Cine continuado: 9 de Enero, 1905

-Pedro Enrique Rodriguez
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«Los siglos pasarán uno tras otro, y los
escolares bostezarán ante la historia de
nuestras revoluciones y miserias»
Una carta que nunca llegó a Rusia
(1925), V. Nabokov.



   La mañana del domingo 9 de Enero de 1905, la ciudad de San Petersburgo despertó en un silencio tenso en el que se podía escuchar el sonido de las gotas de agua desprendidas de los carámbanos que pendían de los tejados por la nevada de la noche anterior. En las calles, cientos de obreros caminaban con sus mejores vestidos, rumbo al palacio de Invierno del Zar Nicolás II. La razón: una protesta impulsada por el pope Gapón --leal al zar y cercano a la Ojrana-- contra la hambruna, contra la servil opresión de la vida, la falange terrorífica de la policía del Imperio.

   Al frente, se estableció una línea de mujeres y niños, animados por la creencia ingenua que las tropas imperiales, a fin de cuentas, igual de asolados por la carestía y la pobreza, no dispararían contra ellos. En ese mismo frente caminaba el pope Gapón, ataviado con la casulla de la iglesia Ortodoxa y un crucifijo; además, portaba un inmenso retrato del Zar y un estandarte blanco donde se leía: <Soldado, no dispares al pueblo>.

   Después, lo previsible: superada la primera barricada, la caballería cosaca repelió al primer frente --la piel lustrosa de los caballos, las pequeñas nubecillas de su aliento en mitad del frío. Después, los fusileros dieron algunos tiros de advertencia hasta que, en un momento, el silbido de la metralla rompió el silencio de la manifestación. La primera línea de protesta rodó al piso. Aterrados, desbandados, algunos alcanzaron las calles paralelas donde también fueron barridos por la metralla disparada desde las azoteas. En la tarde, el amplio paseo junto al Palacio de Invierno estaba en silencio, sin embargo, toda la ciudad estaba desbordada por los obreros, por los saqueos. El frío, la neblina pertinaz continuaba imantando las calles de Píter.

   De los sucesos de 1905 apenas ocurrió un efecto perdurable: la fallida huelga que siguió a la matanza de San Petersburgo dio paso a la formación de los primeros consejos obreros, urgidos por la necesidad de contar con un mecanismo eficiente de resistencia (que no lo fue) y, ante todo, como un modo de distribuir algunos rublos para aquellas familias desprovistas de cualquier fuente de mantenimiento. La palabra rusa para designar a un consejo es la palabra soviet. Trece años después, en 1918, los soviets controlados por los bolcheviques, (el ala radical de la socialdemocracia, opuesta al liberalismo timorato de los mencheviques), habría de fusilar al Zar Nicolás II y a toda la familia Romanov en un oscuro rincón de la ciudad de Ekaterimburgo, en los Urales. Lo demás es conocido. La prematura muerte de Lenin, la ascensión al poder de Stalin, la consolidación de una dictadura acorazada por mordazas de hierro. Años de silencio, hortalizas, compactos Lada, represión, fusilamientos, crímenes sepultados en la impunidad. El soviet supremo, convertido en una tenaza feroz controlada por el partido.

   Historia. Palabras escritas sobre papel, luces que ahora mismo se dibujan en los pixels del computador. Hoy, la masacre de Enero de 1905 es un tópico sepultado en la mansarda del olvido: es historia de vencidos. Sin embargo, exorcizado ahora después de 93 años, tal vez valga la pena una pregunta cotidiana, y casi –no del todo– ingenua:¿cómo durmió ésa noche el anacrónico.

   Zar Nicolás II, quien de todos modos jamás estuvo en San Petersburgo, sino más bien (esto es, también, un chiste lúgubre) en algún lugar de vacaciones? O, incluso: ¿Cómo fue el sueño de los generales que defendían el desolado Palacio de Invierno, es decir, que apenas defendieron un símbolo? La respuesta es conjetural, pero probable: su sueño fue un buen sueño. Regular, continuo, desprovisto de mayores sobresaltos. Y fue bueno pues, a fin de cuentas, la malignidad, el horror son términos difusos. Es posible recordar la muerte de un hombre. La mirada de terror dibujada en su rostro. Sin embargo, es imposible reconocer los rostros de cientos de personas. Es imposible ver el modo como se destruyen miles de vida. En cierta forma oscura, patética, el oficial de la aviación que dejó caer la bomba atómica contra la ciudad de Hiroshima desde el Enola Gay es extraño a esa explosión. No le pertenece.

   En un documental estremecedor aparece una entrevista con la enfermera de Eva Braun, amante y efímera esposa de Hitler, quien le acompañó hasta los últimos momentos del tercer Reich –esta enfermera tuvo el raro privilegio de escuchar el pistoletazo que acabó con la vida del Führer. Al preguntarle sobre el acontecimiento, la enfermera (Frau Nurse), comentaba que los últimos momentos en el bunker transcurrieron con una inusitada calma. Poco antes de partir (Hitler y Eva Braun desaconsejaron cualquier acción suicida), el mismo Führer le abrazó y le dio un cálido beso en la mejilla. Conmovida, asolada por la nostalgia, vieja ya, la enfermera habría de contar la tristeza, la desolación que experimentó al emerger sobre los escombros de Berlín y saber que el Führer estaba muerto. En uno de los últimos pasajes de la entrevista, Frau Nurse habría de relatar la sorpresa que significó para ella descubrir el horror del Tercer Reich, los crímenes cometidos, la locura. Jamás pudo imaginar que una persona tan buena fuese capaz de tales excesos.

   A lo largo del tiempo nos hemos equivocado una y otra vez al imaginar la malignidad, al imaginar las posibilidades del horror. Sentados frente al televisor (ése oscuro, malhadado invento del capitalismo salvaje, según acaban de descubrir algunos), nos hemos acostumbrado a pensar que los asesinos, los violadores, deben vestir sobretodos de paño oscuro, que sus rostros deben estar surcados de cicatrices, que se deleitan con la sola imaginación de un corazón palpitante entre sus manos. En esta misma línea de pensamiento, un déspota debe conducirse con una malignidad sistemática y cruenta. El déspota, el tirano –bella palabra tomada del griego antiguo, tyrannos, cuyo verdadero sentido es: quien gobierna solo– debe ajustarse a una serie de arbitrariedades precisas: asediar niños, destripar, triturar, en fin, representar el espectáculo del más grave horror.

   La historia, ése discurso callado del que no siempre nos sentimos pertenecer, nos enfrenta una y otra vez contra el verdadero rostro de la masacre: viste como el imbécil Nicolás II, un monigote vapuleado por la zarina Alexandra, confundido por el enigmático Rasputín. Limpio, bien aseado, creyente de Dios.
(Nicolás II, por cierto, ha sido el reciente merecedor de la santificación por parte de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Cuestión de óptica, supongo).

   El proceso puede estar contento: el 11 de Abril del año pasado entró con paso firme en la historia. Hoy, por lo visto, también el sueño de todos los jerarcas del régimen es un buen sueño. Regular, continuo, desprovisto de mayores sobresaltos. Las revoluciones, las monarquías no son tan distintas a fin de cuentas. Todas, en mayor o menor grado, cuentan con su día sangriento.