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Teresa Wilms Montt

Melancópolis - Marcelo Seguel Bon
(Viña del Mar 1893 – Paris 1921)

 Bio
 Páginas de diario
 Londres, Septiembre 191...
 De Inquietudes Sentimentales (fragmento)
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    Nació en el seno de una familia acaudalada, aristocrática y de tradición política. Su padre fue don Guillermo Wilms, quien trató de ayudarla en los momentos difíciles de su vida. Era talentosa, bella y culta. Desde muy joven se rebeló contra el orden establecido, razón por la cual la familia la condenó al claustro, donde inició algunas páginas de su “Diario”. Se casó contra la voluntad familiar con Gustavo Balmaceda Valdés, sobrino del presidente Balmaceda y administrador de fundos. Tuvo dos hijas, Elisa y Sylvia Luz. A raíz de un desastroso matrimonio se separó y tras un juicio despiadado el marido le quitó la tuición de las hijas. En 1916, se autoexilió en Argentina, acompañada por Vicente Huidobro. En su destierro escribió varios libros, uno de ellos inspirado en el suicidio de un enamorado: Anuarí. Luego se trasladó a Madrid y finalmente a París donde murió producto de una dosis de veronal a los veintiocho años. De su vida se conocen trazos aislados y anécdotas variadas. En España vivió largamente en los cafés madrileños, conversando con Valle Inclán, recitando versos de Tagore o cantando. Joaquín Edwards Bello, la evoca envuelta en una capa negra con grandes flecos y un sombrerito de tul: “dio a conocer ese genio alerta, ágil y audaz de las artistas chilenas”. Participó en recitales en El Ateneo de Madrid, alternó con Azorín y Pío Baroja y también fue inmortalizada por los pintores Anselmo Miguel Nieto y Julio Romero de Torres.

    Entre sus obras se cuentan “Páginas de mi diario”, “Con las manos juntas”, “Los tres cantos” (1917), “Del diario de Silvia”. También, “Inquietudes Sentimentales” (1917), “Cuentos para hombres que son todavía niños” (1918), “En la quietud del mármol” (1918), “Anuarí” con prólogo de Ramón del Valle Inclán (1918). En Chile se publicó una selección de sus obras bajo el título de “Lo que no se ha dicho” (1922).

    Vicente Huidobro, dijo que “Teresa Wilms es la mujer más grande que ha producido la América. Perfecta de cara, perfecta de cuerpo, perfecta de elegancia, perfecta de inteligencia, perfecta de fuerza espiritual, perfecta de gracia..” (O.C., 1976).

    Por su parte, Juan Ramón Jiménez le señalaba: “...tu expresión original encuentra la emoción más clara de un misticismo nuevo; amor tan humanamente distinto de los otros, hecho tan con otras cosas, entre cosas tan diferentes. Tú das una cosa que no es tan usual, pero que puede serlo desde que tú la tocas. Tus caminos son otros, otros que no son unos, uno, en el momento mismo en que tú pones en ellos tu pie, tu planta, mística tú diferente en todas las místicas y los místicos, mística del amor y el dolor impensados, con tu pensamiento pleno de distancias, acercadura fácil de lo lejano difícil..” (Undurraga, 1958).

    Luis Oyarzún, profundizaba en el aspecto sensual de Teresa: “Pocas mujeres han nacido, con tal apetito de vida, con tan grande anhelo de amor y comunicación humana, con tan viva sensualidad, ávida de exprimir el secreto goce de lo creado. La muerte del hombre que apasionadamente amaba destruyó para siempre su ingenua alegría. Después no quiso ya sino hablarle a él y en él al amor, al misterio, a la muerte...En nuestra literatura no se ha dado un delirio amoroso más devorador”. (Ct. En González-Vergara, 1992).

    El crítico y poeta Andrés Sabella, decía que “su decisión de morir en navidad adquiere rasgos de sanguínea. Teresa se regalaba el bien por el que vivió, desesperada, sus 28 años de “Magdalena de este siglo”, de reina y mendiga, “bella de toda belleza”, escribieron en Nosotros, de Buenos Aires, “pura de alma porque pudo sentir lo que otras mujeres no han sentido”. (Revista Hoy, 1982).

    Ruth González-Vergara, que se ha preocupado de rescatarla, dirá que “la obra de Teresa Wilms Montt, aunque es escueta, ofrece un interés enorme por el aporte innovador de sus temas, improntas y manejo del lenguaje. Esto unido a su extraordinaria personalidad, la singularidad de sus actuaciones, sus viajes y desplazamientos, múltiples y en breve tiempo y, en especial, por ese hálito emancipador que animó todas las cosas que emprendió en su corta existencia”. (1993, p.201).

    En Lo que no se ha dicho, Teresa Wilms señalaba su destino, que era también su decisión y su mensaje: “Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había. Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido” (1921). Quien fuera, al decir de Martín Cerda, “sin duda la figura más trágica de la literatura chilena de este siglo”, ha dejado además, alguna de las páginas más angustiadas de nuestra poesía. En algunos de sus fragmentos de su diario, en Inquietudes sentimentales, Los tres cantos y otras obras, ha dejado huellas de esa contradicción fundamental con las ideas de su época sobre el rol público de la mujer. La poeta fue marginada, convertida en símbolo sexual, reprimida y obligada a suicidarse al mismo tiempo que su obra fue silenciada por la crítica, por sus planteamientos y acciones de ruptura con el medio. Aunque críticos como Andrés Sabella, Mila Oyarzún, Luis Oyarzún, Martín Cerda, Jorge Edwards, Juan Ramón Jiménez, Cristina Peri Rossi y otros, leyeron algunos escritos de Wilms Montt, su obra fue prácticamente desconocida hasta las publicaciones realizadas por Ruth González en 1994. Es hora de reivindicarla y ponerla a vivir de nuevo con todos sus atributos literarios entre los lectores.

-Naín Nómez.


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Páginas de diario

Este es mi diario.
En sus páginas se esponja la ancha flor de la muerte diluyéndose en savia ultraterrena y abre el loto del amor, con la magia de una extraña pupila clara frente a los horizontes.
Es mi diario. Soy yo desconcertantemente desnuda, rebelde contra todo lo establecido, grande entre lo pequeño, pequeña ante lo infinito...
Soy yo....

Teresa de la +




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Londres, Septiembre 191...

A un costado de mi cama, en la red, hay tres manchas de tinta.
La primera repartida en puntitos parece una estrella doble, la segunda se abre más abajo; en minúscula mano de ébano, la última perfectamente recortada tomó la forma de un as de piqué.
Resbalo sobre ellas mis dedos, con sensibilidad de nervio visual, y siento que esas tres manchas están de relieve dentro de mi cerebro como obstáculo para el fácil rodar de las ideas.
Hay tres, digo, tratando de sí atraerse; tres, digo mirando al techo: el amor, el dolor y la muerte.
Sin saber por qué paréceme que he pronunciado algo grave, algo que recogió en su bolsa sin fondo la fatalidad.
Aunque borre las manchas de la pared, esos tres puntos negros quedarán estampados en mi cerebro.
En la efervescencia de la sangre que bulle, cuando la sorba la Absurda, harán remolino vertiginosamente las tres, en la copa pulida del cráneo.
Un temblor nervioso tira hacia abajo la comisura de mis labios. Cada vez más espesa la pintura de la noche embadurna los cuadros de la ventana.









    De Inquietudes Sentimentales
    (Fragmentos)


    I.
    La luz de la lámpara, atenuada por la pantalla violeta, se desmaya sobre la mesa.
    Los objetos toman un tinte sonambulesco de sueño enfermizo; diríase que una mano tísica hubiera acariciado el ambiente, dejando en él su languidez aristocrática.
    Una campana impiadosa repite la hora y me hace comprender que vivo, y me recuerda, también, que sufro.
    Sufro un extraño mal que hiere narcotizando; mal de amores, de incomprendidas grandezas, de infinitos ideales.
    Mal que me incita a vivir en otro corazón, para descansar de la ruda tarea de sentirme viva dentro de mí misma.
    Como los sedientos quieren el agua, así yo ansío que mi oído escuche una voz prometiéndome dulzuras arrobadoras; ansío que una manita infantil se pose sobre mis párpados cansados de velar y serene mi espíritu rebelde; aventurero.
    Así desearía yo morir, como la luz de la lámpara sobre las cosas, esparcida en sombras suaves y temblorosas.


    XXXI.
    Los sombreros me causan la sensación de cabezas cortadas y momificadas, y aquellos de los cuales cuelgan bridas de colores, se me antojan cabezas arrancadas por mano brutal, donde ha quedado adherida una vena sanguinolenta.
    Nunca puedo ver un par de guantes sin imaginar que son piel de manos disecadas y, en aquellos de color amarillo, encuentro algo repugnante de lo que empieza a podrirse.
    Detesto las prendas de vestir olvidadas sobre la cama; hay entre ellas y los muertos mucha analogía.
    Vi una vez, en un asilo, a una loca muerta; y era lo mismo que ver a un trapo violáceo tirado dentro del ataúd.



   

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