Las digresiones de un tedio: 4:30 am

-Pedro Enrique Rodriguez
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Escribo desde un tema narrativo por excelencia: un insomnio. Sin embargo, prometo no ponerme demasiado pesado. Es la madrugada y estoy en el balcón de la cocina, armado con un cuaderno, un lapicero mitsubishi 0.5 y un difuso dolor de espalda. Ahora mismo veo que más allá de las antenas del edificio del frente, (sobre los recuadros de los apartamentos), la luna aparece entre las nubes. La imagen de la luna, su metáfora milenaria es, por supuesto, susceptible a múltiples asociaciones. En este momento sólo pienso en las malas películas de hombres lobos (algún director de poco presupuesto habría dado la mitad de un brazo por tener esta luna en la escena decisiva, en un bosque de abedules), pienso en Transilvania, en ciertos deleitosos paisajes de la literatura gótica. Al final, lo abandono todo por la sensación irritante de un mosquito que me pica justo en la nuca. Noto, además, que el tanque de agua de un edificio cercano imita, plagia, el sonido de una fuente. El crujido monocorde del agua es, a esta hora de la madrugada, un exceso, una de esas absurdas perturbaciones con las que se hace la vida cotidiana, el sacrificio de la vida en ciudad, el tema de una crónica febril y desdichada que, al menos ahora, no me interesa escribir.

En este momento se supone que estoy haciendo el borrador de lo que será, si sobrevive, el Tedio del mes de noviembre. Me queda poco tiempo antes de rozar el deadline inexorable de D. Pratt. Una ventana cruje de tanto en tanto azotada por los vientos fríos de octubre. Un mosquito sagaz acaba de picar mi pierna derecha. Me pregunto cómo demonios va a terminar todo esto.

Sé cómo empezó: durante algunos ratos de ocio (esta sección se escribe bajo la regla implacable del ocio), me distraje pensando en el modo como ciertos lectores miran las influencias literarias. Pensé, en lo concreto, (iba a decir <concretamente>, pero me juré no escribir ningún adverbio) pensé, digo, en la costumbre de muchos lectores competentes para quienes salir a la caza de influencias es, al parecer, el deleite más codiciado de toda lectura, al punto que, con razón o sin ella, emergen del texto con la misma expresión de un buzo que acaba de atisbar un bergantín hundido en un lugar donde lo demás sólo encuentran bellos corales. Como me suele ocurrir en estos casos, me dediqué a revisar lo que pensé eran algunos pasajes más o menos análogos (<La supersticiosa ética del lector>, de Borges; <la lectura bárbara>, de Rossi, algún fragmento de Monterroso) y casi estuve a punto de ceder a la tentación de escribir algunos párrafos irónicos. La idea era esta: cierto género de lectores cultos cree resolver el problema de la influencia recordando, asociando, su propia Enciclopedia Lectora (el término es de Eco), de modo que la posible identificación de un ascendente constituye, en realidad, una mera operación de analogías. El resultado, que puede ser divertido --e incluso erudito--, termina por ser una catástrofe de aires espurios si el <Lector> no termina de entender que parte de la suposición, a lo mejor errónea, que el autor comparte su misma biografía literaria. Se trata, creo, de lectores que abandonan la complicidad, la capacidad de sorprenderse ante los recursos que se han dispuesto para ellos y sólo parecen estar interesado en constatar su propio virtuosismo. Igual que quien sigue una carrera de bicicletas desde una bicicleta fija. O quien mira una narración con un cuchillo carnicero y una mueca un tanto desquiciada.

Pensé varias veces en esta idea, pero cuando conseguí el ánimo para sentarme a escribirla comprendí lo obvio: que en realidad no me interesaba tanto como supuse en un principio, que era pomposa y algo hueca y que, sobre todo, la animaba la hiel amarga de algunas experiencias recientes. Comprendí, luego, que se trata de un ejercicio retórico demasiado arduo y pudoroso sólo para decir lo que en realidad me interesaba decir: que los lectores que sólo pueden ver los reflejos de ciertos autores consagrados me parecen cisnes extenuados y extenuantes. Criaturas laboriosas, obstinadas, irritantes. Opino que todo autor podría darse por contento de ser un Pierre Menard (destino mucho más estimulante que una originalidad de papel crepé), de modo que no comparto la idea de algunos lectores cursis y supersticiosos que no dejan de aspirar que toda lectura sea de una originalidad por decreto --un abanico bello y fútil. Por una razón que no comprendo del todo, me incomoda la idea de ver el mundo como la síntesis inevitable de unos pocos autores, fantasmas que aparecen en todos lados, cuando en realidad existe un millón de buenos escritores capaces de influenciar cualquier texto sin necesidad de recurrir a los paradigmas consagrados de las grandes antologías. Prefiero pensar, por último, que todo texto está impregnado de cientos de referencias paraliterarias, ciframientos y distorsiones que, en su momento, pueden ser tan o más ricas que la mera incorporación de dos o tres personajes célebres (v.g: las historias de nuestra tradición oral, las imágenes perturbadoras de la infancia, la eficacia de otras <narrativas> como el cine, la música).

Cuando pensé esto concluí, en resumen, que la idea acariciada durante todo un mes se limitaba a un párrafo de unas cuantas líneas. O en otras palabras: se esfumó la idea de la sección de este mes.

Un rapto de inspiración casi me impulsó a escribir una correspondencia apócrifa. La idea (apenas duró unos minutos), era inventar un mail imaginario, pero no pude evadir la incomodidad de jugar al heterónimo, cuando en realidad esta sección se nutre de una febril e impublicable correspondencia con la bella Carrie-Anne Bowers, especialista en temas indígenas, a quien aprovecho de enviar un saludo que, tal vez, incurre en el mismo lirismo de las reinas de carnaval ante el micrófono de una emisora am (para lo que puede quedar blackpamphlet por culpa de sus colaboradores, ¿ah, Pratt?).

Al borde de la línea muerta recordé una frase de Javier Marías: <ella era hermosa, indolente, pasiva, de carácter extenuado> y pensé lanzarme por ahí, como quien dice, pero de nuevo, en algún momento, capté que el mejor servicio que se le puede hacer a una frase bella es recordarla, decirla. A lo sumo, dejarla colgada de un epígrafe que sea, también, una mariposa.

Lo último: se me ocurrió contar las razones por las que Nabokov (autor muy influenciado por la entomología --todo insomnio es delirante, me parece) mantuvo, siempre, el principio férreo de librar sus ejecuciones estéticas, la elegancia de sus enigmas, del patético influjo de la política, aun cuando el signo fatídico de mencheviques y bolcheviques forzó el exilio familiar, primero, y luego --retruécano fatídico, parodia a la tragedia de Edipo Rey-- asesinó a su padre en alguna calle de Berlín, actitud que, si no me engaño, bien habría podido emular más de un escritor de relatos <comprometidos>, casi siempre atormentados por las desgracias de su propia vida.

En fin, un recorrido arduo y sobre todo fallido que ha dejado una y otra vez la hoja del computador en blanco y que, tal vez, sólo sirva para componer, bien o mal, este ejercicio de aridez en mitad del insomnio. Nada más.

O no: también para llegar a dos o tres observaciones finales. La primera: he podido constatar que esta ciudad tiene muchos más gallos de lo que podría hacer pensar su cínica estética de edificios despiertos. Lo curioso es que todos los gallos que han cantado esta madrugada tienen un retraso de más o menos medio hora respecto a las horas en punto. (No sé qué pueda significar eso, pero algo debe significar). Lo último: informo que a esta hora la luna ya se ha perdido de vista, lo que corrobora el tenaz, infatigable movimiento del planeta sobre el que, además, también se mueven dos mosquitos solitarios que ahora se desvelan conmigo.