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Entre bestiarios y boleros el dolor es uno y el mismo


-Héctor Torres
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I

    Tratemos de imaginar el asunto desde los orígenes. Remontémonos a ese agreste, duro, primitivo tiempo, ese tiempo aparentemente más mágico e inexplicable que el nuestro (en el que nos inventamos supersticiones para domesticar, con reglas, los avatares cósmicos). Escudriñemos en la cotidianidad de aquellos seres antropomorfos que estrenaron la tierra. Ubiquémoslos tratando desesperadamente de descifrar claves y de establecer, intuitiva e inconscientemente, patrones de conducta de esa aparente anarquía que los rodeaba. Tratemos de imaginar qué mecanismos operarían en la mente de aquellos primeros inquilinos de esa esfera oxigenada: un universo de condiciones adversas mantenía girando permanentemente a la rueda de la supervivencia, que se detenía de vez en cuando para señalar con el dedo del azar, retirándole al escogido, de manera inapelable y contundente, el hálito sagrado que le daba impulso.

    Advirtamos que comienzan a descubrir, sin saber exactamente por qué ni para qué, la necesidad de preservar ese invisible hálito que se desliza del cuerpo, una vez roto el envoltorio, para despojarlo de su condición divina. Entienden que deben prevenir el peligro. Con la visita de otros bípedos darán nombre a una de las cosas que conviven en esa materia invisible que llevan por dentro: la codicia. Con ellos algún día se entenderían.

    Pero a diferencia de los árboles, las rocas y las innumerables cosas que comienzan a construir o a dominar (lanzas, hachas, cuchillos de piedra, por ejemplo, para cuando no funcione su comunicación con los otros bípedos), en el paisaje asoman unos seres extraños, de formas variadas y fuerzas superiores, que tienen la propiedad de desplazarse de manera independiente de un lugar a otro de ese horizonte cotidiano. Esa preocupación, esa pesadilla, esa fascinación que les producen, quedaría asentada en las representaciones pictóricas de los primeros artistas que nacieron entre nuestros más remotos antepasados: los bisontes de las cavernas.

    Y esa facultad de mutarse en el paisaje vendrá acompañada del terror que engendran: al moverse de forma imprevista, al no ser un esclavo de sus designios, el animal representa un hipotético, un desmesurado, peligro.



II

    El ancestral e irracional terror que produjo la presencia de los animales en los primeros pobladores, se mantuvo casi inalterable durante cientos de miles de años, agazapado entre el ADN de esos seres que, para bien o para mal, seguían sobreviviendo en ese cosmos de sonidos y movimiento.

    Y ese ancestral e irracional terror es el que explicaría la génesis y el auge de un género literario en el que comenzaron a agruparse tratados, más o menos sistemáticos, que pretendían ilustrar y acopiar información sobre las costumbres de los animales (reales o imaginarios). Estos estudios, quizá las primeras enciclopedias naturales, fueron conocidos como bestiarios, cuya importancia surge a partir de una simple, aunque inquietante, asociación de ideas: si ya un prejuicio inscrito en nuestro ADN señalaba que el animal puede ser (es, a fines de concreción) peligroso, entonces puede simbolizar el mal.

    En un período que abarcó los primeros doce siglos de nuestra Era, los tratadistas y científicos de entonces se dedicaron a asentar animales que nadie había visto, y en encontrar en ellos ciertos paralelismos, ciertos simbolismos, con pasajes bíblicos. Paralelismos que conducían, inevitablemente, a demostrar la evidente alianza de ciertos seres (que, aunque existiesen, no podían argumentar nada en su favor) con el Maligno.

    Vale destacar que eso de distraer al colectivo no sólo no es nuevo, sino que era, además, muy útil en esos difíciles tiempos de conspiraciones, de fragmentaciones territoriales, de frágiles alianzas y de frágiles Estados.

    De ahí el carácter estigmatizante y moralizador de estos estudios. De ahí, nuevamente sobreviviendo como información genética, el mal hábito que aún persiste en el hombre de exterminar especies enteras, como en el caso del lobo y el oso pardo en la civilizada Europa actual, la de la moneda única y la supresión de las fronteras. Aquellos primeros bestiarios y fisiólogos (género pariente que perseguía similares propósitos) tuvieron su continuidad en las crónicas apócrifas de viajes, y luego de éstas, en las enciclopedias medievales, las cuales, no obstante haber perdido su connotación religiosa, mantuvieron la tradición de registrar bestias fantásticas, usualmente peligrosas.

    Hoy en día, librado de toda farsa científica aunque no de toda intención distraccionista, Hollywood es el eficaz encargado de alimentar fantasías sobre fieras míticas y asesinas, en guiones en los que el protagonista, al precio de destruir todo lo que conformaba el paisaje al principio de la cinta, termina invariablemente con las dañinas y repugnantes existencias de todo lo que se aleje demasiado de la imagen del espejo. Los títulos de este género fílmico (Tiburón, King Kong, Aracnofobia, Anaconda y Jurassic Park, por nombrar algunos), son interesantes documentos que demuestran que el hombre no puede convivir con seres distintos a sí mismo, por lo que siempre encontrará una justificación para aniquilarlos. Si no que lo digan, por poner un ejemplo, los aborígenes americanos durante el siglo XVI y buena parte del siglo XVII.



III

    Durante muchos siglos, los hombres de ciencia corroboraban la existencia de bestias que ninguno pudo haber visto, legitimando un antiguo terror humano. Con el devenir del tiempo, estas crónicas de costumbres animales se convirtieron en una fuente de inspiración para muchos autores, los cuales las han usado como punto de partida de sus más febriles fantasías. Ya que la imaginación, tan castrada en algunas ocasiones, tan vapuleada en otras, es expresión ilimitada de lo que el hombre concibe y aspira en este confuso e indetenible espectro en que se desenvuelve.

    Para corroborar esta lejana fascinación, quedan asentadas, por citar algunas, las inolvidables creaciones de Kafka (comenzando por Gregorio Samsa, que un día amaneció cucaracha; pasando por el imposible Odradek), de Jonathan Swift (como aquella isla poblada por civilizados Houyhnhnms, a la que arribó Gulliver), de Edgar Allan Poe (como las delirantes descripciones de animales que asentó su alter ego: Arthur Gordon Pyn), además de tantos otros vivos ejemplos, como los repentinamente rebeldes “Caballos de Abdera” que narrara Lugones, iniciando el pasado siglo, o las zoologías que aparecen cíclicamente en la literatura contemporánea.



IV

    A manera de ejemplo, demos un paseo por la percepción plástica y religiosa que el hombre le ha dado a uno de esos animales míticos creados por su ingenio, con los respectivos agregados e interpretaciones ofrecidos a lo largo del extenso catálogo de su imaginario colectivo: el (o la) mantícora.

    Gaius Plinius Secundus (23-79 d.C.) autor de los 37 libros de la Naturalis Historia, lo describe con "tres filas de dientes que calzan entre sí como los de un peine, cara y oreja de hombre, ojos azules, cuerpo carmesí de león y cola que termina en aguijón, como los alacranes. Corre con suma rapidez [...] y su voz es parecida a la consonancia de la flauta y la trompeta".

    La Image du Monde de Gossouin (hacia 1250) afirma que "tiene ojos de cabra y cuerpo de león, cola de escorpión y voz de serpiente que, mediante su dulce canto, atrae a las gentes y las devora".

    El Bestiario Moralizado de Gubbio, que es una colección de 64 sonetos, destaca la hermosura de su voz, afirmando que "es bella y armoniosa, y quien la oye, se deleita".

    El Bestiario Latino en Prosa conservado en la Biblioteca Universitaria de Cambridge, editado por James para el Roxburgue Club, más acá, en 1928, acota que "su voz evoca las notas de una flauta. Sus patas son tan fuertes, sus saltos tan potentes, que ni el espacio más extenso, ni el obstáculo más elevado pueden detenerla".

    Topsell, en cambio, describe un interesante aspecto relacionado con este ¿animal?, señalando que "cuando los hindúes capturan uno de sus cachorros, le hieren los cuartos traseros y la cola, para que jamás vuelvan a crecerle afiladas púas; después se doma sin peligro". Aquí el hombre ya deja de verlo de lejos, para iniciar el inexorable proceso de conquista.

    Autores más cercanos en el tiempo, y más conocidos entre nosotros, con una intención más bien estética, también aventuraron su visión de esta maravillosa bestia. Tal es el caso de Gustav Flaubert, quien narra con poética pericia en Las Tentaciones de San Antonio, el siguiente pasaje:

    "«Los tornasoles de mi pelaje escarlata se mezclan a la reverberación de las grandes arenas. Soplo por mis narices del espanto de las soledades. [...] Devoro a los ejércitos cuando se aventuran en el desierto.

    Mis uñas están retorcidas como barrenos, mis dientes están tallados en sierra, y mi cola, que gira, está erizada de dardos que lanzo a derecha, a izquierda, para adelante, para atrás. ¡Mira, mira!»

    El Mantícora arroja las púas de la cola, que irradian como flechas en todas direcciones. Llueven gotas de sangre sobre el follaje".


    Entre las connotaciones que esta bestia ha tenido a lo largo de los artificios creados por el hombre, se puede percibir un elemento plástico interesante: su voz atrae a los hombres y los devora, imagen plena de matices metafóricos que refiere la antigua búsqueda, la avasallante pasión de los seres humanos por lo hermoso (los marineros de Odiseo, según Homero, ya se rendían ante el bello canto de las sirenas, que sería su perdición).



V

    Esas disímiles e imposibles cruzas que muchos “hombres de ciencia” de épocas pasadas registraban con copiosas y variadas referencias bibliográficas y lujo de detalles, indicaban cómo el hombre —a lo largo de su historia— ha proyectado en lo exterior todos esos demonios íntimos que lo acosan, justificando así los temores que le produce la vida misma. Simbolizar y exorcizar los temores de la especie toda, para de alguna manera, preservarla (es decir, sublimar los monstruos internos para el beneficio del colectivo) ha sido uno de los más antiguos objetivos que ha perseguido el hecho artístico.

    Prueba de ello es esa inmediata identificación que sentimos con una película, con una novela, con un bolero que nos canta y nos esclarece ese viejo dolor que no íbamos a entender hasta verlo digerido por otro, para comprender que nuestros dolores son los dolores de todos, y así, descubrir con alivio, que en nuestra más íntima tristeza no nos encontramos del todo desamparados; toparnos con la certeza de encontrar comprensión, compañía y consuelo en el otro, sea ese "otro" un compositor, un pintor, un poeta que no conoce nuestro nombre (detalle, en esencia, superficial), pero que ha padecido nuestra misma angustia y enfrentado idénticas batallas y encrucijadas. Igual podría decirse del hipotético radioescucha que complementa el dúo desde el remoto lugar en que se encuentra. “Usted si me entiende, compadre”, le asegura el borracho a la rockola.

    Y en fin, el hombre inventa mantícoras para que otros se comprendan a sí mismos al ver en ellas sus propios monstruos. No en balde, William Shakespeare, esa gran figura del teatro isabelino que representó todas las pasiones humanas sobre las tablas, afirmó en una ocasión: "un hombre es todos los hombres". A eso, el viejo Borges, seducido por los tiempos cíclicos que proponía Platón, parafrasearía con cierto guiño, cuatrocientos años después: "el que lea una sola línea de William Shakespeare es, en ese momento, William Shakespeare".





   

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