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Dámaso Ogaz

Melancópolis - Marcelo Seguel Bon
(Santiago, 1928-Caracas, 1992)

 Abrupto abordaje de Dámaso Ogaz
 Primera Disposición
 Los asesinos engendran la igualdad
 Aquí desaparecerá el ojo derecho
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Abrupto abordaje de Dámaso Ogaz

-Juan Calzadilla

La necesidad de un arte total, construido desde la rebelión ética y estética, deudora sólo del arte mismo, fue el Norte perseguido por Dámaso Ogaz. A 10 años de su desaparición, el Centro de Estudios Literarios de la Universidad de los Andes, prepara para el 17 de Mayo una exposición con obras de quien fuera Director de las Escuelas de Arte de Valera y Trujillo. La obra de este artista pasa por la tarea del rescate del anonimato en que su propio creador pareció encontrar refugio, diluyendo sus pasos en sellos de correo y revistas con una calidad y visión a veces adelantada.

El silencio hecho en torno a la muerte de Dámaso Ogaz plantea la cuestión de si vale la pena discutir en nuestro país la suerte de un escritor.


I. El lugar y la imagen.

¿Qué lugar ocupa la obra de Dámaso Ogaz en las letras o en el arte venezolanos? Tal pregunta salió a relucir en las jornadas que hace poco se realizaron en Barquisimeto para recordar la muerte de este transhumante poeta y pintor. La pregunta queda mejor formulada así: ¿A cuántos y a quiénes puede interesarles un autor de quien seguramente no han oído hablar y que no figura en los compendios oficiales de literatura ni en los catálogos de los museos? Entonces, se trata de alguien a quien antes habría que descubrir, de cuya obra habría que ocuparse. Este es el drama general de los poetas.

El éxito de un escritor está seriamente amenazado cuando por necesidad se ve llamado a expresarse simultáneamente en varias disciplinas; cuando encuentra en éstas pretexto para una obra total, más allá de los géneros. O cuando los mezcla a éstos para obtener un subproducto híbrido que saca de quicio a los manualistas profesionales. Poesía, narración, ensayo, dibujo, teatro reunidos bajo una voluntad de diseño gráfico empeñada en lograr con todo ello un patrón visual parecido al que proporciona un collage o un objeto de arte. He allí la tarea de Ogaz.

El prestigio del escritor se mide por el sello de sus libros, el tiraje de sus ediciones, ejemplares vendidos, premios, la editorial que consagra; el prestigio del pintor, por las exposiciones, recompensas y el currículum. Pero ¿qué tal si por una razón opuesta que se obstina en descubrir en los mecanismos del éxito una patología del sistema, una deformación del poder, aparece alguien que viene a trastocar los valores y, renegando de éstos, propone vías alternas y plantea el trabajo creador como un compromiso subvertidor destinado a escapar del aparato o a sabotearlo?

Esto último puede haber sido lo que convirtió a Dámaso Ogaz en una especie de mártir de los años 70. Es una transgenérico sin audiencia, en un experimentalista de la estirpe de Tzara y Picabia, pero insociable, solitario, incapaz de asimilarse al trabajo de equipo en que se fundó la acción de las vanguardias dadaísta y surrealista, y las cuales parecieran constituir sus principales referencias o el tipo de tradición al que personificó, dándole un vuelco.

Las jornadas de Barquisimeto apuntaron a valorar la obra de Ogaz a partir de un aspecto en que ya comienza a ser reconocido por internet. El de comunicador interpersonal que lanza la obra de creación como medio para establecer una relación dialógica y cosmopolita, de quien a quien, con otros actores del drama de la expresión en el mundo, a través de lo que se ha venido llamando arte postal o mail art, y del que fue Ogaz, sin duda, un indiscutible adelantado. Pero éste es el aspecto más superficial de una obra abundante y polifacética que se diversifica en diferente formatos: la revista, el libro armado a mano, salido de fotocopiadoras o, cuando, más, de imprentas de pedal, la edición artesanal, el libro intervenido para hacer de él ejemplar único. La dificultad para acceder a esta obra estriba es que fue lanzada en ediciones muy pequeñas, de no más de 100 ejemplares numerados, en formato de revista, mal distribuidos, puestos a circular de mano en mano o en sobres de correo ordinario, a la par del volante, de la hoja de la calle o el poema visual de consumo unipersonal o para exhibir en exposiciones pobres montadas por lo general en espacios anodinos.


II. Itinerario y derrota.

Su verdadero nombre era Víctor Manuel Sánchez Ogaz. Llegó a Caracas en 1967 expresamente para sumarse a las actividades de El Techo de la Ballena. Se reportó, invitado por Carlos Contramaestre como un exiliado voluntario que había decidido romper todo vínculo con su país de origen: Chile, donde nació en 1928. Allí había dado los primeros pasos en pintura y poesía, y luego de publicar un libro inicial, se instala en 1963 en París, para darle un cambio decisivo a sus ideas al adscribir, si así puede decirse, a la estética del Surrealismo, pero al margen no obstante de las acciones emprendidas por este movimiento que se reunía en torno a la figura de André Breton y a la revista La Breche.

La llegada de Ogaz a Venezuela fue como su declaración de pertenencia a este país del cual nunca salió. Fue como el abordaje clandestino de un subversivo de mayor experiencia y de temperamento controversial, que aportaba a El Techo de la Ballena, además de su oficio de diseñador, imaginación y voluntad de trabajo. Pero tal vez, también, demasiada intolerancia y un talante intransigente con lo que no compartía. Su tránsito por Venezuela fue, por eso, uno de los más duros episodios por los que haya pasado escritor alguno venido de afuera. En Caracas se dio a conocer como pintor exponiendo en los salones de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela, a tiempo que se dedicaba a un diseño sui generis, del que se sirvió en adelante, mediante el collage, para diagramar sus propias publicaciones.

Ogaz era en el fondo un gran anarquista y un escéptico convencido, aunque no rehusara, de cara al país, un cierto compromiso con la izquierda venezolana. Pero le interesaba más la subversión en estado puro (en orden a la provocación por medio del absurdo y el humor negro, explicable dentro de los parámetros dadaístas que manejaba) que el testimonio político que obsesionaba a su amigo Edmundo Aray y a los miembros de la redacción de la revista Rocinante, que él diseñaba.

De fines de los años 70 fueron las dos publicaciones más importantes de Ogaz: “Anverso y reverso del número ocho” y “Los métodos y las deserciones imaginarias”, éste último publicado en las ediciones de El Techo de la Ballena. Dos caras de una misma moneda: un libro de relatos breves, con buenos momentos de humor negro, y un poemario despiadado y acre, que pasaron casi completamente inadvertidos. Aunque hablar de relato y poema tiene escaso valor genérico en este autor versátil que, con sus limitaciones del lenguaje-y remiso a que se le catalogara-mezclaba la escritura y la imagen gráfica sin prejuicios de forma, con fiera libertad.


III. Lo que sigue es la debacle.

Deshecha la Ballena, perdidos los soportes de la subversión, incluso allí donde, como en la literatura, resultaba más reconfortante la derrota, al igual que otros creadores sin profesión reconocida, Ogaz tuvo que luchar a brazo partido para poder sobrevivir en un medio cuyas condiciones, debido a su rol de inmigrante y renegado del sistema, eran mucho más duras para él que para un escritor nacional. Fue así cómo, desde 1968, se inició para este apóstata irreverente una aventura que lo llevó al ingrato malabarismo de tener que conjugar la docencia mediocre con la terca de creación personal. Docencia tristemente marginal, cumplida sin embargo con pasión incorforme y hasta con fogosidad, pero en todo caso ejercida entre penurias, incomprensión y dificultades burocráticas. Coordinador de talleres de lenguaje integral, que él mismo programaba con sentido individualista y autoritario, Ogaz rodó por la vasta geografía venezolana casi sin saber nada de ella, de pueblo en pueblo, con la altivez de un Quijote que en el fondo hubiera deseado para sí una vida sedentaria como la de Baudelaire o la de su ídolo Nerval. En el ínterin de su odisea, a lo largo de un itinerario absurdo trazado por el azar y la necesidad, Ogaz fue realizando una obra creativa tan obstinadamente prolífica como clandestina. En 1974 presentó en Trujillo, con actores de su curso de pintura, el primer espectáculo multimedia que se montó en Venezuela, con el título de Cacosinthetón. Panfletos, manifiestos, revistas, pinturas, collages y hasta una obra de teatro: impreso todo eso en multígrafo y, a lo sumo, en multilith, bajo irónicos sellos como “La pata de palo” (eufemismo por pirata) o cualquier otro título prevaricador. Ogaz fue inagotable editor, tipógrafo de viejo cuño, animado como estuvo por una inquenbrantable fe en el poder subvertidor de la palabra y la imagen juntas. Partidario de la comunicación por escrito, pero desconfiado siempre de la amistad o del trato personal, se asoció a Clemente Padín en esa empresa trasatlántica (hoy imposible de remozar) que es la poesía postal. La extraordinaria revista Arte Cisoria representa su mayor contribución a la divulgación experimental del discurso literario entre nosotros por aquella época. Ogaz supo hacer de esta publicación lo artesanal, el recurso pobre, el objeto de comunicación personal, de autor a lector.

En su fuero íntimo, Ogaz siempre fue el hombre-equipo, el actor intransigente de sus gestos. El protagonista de su autovivisección en marcha. Dispuso de su espacio a entero arbitrio. Eligió la tarea que quiso, que era el camino de su perdición. Tuvo los alumnos que se buscó. Y todos los enemigos que entraron en sus cálculos, y que eran ante todo los que él consideraba adversarios de su ideario ético, de su total asepsia escritural. Elección masoquista de sí mismo que, lejos de afirmarlo en el camino de libertad que buscaba, le allanó el del ostracismo más completo. Su vida terminó en un geriátrico público de Caracas, en el cual fue internado tras la diligencia que realizó Caupolicán Ovalles para traerlo, desde Barquisimeto, donde residió últimamente.

En el caso de Dámaso Ogaz no se podría afirmar que tuvo la muerte que se buscó o si, como es presumible, murió por negligencia o insensibilidad de los que pudieron hacer algo frente a las atroces condiciones en que, ya casi inválido, en una silla de ruedas, vivió el escritor sus últimos días. Aunque, por lo demás, pudiera justificarse tanta indolencia alegando que la muerte de Ogaz equivalió a la aceptación, por él mismo, de que se trataba de un suicidio lento y laboriosamente ejecutado.

Este artículo fue publicado en el periódico El Nacional de Caracas el día sábado 13 de Mayo del 2002 a 10 años de la muerte de Dámaso Ogaz.






Primera disposición


El lugar es en parte conocido, es el marco que ordena las piezas de la imagen.
(El pitagorismo y sus negras herramientas de talar).
Aquel lugar es tranquilizador como las bóvedas de un Banco de Manhattan y en su existencia no hay fórmulas cabalísticas derivadas del curso de los astros ni de las vísceras de los animales.
La conciencia del mal (o del bien) es una computadora I.B.M.
Han sido borrados los límites contrarios “al buen sentido” y en lo artificial-mecánico, como dentro de una fórmula de “papier maché”. El semicírculo brillante del hacha que cae o el suave nudo corredizo establecen una falsa comparación con “La Gran Ilusión” de Jean Renoir.
El lugar es pacificador.
Sus diversos indicadores y rótulos: /CURVA PELIGROSA/ /NO DOBLAR A LA IZQUIERDA/.
Marcan los puntos que ponen en peligro el orden de su imaginación.
Ese mal empleo de su energía para un beneficio evidentemente metafórico.
Flecha que marca tal dirección EN LINEA RECTA SE LLEGA A WASHINGTON y evitan los presagios de una existencia en tinieblas.
Flechas que marcan tal otra POR AQUÍ SE VA A ROMA y fijan las miradas, las señales que no se desvían, que parecen inmortales y hacen más tóxicas las palabras.
Se ven orientaciones sobre la velocidad /40 KPH/ que lo advertirán de cualquier mal paso y pondrán su vida al abrigo: /DIRECCIÓN PROHIBIDA/.
El lugar es tranquilizador.
Sobre él una franja de nubes y sobre ellas el vuelo de un buitre NO DISTRAERSE /.

El agua brota de las cloacas municipales /OBRA EN REPARACIÓN/ y arrastra los asuntos de cada día: El plato de latón del ciego, la jaula de circo varada en el lodo, las hojas del periódico que se evaden al hacerla vibrar.
Un mundo que viaja ordenadamente, que se precipita al interior de ese submarino con escaso aire: Glu...glu...glu....
El lugar es en parte conocido.
Sobresale, por entre los zócalos, otro anuncio de lona con un objeto imposible de identificar. La mirada de alguien quizás que murió hace 1967 años y que aparece encerrada en un cajón.
En él es posible leer: /PROHIBIDO EL USO DE CORNETA/.
Al paso del autobús la lona desarrolla sus equivocaciones, mueve las imágenes dentro de sí.
Un decorado como los del F.B.I., con un mensaje incierto (un disparo entre el vuelo de los pájaros).
El lugar es pacificador.
Entre dos oficinas públicas, un policía registra a una mujer con una cicatriz en la ingle y entre las dos armas de fuego la oxidación es progresiva.
Lo familiar resulta artificial.


Ejemplos:

A.- Aquí, dos horas en el cinematógrafo: Una adecuada atmósfera de Te Deum y luego, el cadáver de una mujer asesinada que cae en la posición justa para intentar la última seducción. Un símbolo cada vez más inútil.
La voz que brotaba entre los labios del policía era un viento frío que se extendía en la sala como los graznidos de un cuervo.
(Toda clasificación es arbitraria).
Una cinta magnetofónica de la cual pudo haberse borrado alguna parte. En los testigos se operaba con frecuencia una transformación. Cantaban de bruces sobre la alfombra.
Sufrían accesos de tos o vertían ceniza sobre las sábanas. El culpable (?) se pasaba la mayor parte del tiempo debajo de la mesa y chillaba como un gato irritado.
Lo mismo que si un desconocido prestidigitador le hiciera víctima de un juego burlón.
El policía hizo chasquear la lengua (“pst”) y los dedos, parecía haber cambiado de velocidad.
Su cálculo de probabilidades se había alterado artificialmente, el cadáver había encogido varias pulgadas.

B.- Allá, un hora en una habitación con estrechos balcones: Sentado en un decorado neutro y llevando un casco auriculares emiten un Hip...Hip...Hip igual cada dos o tres segundos, los pensamientos giraban como gusanos muy lisos y con los extremos idénticos....
(“¿Son realmente efectivas las nuevas drogas?”).
Se espera que el traslado de extremo a extremo del globo sea fácil. Las galaxias se alejan cada vez más una de las otras, creando un abismo intransponible.
A modo de corriente eléctrica, 50,000 tarjetas postales perforadas diferentemente muestran todas las posibilidades.
Hechos mortales, provisorios, inestables, sumados en una computadora digna de Pére Ubu.
Ella se detuvo en el capítulo de mi muerte (un capítulo sobre los elefantes de Aníbal).
La mano se extiende vanamente, la palabra no se forma en la garganta (Hip...hipp...).
Los pensamientos se han endurecido, sus gusanos no giran y corren el riesgo de resbalar y caer en la finitud que es tan posible como que un traje negro recuerda invariablemente a Juliette Greco.
La fuga de la fantasía reprimida se desliza de soslayo. Un agua espesa.
La verdad está siempre en el medio-dicen-o sea en la posición central o tercera.
Hip...Hip...Hip..cada diez segundos.

C.- Más allá, en el fondo, media hora ascendiendo una escalera: Allí donde las Sabinas se niegan cada noche y yo hago un guiño de fracaso; comprometo mi tiempo.
Sus olores revolotean enloquecidos.
El cerrado sistema del ojo dispara a “boca de jarro”, es mi “hobby” o violín de Ingres, pero las Sabinas parecen escaparse al registro óptico o el descenso las va deformando anímicamente hasta ir desvaneciéndose, blancuzcas, entre los escalones como un fenómeno de refracción.
Un éxtasis convulsivo.
En el último escalón, un espacio abierto en todas direcciones, sentí la necesidad de comerme los lirios acuáticos de Monet.
Entonces, lo insólito adquirió la forma tranquilizadora de lo cotidiano.

D.- Acá, en un extremo, Lupe esparce un polvísculo inasible en el aire que respiro: Para ella, el timbre de la puerta significa “alguien llama” y no un registro que anticipa la desaparición de la personalidad.
Acude con presurosos dedos de hilandera y arma un rompecabezas con las imágenes que arrastro hasta el umbral.
Resultado: Se forma un corazón, reducido a una escala menor, tatuado en el centro de un cuadrado negro. Un símbolo incongruente que la paraliza.
Cuatro segundos antes habría jurado que mi paraguas constituía su principal preocupación.
En la cama, cada episodio se balancea (“la necesidad de sueño es un hecho subjetivo”, dice el profesor Hugelin).
Varios trofeos caóticos se balancean /PROHIBIDA LA VUELTA EN “U”/ /USE CAMBIO DE LUCES/ y emprenden un alto y salvaje vuelo.
Una operación difícil, casi antinatural.
Pero el tiempo, un valor medido en horas y días, en minutos y segundos, en zonas que se controlan por medio de instrumentos mecánicos de aterradora exactitud, urge a recurrir a estratagemas inéditas.
Había puesto el reloj entre los restos de apio, huesos de pollo y algunos bizcochos para perros.
Era una nueva terapéutica mágica para prolongar indefinidamente la existencia.












Los asesinos engendran la igualdad


¿Qué palabras dirás? ¿Qué frases...? preguntaban desde el canapé Récamier.
Cubrían su palidez con una bruma fosforescente. Un hábito inconciente. Una oscuridad determinada, dije.
Inútil como un agujero más grisáceo en el fondo negruzco del barro.
Una intención que no puede ser apartada y permanece pegada al paladar. Asfixiada, como una paloma en un sombrero de copa demasiado brillante.
Atribulada mientras la soledad hiede y se expande. - ¿Qué gestos..?
El rostro crece en medio de los residuos, cuando nadie mira. Ojos. Orejas. Nariz. Boca. Lo necesario.
Pegajosos aún de la placenta, y las huellas de manos inmutables y grasientas.
Una forma que busca la espontaneidad inocente, dobla el cuello y se acaricia. Un gesto fuera de contexto.
Un ritual más en medio de una petrificada soledad. Arrojado y olvidado.
-El escepticismo es una indecencia, dijeron, y asumieron una expresión elegante, seguida de un sopor como de sueño. A tientas y con dulces engaños, desconectaron la voz del teléfono a cambio de lo real. Gatos y hongos. Y monsieur Dior con cuello alto. Algo como ceniza los cubría y alteraba sutilmente sus facciones.
-No te llamarás Dámaso, dijeron. Era una hipótesis. Andaban ahora dentro de una botella de vidrio negro. Descompuestos. Con las imágenes borrosas al pecho y su oscuridad progresando en círculo. No era posible apaciguarlos. Se habían apegado unos a los otros como animales fieles, como mundos contiguos y ordenados.
Unos después de otro. Se hacían inciertos, ciegos a la luz que alteraba sus rostros.
Creían tener un hilo conductor. Una mínima luz en cuyo centro numerosas siluetas gesticulaban y discutían sobre perros. Alguien, entre ellos, tomaba pastillas para el sueño.
Arrastraban a los demás tras las imágenes arbitrariamente elegidas.
Ya habían disipado las huellas que los testimonios de furor y desdén acumularon. Un arsenal de venenos y drogas.
Los trajes grises cuidadosamente aseados, como una vestimenta que ha de llevarse a un bautizo.
Y entre los pasos precipitados, la luz de los anuncios, el fluctuar del amor en los cinematógrafos. El dedo crispado en el gatillo.
Los amarillos documentos disimulados en la mano izquierda. Desde ese momento me perdí y me vieron flotar.
Me hice incoherente como un cadáver al que se han olvidado de enterrar. Otros paseantes un poco ausentes, finalmente, ataron esos fragmentos con alambres.
Lodo y niebla.
Un personaje interestelar.
Una serie de piezas fabricadas introvertidamente y unidas por un alambre de cuyo extremo después tiraban.
Tiraban.
Tiraban como a un animal disecado.
-La semejanza se adquiere, dijeron.
Había que acomodarse al paso de los demás, avanzar bordeando el foso, en sucios vagones de ferrocarril.
Ocultarse en los armarios rodeados de espejismos, confundirse con las ropas íntimas y los trajes usados. Inerte y culpable.
Vaivén de la balanza, apretaban con cálculo los dientes y deslizaban la cabeza entre las manos.
Si les preguntáis: ¿por qué?
Responderán: para vivir.
Se han estancado y se evaporan con los grises ropajes del sacrificio, y la piel manchada con los ojos gastados por dentro.
Uno después de otro.

Del libro: “Los Métodos y las Deserciones Imaginarias”, 1968.


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Aquí desaparecerá el ojo derecho


Pocos seres nacen tan desamparados como la señorita Tatiana. Cuando le falta algo, lanza gritos agudos; luego, se arrastra gateando por debajo de la cama. Se lleva a la boca todo lo que encuentra: un tornillo, sus medias, sus zapatos, una hoja de periódico, etc.. Se revuelca con gusto en el río de los patos. Trepa por los árboles y arranca una por una las hojas tiernas. Los días de salida, se pinta el rostro con carbón o cinabrio como los indios. Juega a la guerra del 79 y “mata” sin poder disimular su placer. Se comporta, en la misa del domingo, en forma semicivilizada pues logra cruzar las manos y las piernas por sobre su cabeza.

Un día indeterminado, se coloca ante un espejo y observa la cara inferior de su lengua, aquella que el camaleón emplea para cazar moscas. Ve, con su ojo derecho, que no existen tales moscas. Más abajo, ve que se acumula demasiada grasa en sus senos (“sus almohadillas”, suele llamarlos) y los pellizca hasta formar un pliegue y luego los suelta, las fibras de su tejido se retraen rápidamente y el pliegue desaparece. Ella sabe que es el secreto de su aspecto juvenil. Ignora, no obstante, que sus senos son unos pequeños seres autónomos que viven, respiran, se aman mutuamente sin acordarse de ella. Más abajo aún, sus caderas se hacen desproporcionadamente anchas. Sus nalgas recuerdan a los hotentotes. Más abajo todavía sus piernas se engruesan como las patas de un elefante y se desespera al no encontrar mejoría con las píldoras y los masajes.

Cada día raspa, por su lado interno, una delgada capa de las paredes de su casa. El polvo producido por este raspado lo transporta y lo deposita sobre la parte externa de los muros. Así encontró un desahogo para sus muchos problemas. Otro tanto practicó en los techos, y diariamente fue avanzando en la obra, de modo que sobre el antiguo edificio se iba levantando una nueva vivienda. Los muros fueron desplazados hacia fuera y los techos hacia arriba, y cada semana las habitaciones tenían algunos centímetros más, con lo que su casa, transcurrido veinte años, fue ocho veces mayor que cuando la heredó, pero ella continuaba su labor sin percatarse de este hecho.

   

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