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Pálido latido eléctrico


-Pedro Enrique Rodriguez
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   Las líneas del telégrafo se perdían en la fronda de una acacia. El resplandor del sol de la tarde las hacía brillar con un reflejo de espadas. Abajo, en el sendero, un niño seguía su recorrido justo hasta el punto en que una cometa de cola de tela roja yacía enredada, batiéndose quedamente por la brisa extenuada de la tarde. Un pálido impulso eléctrico viajaba en el interior del cableado, recorriendo una distancia inverosímil que comenzaba en la oficina telegráfica de una ciudad arrasada por el polvo, donde un radio transistor se repetía en la voz cansina de Gardel y un autobús con asientos de madera y techo de hule ocultaba por un momento la escasa luz de trigo que entraba por el ventanal. Un operador con visera de lona y largos mostachos engominados terminaba de teclear sobre el conmutador un mensaje escrito en un pedacito de papel desteñido y el chispazo eléctrico recién se perdía por el cableado de la oficina, remontaba los postes de madera de la calle justo a la altura en que las fachadas de las casas se solazaban en artilugios de frontis adamascados y tejas marchitas, pasaba junto a la plaza Bolívar en el momento en que las palomas partían espantadas por el estruendo del campanario llamando a misa de seis, ascendía la loma irregular de un parque con caminerías de mármol ajedrezado y fuentes de colores, donde los querubes se eternizaban en el gesto de tocar una cítara y las ninfas recién emergían de las aguas rancias entre el musgo y las hojas que cubrían los estanques; después, el hilo eléctrico ascendía hasta el umbrío silencio de un bosque, rebasaba las ramas altas de los jabillos y los cedros, se suspendía sobre el vacío de una quebrada de aguas cristalinas y piedras pulidas para adentrarse, luego, en un mundo de helechos, palmas y plantas tropicales. Así recorría kilómetros de naturaleza, ausente al canto de los pájaros del atardecer, al atisbo de las ardillas, al zumbido de los mosquitos, al blindaje acuoso de los caracoles, hasta llegar a un valle impregnado por el verde la maleza en tiempos de lluvia, por el espectáculo del sol encendido en la distancia, entre nubes encapotadas y estrellas errantes en el que la luz era un escándalo de guerra, y entonces llegaba a un pueblo donde en ese momento un arriero desembarazaba a las bestias de sus anteojeras y una matrona regordeta espantaba el humo de un budare repleto de arepas, a la vez que gritaba algo a un hombre que bebía con apuro del pico de una botella de aguardiente y era visto por la mirada ladeada de una gallina rodeada de polluelos amarillos y grises; después, el impulso eléctrico volvía a retomar el rumbo de una secuencia de postes de madera a la orilla de una carretera de tierra, recorría un descampado agreste en el que los huesos de animales muertos imprimían un hálito de olvido y espanto, bordeaba, luego, una laguna de aguas pútridas, se perdía del vuelo de las garzas, imitaba el serpenteo de una carretera de montaña, para después abrirse a campo abierto entre esteros reblandecidos por la poca luz de la tarde, donde venados pacían alertas ante la amenaza del tigre y entonces pasaba por el enramaje en el que una cometa de cola de tela roja se batía con los restos de la brisa del atardecer y un niño descalzo y sin camisa le veía desde el sendero con la mirada de la desilusión; entonces recorría unos cuantos kilómetros más, esquivando el oasis de los moriches, rebasando el cercado de las talanqueras hasta estrellarse con la abertura de un techo de caña amarga para de seguida hacer saltar el conmutador sobre la mesa de madera, imitando el tecleo desesperado de los insectos y transformándose así en una secuencia de puntos y guiones que el telegrafista de aquél pueblo perdido leía bajo el candil espurio de una lámpara de gas: medicinas compradas. Saludos desde Caracas.




   



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