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Una menos en Canarias
Semana santa en Sevilla sin cámara



    Una bola aporcelanada de colores que reposa en un asiento de concreto y un padre que pregunta a sus hijos si es de ellos, como resguardándola con celo. Calles particularmente resbalosas bajo la garúa y que cuando se secan se hacen pegajosas y hacen chirriar los cauchos de los carros, las mismas calles que ahora o desde antes presentan manchas de colores que se van oscureciendo. La palabra "lluvia" en boca del 90% de la gente y en una de cada 3 conversaciones que oímos en la calle. Una procesión que pasea en silencio sepulcral y a paso triste. Carros estacionados en doble fila por doquier que nos hacen preguntarnos qué pasaría si alguien desea salir y se tropieza con otros carros bloqueándolo.

    Eso era la semana santa para mí la tarde del jueves santo: un montón de piezas irreconciliables en un rompecabezas absurdo y enorme. Un ejercicio policial de digestión de pistas y de comprensión del comportamiento humano. Sin cámara, además, que me permita tener evidencias. Me restaría pedir un ejercicio de tolerancia y abstracción. Y confesar que haré uso de una técnica literaria que le leí a la venezolana Nidesca Suárez en su novela "El huevo del mundo", reseñada en el panfleto número 52 y ganadora del concurso “Francisco García Pavón” de novela en España en el año 2002.

    El viaje se inicia en Málaga como un paseo por la iconografía española, de la cual voy identificando elementos poco a poco: el toro de Osborne, que es hoy, tengo entendido, patrimonio cultural de España y fue inmortalizado, entre otros, por Bigas Luna, en su Jamón, Jamón; el suelo rojo que Médem describe poéticamente en Tierra; los olivos y viñedos, verdes arbustos esparcidos sobre terracota intenso; naranjales cargados en las calles de Osuna, el pueblo de paso donde decidimos almorzar y de cuya simple belleza quedamos prendados; puertas abiertas y gente que amablemente nos da instrucciones y comida barata y deliciosa y un comentarista radial que, como siempre, nos informa que son las cuatro de la tarde, una hora menos en Canarias. Isa maneja con inexperiencia por la carretera de Andalucía y yo me encargo de los mapas, situación que en teoría es un ticket sin retorno al fin de una amistad. El cielo está nublado, el único cliché español que no nos dá la bienvenida es el sol ininterrumpido y el calor infernal en consecuencia. Abril es el mes perfecto para visitar Andalucía. El otoño no cuenta.



    Llegamos a una Sevilla sobrepoblada y gris a media tarde. Infructuosamente buscamos estacionar cerca del centro y terminamos por dejar el carro junto al estadio del Betis. Caminamos hasta el centro sin mapas, sólo preguntando e intentando divisar La Giralda para no desviarnos en nuestro camino.

    En la plaza de Campana nos tropezamos con una valla inmensa que no permite a nadie ver la procesión de la cofradía de Los Negritos. Una vez más no entendemos. Tras preguntar, asimilamos con desazón que una silla en Campana para ver las procesiones cuesta 30 euros y que para esta noche no hay nada disponibe. Tomamos un programa y no entendemos: hay una especie de cronograma, pero los nombres no nos son familiares. No somos capaces de ubicar la ruta de cada cofradía en el mapa. Algunos lugares están resaltados en fondo fucsia y nadie parece saber por qué. Incluso una señora, ante nuestra pregunta de “¿tiene idea de qué es lo morado?” nos responde que el morado es un color, y procede a señalar la túnica de un nazareno. De plaza en plaza, por las angostas calles, llegamos finalmente al Patio de los naranjos de la Catedral sevillana. Leemos algo de historia junto a ella (la tercera catedral más grande del mundo luego de San Pedro en el Vaticano y St. Paul en Londres es construida sobre las ruinas de una mezquita luego de la reconquista y sin embargo, su campanario era el intacto minarete, La Giralda, que fuera protegido gracias a su belleza de la mano destructora de la reconquista católica) y vemos sin demasiado interés la primera de nuestras procesiones, la de Los Negritos, que tras dejar Campana, siguen la ruta hasta su Iglesia.


    Isa y yo concluímos que iremos a casa ante los amagos de lluvia y el cansancio que nos produce haber tomado un avión al amanecer. Si hay procesiones y nos encontramos en forma, regresaremos.

    La televisión local sería la respuesta a muchas de nuestras preguntas: las cofradías deben salir de su templo, llevar los “pasos” o imágenes de la Pasión de Cristo y de la Virgen a la Catedral y regresar. Desde Campana hasta la Catedral, todas las procesiones coinciden en una ruta, la Carrera Oficial, rodeada de sillas cuyo costo depende de su ubicación y a la cual no todo mortal puede acceder, pues algunas están reservadas para personalidades reconocidas. El reportaje es contínuo pues España observa atenta que la lluvia podría significar la cancelación de las procesiones, dada la antgüedad de las estatuas, casi todas valiosas joyas de madera pintada hace más de dos siglos. Mientras Isa duerme, voy familiarizándome con nombres e imágenes. Nombres de cofradías, de calles, de elementos de las procesiones. El misterio se va develando de a poco.

    A la mañana siguiente llevamos el carro hasta el parque de María Luisa, que alberga aún edificios construídos para la exposición iberoaméricana de 1929, y que son hermosos homenajes al plateresco, al mudéjar y al gótico españoles. La Plaza España corona esta composición urbanística y arquitectónica de manera grandiosa. Hay mucha gente a nuestro alrededor y disfrutamos el reconocer lo que dice la gente luego de habernos acostumbrado a vivir en un sitio en el que se habla en otro idioma que usualmente no entendemos. Casi en todas las conversaciones se deja colar la palabra “lluvia”. Las procesiones de la “Madrugá” fueron canceladas, decepcionando a miles de fieles y cófrades que se preparan durante todo el año para esta fecha. Solo una decidió salir cerca del alba y debió ser resguardada a medio camino. Los pronósticos meteorológicos de hoy viernes no son mejores que los de ayer. Sin embargo, La Carretería inicia su recorrido poco después del mediodía.


    Caminamos de vuelta al centro y empieza la lluvia. La gente corre. Una señora bien vestida corre cuidadosamente con sus zapatos de tacón y cubriéndose con una bolsa plástica. Isa repara en que unos turistas rubios llevan sus impermeables y me comenta la locura que representa llevar impermeables a Andalucía.



    Cerca de las seis de la tarde, caminando por Sierpes, la calle más importante del recorrido oficial, tomamos una decisión: de aquí no nos sacan hasta que pase una procesión. Nos metemos en una bodega a estirar unas tapas y marear una coca cola viendo en el televisor que nadie se decidía a salir. A las nueve Isa se cansa y decide que ya basta.

    La casualidad nos lleva a una amiga de Isa que caminaba en ese momento por Sierpes y nos sentamos en primera fila en la carrera oficial, después de secar con servilletas las sillas. Una saeta cantada desde un balcón que da a Campana es el anticipo del paso silente de La Carretería. Solo la percusión se deja oir mientras pasan. Intuímos que están tristes por no haber completado su recorrido, pero nuestros nuevos compañeros llevan un radio y escuchan que un costalero, uno de los encargados de cargar los pesados pasos por horas, falleció de un infarto mientras se hallaban a resguardo. Su silencio es luto.

    Un niño se acerca a los nazarenos que sostienen los cirios y les pide cera, por favor. En ese momento reparo en las manchas de cera de colores que se van quedando en la calle, en que los niños van armando con la cera que pueden conseguir de los nazarenos a veces inmensas bolas de cera multicolor. Llegan a mi cabeza los enigmas del dia anterior y de esa mañana, el suelo ennegrecido y pegajoso, lo resbaloso que se hacía con la lluvia y la bola porcelanada que con tanto celo protegen los niños. Poco a poco, Sevilla, su Semana Santa, se va armando en mi cabeza.

    El paso se detiene frente a nosotros y ante las señas del director de la procesión, los costaleros dejan reposar a un Cristo y tras una espera y un golpe en clave, levantan al unísono la pesada estatua y continúa la marcha, que hasta ahora, fuera de la precisión y del esfuerzo, no es realmente impresionante.

    El sábado decidimos visitar el Alcázar, el palacio híbrido entre mudéjar y gótico que servía de residencia real durante los tiempos de Al-andalus del rey Almotamid, luego fue reconstruído por Pedro el Cruel, reformado por los reyes católicos y hoy es uno de los monumentos más visitados de Sevilla. A la salida callejeamos por Santa Cruz, buscamos infructuosamente un sitio donde comer los afamados churros con chocolate y nos tropezábamos accidentalemnte con las últimas procesiones del sábado. Fue entonces, en Alfalfa, cuando vimos lo realmente impresionante. En la plaza, mientras la banda toca una música tan dramática que casi arranca lágrimas, los costaleros tienen espacio para maniobrar y “bailan” el paso al ritmo de la música. Un espectáculo al menos para mí indescriptible que me erizaba los brazos y que arrancaba gritos de admiración cuando una nota era sostenida agudísima por una trompeta y dejaba entrar al resto de la orquesta en el preciso momento en que el inmenso Cristo reunía las fuerzas para reanudar su camino por sobre la multitud, visible a decenas de metros. Al fin sabemos lo que quería decir el fondo fucsia.

    El domingo tenía el sabor calmado de una despedida. El centro cultural de la cartuja alberga una colección de arte contemporáneo (temporalmente casi de manera exclusiva videos de performances) que visitamos con tranquilidad. Un amigo, Lanti, arquitecto y nazareno cordobés, nos acompaña a recorrer Triana, de donde salen varias de las procesiones más conocidas y que ha sido la cantera de toreros tan grandes como Belmonte el Magnífico o el Gallo de Triana. Cuando nos acercamos a buscar el carro, nos damos cuenta de que nos han bloqueado. Ante nuestra mezcla de odio y pánico, Lanti se acerca con seguridad al coche infractor y con una mano lo empuja más allá de donde pudiera molestarnos, develando el último misterio del fin de semana. “En sevilla no hay donde aparcar. Todo el mundo deja el coche en primera.”

    Lanti el nazareno nos cuenta que no vimos nada, que el éxtasis cancelado de la madrugá no es comparable con nada. Los gritos de los devotos a la Virgen de la Macarena (“¡Guapa!” le gritan, y le tiran flores, dice Lanti), los bailes de los pasos más hermosos, las cofradías más grandes, las de más larga trayectoria, las rivalidades, los cuentos. Lanti me dice que tendría que vivirlo más para llegar a entender ese rompecabezas que si bien se va armando hasta tener una forma identificable, dificilmente es comprensible.

    Me permito cerrar con una foto, que para mi resume una actitud de todo un pueblo frente a una celebración:


PD: el efecto post 11-M no se ve por ningún lado. Quizás se vea de reojo a los moros, pero la verdad, no sé qué tanto obedecería a los atentados o a una distancia que ya existiera, a juzgar por sucesos aislados como la cacería de El Ejido, en Almería, hace unos años.

   

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