un par de días. Nada comparable a jugar durante semanas Test Drive 2: The Duel y, gracias a sus limitadas capacidades para interpretar las colisiones, volverse un experto en cruzar un transitado paso montañoso a 150Km/h sin un raspón. Nada como aprender a escuchar los sonidos sintetizados –casi como los de verdad, decíamos- para cambiar justo a tiempo y creer inocentemente que eso era realismo.

Siento bajo mis pies como el tren de aterrizaje desciende. Estamos llegando. Los pueblos desde arriba son cúmulos de luces interconectadas. Gente que no conozco vive allí, totalmente aislada de esta reflexión inconsecuente. El extremo del ala apunta hacia un masivo cumulonimbus que nace en el horizonte y no hay fórmula matemática que pueda reproducirlo de nuevo. El mundo se acerca, se define, y por una suerte de truco mental, se hace más pequeño, más real.