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Nota acerca de la tolerancia


“I want you to start a fight, and i want you to lose.”
-Tyler Durden



-O.
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    Cuando se dictan clases de idiomas, si alguna cualidad es requerida en un profesor es la capacidad de hacer conversar a un montón de gente que seguramente no tenga nada en común. Distintos trasfondos culturales, costumbres, gustos, opiniones irreconciliables, religiones, convicciones. Haría falta una segunda cualidad para controlar la primera y es la de saber evitar que las discusiones, una vez iniciadas, devengan duelos victorianos o guerras de guerrillas.

    Tras los primeros minutos de timidez, de sólo abrir la boca cuando se le hace una pregunta y con el convencimiento de estar cometiendo un error, se propone un tópico sencillo de discusión, uno que podríamos encontrar en Cosmopolian o Vanity Fair, porque si nos elevamos mucho, corremos el riesgo del silencio.

    La clase de la que hablo es una clase típica de idiomas en un país europeo: un ingeniero venezolano, un refugiado político peruano (con un montón de años en el país), una profesora de español española, una armenia que vino a estudiar moda, una ama de casa iraní, sometida por su marido, un checheno que parece ser mafioso (todo el mundo en Amberes tiene plena seguridad de que los chechenos controlan el mercado negro automóvilístico), un brillante Licenciado en Asuntos Internacionales de origen palestino que lleva años trabajando en negro (bajo cuerda, ilegalmente, mal pagado, explotado y sin derechos laborales) o desempleado, una doctora de origen afgano, que quizás estudió ahí, antes del talibán, o quizás tuvo la oportunidad de irse antes y estudiar fuera pero también está desempleada, y por último, una polaca divina que pierde el tiempo encerrada en casa, malgasta su sentido del humor en dar de comer a las mascotas y por azares del destino o esperanzas de un futuro mejor en Europa, terminó casada con un idiota.

    El tópico es uno bastante polémico entre conservadores y liberales: recién se ha legalizado el matrimonio entre homosexuales y nos reparten un artículo bastante objetivo acerca de los derechos que disfrutan las nuevas parejas y los obstáculos, sociales y legales, que deben enfrentar.

    Un documental nos presenta a una pareja de lesbianas que dejaron a sus maridos y decidieron vivir juntas y educar a la media docena de hijos que reunían entre las dos. Así argumentan que los homosexuales tienen tanto derecho como cualquiera a la adopción.

    Se nos pide entonces nuestra opinión, procurando no ofender gravemente la gramática y el vocabulario de la lengua que aprendemos.

    Los hispanohablantes, exceptuando al refugiado político, cuya edad justifica su pacíficamente conservadora posición, no vemos ninguna razón por la cual no se les permita a los homosexuales el ser reconocidos por la ley como pareja, ya que realmente, que se casen o no, no molesta a nadie y sólo les permite acceder a derechos lógicos de pareja como la simplificación de papeleos y demás y les otroga un poco más de respeto dentro de la sociedad. Un paso al frente para considerarlos iguales contra el cual no tenemos ningún argumento ni nos quita el sueño. Ahora, la adopción es más delicada, pero si se le permite legalmente adoptar un hijo a una pareja plástica/de esas que veo por ahí/él pensando solo en dinero/ella en la moda en París, no veo cómo un bebé pueda ser educado de peor manera por un par de homosexuales inteligentes y comedidos. O sea, que asi como habemos heterosexuales tontos, hay homosexuales inteligentes y viceversa: la homosexualidad no es necesariamente el punto a discutir, sino la capacidad de educar a una persona. Eso nos parece una opinión lógica. Al profesor también. Pero la reacción de casi la totalidad de la clase nos cae de sorpresa.

    El checheno considera inaceptable la boda de dos hombres y criminal el sólo pensar en permitirles la adopción. La polaca dice que los niños crecerían soportando bromas de los otros, que vivirían una vida muy difícil como para exigírsela a un niño. Polonia uno, Chechenia cero. La armenia no dice nada. La iraní y el abogado palestino están completamente de acuerdo en que eso no es natural, en que es inaceptable y es entonces cuando se arma el atajaperro.

    ¿Qué tiene que ver lo que sea o no natural con el que la ley reconozca que una pareja de gays o de lesbianas deciden amarse tanto como para compartir, ante el mundo, su vida, por siempre jamás?

    Es ahí donde se tranca el serrucho (disculpen el abuso de venezolanismos, amanecí nostálgico). El argumento es “eso no es normal”. El argumento es “en la Biblia hay dos entidades, Adán y Eva, hombre y mujer, a quienes se les encomendó la sabrosa tarea de engendrarnos”. El argumento es “la homosexualidad es una ofensa a Dios y las buenas costumbres”.

    Se arman los dos bandos y el profesor pierde el control del aula. Unos defendemos que Dios no tiene nada que ver con las leyes y que uno puede opinar que eso no es natural y a la vez respetar que la gente decide vivir la vida como le provoca. La doctora afgana suelta entonces una perla: “lo que hay que hacer es ayudar a esa gente. Eso es una enfermedad y deberíamos preocuparnos por curarla”. Me cayeron encima todos los años del atraso franquista y tras un minuto de silencio, me acerqué y le dije: “durante la dictadura, en España, la homosexualidad era tratada como una enfermedad y ¿sabes lo que hacían? Encerraban a los homosexuales y los sometían a choques eléctricos cada vez que les mostraban fotos de hombres desnudos.”

    Ella me respondió, con la seguridad de una doctora afgana: “sí, esa es una manera de curarlos.”

    ¿Qué tiene que ver esto con la tolerancia?

    La convivencia multicultural es un juego de tolerancias. Para muchos es incluso un mal necesario o una trampa caprichosa de la modernidad y la civilización. Aún así, hacemos lo que podemos. A veces incluso exageramos en eso de la tolerancia y permitimos abusos y haría falta saber balancear la firmeza y la tolerancia y evitar que esta última sea un disfraz para el miedo o el creerse superior a los demás.

    En eso hemos perdido casi por completo nuestro sentido natural de la agresividad. Gracias a esa absurda tarea que Tyler Durden le encomienda a sus apóstoles del Fight Club, predicar la religión de la sana violencia sin sentido, nos damos cuenta de que cada día nos agreden y no somos capaces de responder, de tanto cristianismo, segundas mejillas y discursos de post-guerra.

    Gracias a la lectura del periódico o de un libro de historia, nos volvemos a dar cuenta de cuánto hemos tolerado que locos con poder lleven a su gente a creer que por ser una raza superior o elegida de Dios o guerreros de Alá o sencillamente los buenos de la película y los usen para atrocidades como el holocausto o la ocupación palestina o una eventual guerra santa.

    En Marsella se abandona la pelea contra los maleantes callejeros magrebíes y algunos justifican que no se puede pelear contra ellos (miedo). Otros justifican que hay gente que vive sin leyes y lo mejor es cederles un espacio ya que no se les puede educar (hipócrita sensación de superioridad). Otros justifican que luego de Argelia no hay moral para reclamarles que grafiteen las paredes de una catedral gótica (hipócrita sensación de culpa). La verdad es que se argumenta la tolerancia y se doblega la firmeza, porque es más fácil rendirse que aprender o educar o pelear o ser firmes.

    Entonces aparecen lo matices que permiten “solucionar” todo conflicto tolerando. Y la historia ha demostrado que sólo se retrasa la explosión. El conflicto europeo entre locales y magrebíes está llegando a un límite en el cual ya no hay más que tolerar, de bando y bando, porque los árabes han tolerado durante medio siglo ser tratados como bestias. Y lo que debió ser un asunto de simple discusión se torna dilema de extrema derecha.

    El conflicto de buscar un sitio donde los judíos puedan vivir en paz ya no aguanta un paño caliente más, porque ya los judíos aguantaron bastante y los palestinos ya soportaron más de lo que se puede soportar cuando la visita te bota de tu casa.

    La salida diplomática sigue siendo tolerar en vez de resolver. Y sin embargo, aunque todo se justifica hoy día, hay un pecado que es universalmente mal visto y es la intolerancia.

    Occidente y oriente se acusan mutuamente. Un ciudadano promedio occidental (yo, por ejemplo) diría que es un atraso franquista el no aceptar la homosexualidad como realidad humana. El líder de la Liga árabe europea, Abou Jah Jah, clama en respuesta que “los europeos que no acepten la realidad multicultural de sus países deberían emigrar”.

    O sea, que en medio del dilema, lo único que realmente nos interesa es no pasar por tontos, no ser los únicos que dan en una relación en la que nadie termina por recibir. La tolerancia, que debería ser un regalo, un acto de amor, si se quiere, es algo que espera una retribución, i.e., estamos sacrificando algo y esperamos que se sacrifique algo de vuelta.

    Pues creo que la dipomacia ganaría mucho si dejara de ser, como suele suceder, un disfraz hipócrita para la soberbia. Quizás nos sinceraríamos si trocaramos esa tolerancia falsa e irrespetuosa por un mejor balance entre tolerancia y firmeza, porque la firmeza es una muestra de respeto, también. Un somos iguales y por ello te doy la cara.




   

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