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Es para mi sobrino

Llegó media hora tarde, arrastrando una bolsa negra de basura, pantalones marrones holgados, franela negra y el bolso de Nike rojo que había usado para identificarse por teléfono. Se sentó en el banco donde lo esperaba y abrió la bolsa. De ella, sacó la caja de un Sistema de Entretenimiento Nintendo, circa 1986. La abrió y empezó a mostrarme el contenido: Tres controles casi negros del uso, aproximadamente veinte desvencijadas cajas de CD y la pieza: un Dreamcast. 

Esta historia empieza dos semanas antes en el Yamin Family Center del CCCT. Tenía alrededor de dos años sin pisar un arcade, pero eso no evitó que, como en los últimos diez años, me deprimiese un poco al entrar. No era el exceso de luz -algo que debería estar prohibido en cualquiera de estos recintos-, ni el hecho de que las niñas fuesen las que usaban ropa holgada -en las salas de maquinitas las niñas, si es que las hay, deben usar jeans negros apretados, punto, no hay discusión-, la razón del por qué me deprimen las salas de maquinitas es que el sonido está mal. Cursis loops MIDI hechos por músicos intentando ser programadores y no al revés, ergo música sin alma y voces "reales" en una absurda competencia por llamar la atención, sólo equiparable al desorden snob de los edificios caraqueños. Un resultado desagradable que quizás explique la razón de por qué una sala de maquinitas puede estar medio vacía un sábado por la tarde.

Cierto, cualquier experto de dos bits diría que la razón de por qué los arcades están vacíos no es esa. Diría que cuando el poder de cómputo de las consolas igualó al de las máquinas de sala, se desmembró experiencia del arcade de una manera más dramática y real que el videocasete segmentó el mercado para el cine y bla bla bla Donkey Kong bla bla bla Tetris bla bla bla Mortal Kombat. Menos mal, sería lamentable que toda la humanidad hubiese sufrido el cambio en las salas de maquinitas y buscado refugio en la política, los estudios sociales, la literatura, ingeniería, las leyes y otras ingratas actividades que supuestamente exaltan los logros de nuestra raza.

Así que no dejo de entrar en estos recintos con el escepticismo de los que creen tener la razón. Esa tarde todas las máquinas parecían iguales: complejos arreglos de botones junto al joystick, difíciles de aprender a primera vista (recordemos, todos los grandes juegos son fáciles de aprender y difíciles de dominar, Bushell dixit) quizás por eso elegimos una partida de Air Hockey. Nada como un juego electromecánico para rendirle honores a aquellos antepasados de los 70s que sólo buscaban una manera divertida de pasar la tarde de un sábado.

De salida, ella la vio primero “¡Mira mira! ¡House of the Dead!” y me arrastró hacia la máquina, relegada a una esquina interactiva, al lado de una descalabrada Dance Dance Revolution. Sonreí con sorna. El único juego “sobre rieles” que me llama la atención es Silent Scope, pero es obvio que se debe a que mi avatar en el juego es un excelente francotirador. Así que me acerqué –er… me dejé arrastrar- reviviendo toda la aversión que me causaban las primeras máquinas con pantalla de tamaño real (y lo pésimo que era jugando a los vaqueros). Clink “DA HAUS OF DE DED!” Clink “DA HAUS OF DE DED!” –mil bolos, no somos nada –pensé, y ella… ella… convencida de que sus reflejos no tienen par, jugó con la pasión de quien no se deja amedrentar por monstruos. De paso, usaba pantalones ajustados, no negros, pero ajustados. Mantuvo la mirada en sus zombies, dejé de existir y fue una con el revolver rojo de plástico, ni un movimiento errático, todo en su lugar, una hermosa partida, luego otra, y otra. Suficiente para darme cuenta de que era muy difícil reproducir esta experiencia en casa. ¿Qué tenía que hacer para volver a verla así? Si no me equivocaba (y no me equivocaba), los playstations, gamecubes o x-boxes no tienen interfaz de pistola, y en este caso esa era la clave. El televisor grande, el equipo de sonido, el juego siempre se pueden conseguir, pero la interfaz con el usuario –el revolver… rojo… de plástico- era lo que disparaba la reacción química y decodificaba las claves de su felicidad. Tenía una nueva misión en la vida.

No me costó mucho encontrar las pistas. SEGA compró la licencia de The House of The Dead a principios de 1999 y portó el juego a Dreamcast y, según leí en varios sitios llenos de utópicos-ñángaras-perdedores-que-en-su-tiempo-libre-se-dedican-a-alabar-las-bondades-de-consolas-muertas (como yo), SEGA hizo un excelente trabajo. Una transacción en Mercadolibre y otra en ebay me/nos equiparon con nuestra propia THOTD, por una jocosa fracción del costo original.

Ella será feliz, pensaba mientras examinaba los juegos que había traído el quinceañero al centro comercial. “Creí que me habías dicho que tenías más juegos”. “Si señor” dijo el, lo cual perdoné inmediatamente. “Están en mi casa, si quiere vamos a buscarlos”

Nos internamos en los que algunos consideran el lado equivocado de Guarenas. Entramos al estacionamiento de su edificio (la reja había sido desprendida y yacía tirada en medio de la calle). Me dijo que esperara en el carro.

Al rato bajó con más cd (las cajas llenas de polvo, pegajosas por el uso o el olvido, espero) y un par de porta-cd. Para ese momento yo había sacado el Dreamcast de la caja de Nintendo y lo había puesto en la bolsa de basura, junto a los controles y todos los CD. Le devolví la caja, que estaba igual de pegajosa, y los protectores de anime, huevos de cucaracha incluidos. Fue entonces cuando me descubrió, cuando hizo la pregunta que durante toda la transacción estuvo rondando sobre mi cabeza como un mal: “¿Es para su hijo?”.

Me dio vergüenza conmigo y con los estereotipos, vergüenza de ser un señor que todavía juega. Para él no era muy distinto a sus padres, que no juegan ni jugarán porque eso es de niños. Quería decirle que no, que muero por jugar en la mejor consola de los últimos 6 años, que me gusta como ella, la de los pantalones apretados, aniquila espíritus imposibles en la pantalla, que quiero vengarme, recuperar todos esos años en los que no tuve suficiente dinero como para gastar lo que gano, lo que me dan o lo que resuelvo comprando juegos piratas.

-Es para mi sobrino –contesto casualmente mientras pienso “ella será feliz, conmigo, será feliz”.