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Discurso sobre la condición humana


    Señor Secretario General de las Naciones Unidas.
    Señor Secretario General de la Organización de Estados Americanos.
    Señores representantes de la UNESCO.
    Señor Secretario General de la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
    Señores representantes de la Liga Árabe.
    Señores del Ku Klux Klan.
    Señores de Amnistía Internacional.
    Señores de Greenpeace.
    Señores de ETA.
    Señor Bill Gates.
    Señor Armando Manzanero.


    Señoras, señores:

    Me dirijo a ustedes, augustos miembros de la audiencia - desde este solemne recinto de hermandad universal y solidaridad humana en el cual los embajadores de las Naciones del Mundo se reúnen en digno aquelarre; así como en esta fecha trascendental, inconmensurable e impertérrita, día de San Broculario, Santo Patrón de los convalecientes de colitis crónicas-; para hablarles y llamarlos a la reflexión sobre los problemas, achaques, averías y desperfectos que actualmente aquejan a nuestro hogar compartido: el planeta Tierra, y que de ser los mismos resueltos, morigerados o de al menos recibir remiendo, tendríamos, a qué dudar, un planeta más habitable y justo y en cual podríamos comer todos los tiramisús que quisiéramos sin que luego nos sintiésemos empalagados.

    No voy a hablarles de la polución ambiental, ni del narcotráfico, ni de la mala temporada por la cual atraviesan los Yanquis de Nueva York, pues de eso les hablaré otro día, si tienen la amabilidad y la sapiencia de volver a invitarme.

    Empecemos por lo fundamental, por las necesidades humanas básicas. Así, y de acuerdo con unas cifras que se me ocurrieron el otro día, el sesenta por ciento de la población mundial no tiene acceso a un servicio tan primario como el agua. Así como lo oyen. Resulta increíble, ¿verdad? Pues bien, eso es lo que dicen los números. Esto inevitablemente ha de conducirnos a la reflexión. Pónganse a pensar -sólo por decir algo- cómo hacen estas pobres personas para asearse, cocinar, hidratarse y sobre todo para mitigar el calor. No quiero ni imaginar cuánto gastarán por cuenta de aire acondicionado los habitantes de estas depauperadas regiones, quienes no tienen la posibilidad de echarse agua en la cara para refrescarse en un día caluroso. O qué decir, por ejemplo, de cuando regresan del gimnasio a sus humildes hogares, fatigados y empapados en sudor, luego de una agotadora sesión de spinning y entonces no tienen ni con qué bañarse, a no ser que sea algunos litros de Evian, o incluso de Perrier, que llegan accidentadamente hasta los tanques populares locales. ¿Es qué acaso los vamos a condenar al desaseo crónico y a seguir siendo explotados por los agentes desalmados del mercado negro de desodorantes? O peor aún, ¿los vamos a condenar a la dependencia del agua mineral, con lo dañino que son para la piel las burbujitas del agua gasificada, tal y como lo ha dicho una y otra vez la encargada de consejos de Cosmopolitan? Señores de la UNESCO, señores de la Cruz Roja, señores de los Rolling Stones, ¡hagan algo!

    Y ya que estamos hablando de afrentas a la dignidad humana y del aprovechamiento de la desgracia de los más débiles, y de que además mencionamos ese abominable onanismo ciclístico colectivo llamado spinning, no podemos más que efectuar una inevitable asociación. ¿Cómo es posible, señores, que se nos induzca a pagar -sea en efectivo o en cheque, ontológicamente da igual- por estar una cantidad determinada de tiempo pedaleando como unos energúmenos para luego terminar exactamente donde estábamos cuando nos montamos en la bicicleta? ¡Válgame Dios!, ¡Si para experimentar algo que, si no es idéntico, entonces es muy parecido, tenemos ya todo el resto de nuestras vidas, sin que se nos cobre por ello y sin tener que aguantar al gordo de al lado que se cree Indurain!

    Y es que todo ello no es sino la consecuencia de un deterioro generalizado en las relaciones humanas. Por ejemplo, Cindy Crawford y yo estuvimos casados cinco años, al cabo de los cuales ella se divorció de su esposo, y yo por mi parte seguí felizmente unido en matrimonio con mi mujer. Esto demuestra lo que dice Sartre acerca de que estamos condenados a la incomprensión mutua. Yo, por ejemplo, no comprendo a mi prójimo cuando me habla en estonio desde un teléfono que fue cortado por no pagar a tiempo, y él a su vez no me comprende cuando le comento que la dama de mis sueños se me aparece de noche vistiendo un conjunto de seda estampado con triángulos redondos.

    Es este, pues, un mundo plagado por el aislamiento y las desigualdades ¿Vamos a seguir permitiendo, señores, que los bolivianos, que viven a miles de metros por encima del nivel del mar, sigan mirando por encima del hombro a los habitantes de los Países Bajos, quienes ya empiezan a resentir el hecho de estar siempre debajo de todo el mundo? Y para seguir con la gente del altiplano: los emplazo a ustedes, damas y caballeros de la audiencia, a que nos pongamos a trabajar para conseguir que Bolivia tenga por fin una salida al mar, para así acabar de una vez por todas con la desagradable sensación de encierro –claustrofobia, en algunos casos- que aqueja a las personas que habitan este país, y que se ha vuelto ya un problema de salud pública.

    Pero no, difícilmente podemos esperar iniciativas de este tipo por parte de la dirigencia mundial. Y es que hay una crisis en el pensamiento a nivel internacional, que se trasluce en el ámbito de la acción. Figúrense que el otro día leí –no estoy exagerando– que la mitad de la población del mundo posee un cociente intelectual por debajo del promedio. ¡Dios mío! ¿Qué nos deparará el futuro en estas negras circunstancias?

    Y la crisis no sólo es a nivel intelectual. De hecho en el ámbito moral la situación es aún más alarmante, y es que la perversión cada día va ganando más adeptos. Por ejemplo, a cada rato oímos a las personas hablar de los dichosos analistas: “mi analista me dijo esto, mi analista me dijo lo otro” ó: “Fulanito es un conocido analista internacional” e incluso: “tú lo necesitas es verte con un analista, yo te recomiendo el mío”. Pues bien, el otro día me topé en un diccionario con la siguiente definición: “Oralista: s. Dícese de una persona especialista en la comunicación mediante los recursos orales (es decir, verbales)”. Yo me pregunto, entonces, qué será en verdad un analista y qué es lo que tanto le atrae a la gente con respecto a este asuntillo. ¡Fin de mundo!

    Y lo peor de todo, mis ilustres señoras y señores, es que ya no podemos acudir al consuelo y la seguridad que antaño brindaban las grandes religiones. Tomemos por ejemplo una conocida máxima del cristianismo, popularizada – según creo – por San Broculario, la cual dice que “al que madruga, Dios lo ayuda”. Mas, sin embargo, cuando uno se asoma por la ventana apenas antes de que despunte el alba, con el propósito de determinar qué personajes deambulan a esas horas, lo único que se ve es empleados del aseo público, barrenderos y lagañosos y maledicientes repartidores de periódicos. Si este es el tipo de ayuda que Dios acostumbra a ofrecer, entonces muchas gracias pero yo prefiero quedarme durmiendo algunas horas más y luego ver cómo me las arreglo yo solo. Si todos hiciéramos lo mismo tendríamos en consecuencia un mundo más descansado y menos irritable, y por lo tanto más feliz.

    Muy agradecido por vuestra atención.


-Edison Barrios
<[email protected]>

   




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